Bill Callahan salió de su camerino y emprendió el camino hacia el escenario junto a sus tres músicos, con las luces apagadas y con la voz de Carly Simon entonando “Haven’t Got Time For The Pain”. La canción representa un punto en el que convergen los instantes vitales de ambos, cuando el presente ha permitido soltar lastres pretéritos. Ella la compuso a punto de dar a luz hace casi medio siglo. Para él, es un preámbulo idóneo justo antes de tocar las melodías que parten de una existencia apacible.
El compositor comienza en “First Bird” hablando de los sueños que van y vienen y de su paternidad, con sus cuerdas vocales permitiéndose licencias para esquivar una réplica de lo que suena en “YTILAER” (2022). Su trabajo más reciente nació a partir de la pesadilla pandémica y de las conclusiones que el estadounidense pudo sacar en un tiempo también adecuado para la reflexión. Es el primer protagonista de un recital en el que también reivindica su sólida carrera.
Las dos notas que martillea en “Bowevil” transforman el hierático semblante en un discreto baile en forma de balanceo. Después, emprende la primera revisión de su etapa iniciática como Smog con “Hit The Ground Running”, del álbum “Knock, Knock” (1999). De aquellos años también suenan la representativa “Keep Some Steady Friends Around” y una preciosa “Teenage Spaceship”.
Pero será la primera con la que el saxofón de Dustin Laurenzi empiece a sobrevolar la formación, justo antes de que haga una majestuosa y extensa introducción de “Coyotes”, una delicia. Con solo tres músicos, el guitarrista Matt Kinsey y el batería Jim White completan el cuarteto, Bill Calllahan extrae la máxima efectividad de cada una de sus composiciones, permaneciendo en un segundo plano y permitiendo que sus melodías y relatos emerjan como elemento primordial.
Apenas hay comunicación con el público; una confusión sobre la etapa de la gira que está atravesando a modo de chanza, un par de piropos bienintencionados a sus adeptos y solo el poder de sus canciones. Él es el foco irradiador de una expansiva quietud y de una voz hipnótica que sumerge al oyente en un lugar reposado en el que se constata, como aseguraba Carly Simon, que no hay espacio para el dolor. De alguna manera, Bill Callahan también ha conseguido convertirse en ese superhéroe que en sus inicios escuchó en boca de Lee “Scratch” Perry, cuya música servía para elevar el alma y vencer al mal.
De un cancionero que empieza a ser inagotable rescata “Drove”, el tema con que iniciaba “Apocalypse” (2011) y una de las grandes sorpresas, estirada por un generoso pasaje instrumental. Frente a canciones más intimistas como “Cowboy”, están los contrapuntos ásperos de “Partition”, que también posibilitaron actitudes desenfadadas. A pesar del discreto y puntual zarandeo del compositor, se trata de una propuesta similar a la de la reciente gira de Tindersticks, en la que los ejecutores están sometidos por sus melodías, aunque incluso algunas de ellas, como en este caso “Small Plane”, puedan resultar excesivas.
En una noche marcada por lo estimulante de las canciones no es de extrañar que el último tramo estuviera inundado de la belleza de “Naked Souls” y “Planets”, en un final con una extraña improvisación y notas disonantes, como si Callahan quisiera regresar a la experimentación con la que empezó como Smog y cerrar el círculo, recorrer en apenas hora y media una trayectoria que inició sin rumbo y que ha acabado por transformarlo en un eminente trovador. ∎
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