Simon Reynolds (Londres, 1963) es uno de los periodistas musicales y críticos culturales más importantes de las últimas décadas. Licenciado en Historia por la Universidad de Oxford, ese bagaje educativo ha impregnado buena parte de sus artículos sobre música. Aunque en la actualidad reside en Estados Unidos, donde es profesor en la escuela de música del California Institute Of The Arts, ha sido redactor jefe del semanario londinense ‘Melody Maker’ y colaborador de publicaciones como ‘The Guardian’, ‘The New Statesman’, ‘The Wire’, ‘The New York Times’, ‘The Village Voice’, ‘Rolling Stone’ o ‘Spin’ (donde también ejerció como redactor jefe). Estamos hablando, pues, de un peso pesado del sector editorial musical, que ha publicado también varios libros de ensayo, el título de uno de los cuales, aparecido en Reino Unido en 2011, sirvió también para acuñar el término “retromanía” –“Retromanía. La adicción del pop a su propio pasado” (Caja Negra, 2012)–, que viene a definir lo que él percibe como la situación actual de retroceso crónico en la música pop y el eterno (e intrascendente) reciclaje de un género musical que ha perdido su capacidad de emoción y/o trascendencia.
Si entonces afirmaba que la música pop dependía cada vez más de la nostalgia y del reciclaje de los sonidos del pasado, su libro más reciente es una especie de volumen complementario de su predecesor: en el epílogo lo define como “libro hermano”, “imagen invertida en el espejo” o “su gemelo malvado”. “Mientras que la ‘retromanía’ claramente es un malestar, o una afección, la ‘futuromanía’ podría leerse más bien como un vigor excesivo, una afición eufórica por cualquier cosa del presente que pueda interpretarse como ‘la música del mañana… hoy’. La futuromanía evoca una impaciencia y una inquietud fanáticas”.
En resumen, podríamos definir “Futuromanía” como la aspiración por desentrañar el posible camino “phuturo” (para ser aún más “phuturista”) de la música popular, como reconoce el propio autor (que lleva más tiempo hablando de música electrónica hecha con sintetizadores y samplers que con guitarras y batería).
Reynolds se reconoce como “un chico cuyo gusto por el impacto de lo nuevo se había despertado durante el post-punk gracias a bandas como Public Image Ltd. y Talking Heads, y cuya fe en el modernismo musical se había reavivado por acción de las raves de los noventa”. Esa fue la persona que escribió “Retromanía”, como una “respuesta sombría ante la desaceleración de la innovación” a principios del siglo XXI. Ahora, en cambio, define su futuromanía como “una adicción a las sensaciones que provocan la sorpresa y la velocidad”, celebración de la capacidad de la música electrónica para inventar el futuro.
A diferencia de la mayoría de los libros anteriores de Reynolds, “Futuromanía. Sueños electrónicos, máquinas deseantes y la música del mañana… hoy” (2020; Caja Negra, 2024), traducido por Alejo Ponce de León, no contiene textos originales, sino una selección de una veintena de artículos publicados entre 1988 y el momento actual en medios tan diversos, entre otros, como ‘The New York Times’, ‘Resident Advisor’, ‘Melody Maker’, ‘The Wire’, ‘The Village Voice’ o, fundamentalmente, ‘Pitchfork’. La mayoría de los contenidos están escritos con posterioridad a “Retromanía”, así que incluso cuando abordan temas históricos, como Giorgio Moroder o Ryuichi Sakamoto, están matizados por sus preocupaciones relacionadas con el futuro y cómo cierta música, aunque sea de hace décadas, puede seguir anticipando el futuro.
Y pese a ese carácter de recopilación de “retazos”, su estructura es ingeniosa: los capítulos tienden a incluir referencias esporádicas a los artistas tratados en el anterior, lo que confiere al conjunto un aura de coherencia. Y el encuadre es matizado y original, ya que el libro destaca la música que se imaginaba a sí misma como inventora del futuro, más que la música que sonaba inequívocamente nueva en su momento. Esto significa Donna Summer, Yellow Magic Orchestra y Auto-Tune, no Elvis Presley o David Bowie. El primer capítulo de “Futuromanía” analiza el impacto en su momento del “I Feel Love” de Donna Summer, en el que la voz de sirena de Summer y los ritmos de Giorgio Moroder y Pete Bellotte anticiparon el electropop, el hi-NRG y el techno de la década siguiente. Y más adelante, en un capítulo dedicado a Yellow Magic Orchestra, defiende que, frente a Düsseldorf, Detroit o Sheffield, la cuna real de la música techno es Tokio, y sus auténticos padrinos, el trío formado por Haruomi Hosono, Yukihiro Takhashi y Ryuichi Sakamoto. Un tema que aparece de forma recurrente es el modo en el que la tecnología permite dar saltos musicales: ya sean desde los avances en los sintetizadores de los setenta hasta el software de producción de los noventa y los plugins contemporáneos, como el Auto-Tune. También estudia la intersección entre la ciencia ficción y la música pop, y en uno de los ensayos observa directamente cómo los escritores de ciencia ficción han intentado imaginar la música del futuro. Todos estos leitmotivs relacionados con la futuridad, la ficción sonora y la idea del futuro perdido se van entretejiendo a lo largo de los artículos (hasta desembocar, en el epílogo, en la unión de todo lo que podrían parecer hilos sueltos).
No vayáis a pensar que el libro se queda en referencias clásicas al house, Kraftwerk o el minimal techno de la música electrónica alemana. La segunda parte del libro –“El futuro… ahora”– nos habla de Grimes, Jlin, Aphex Twin, Arca u Oneohtrix Point Never. Y de ese “eterno retorno” –o conexión– entre Erik Satie y la música ambiental o entre la vanguardia del siglo XX y la música popular electrónica, desde los compositores de la música concreta y los primeros electrónicos como Pierre Henry y Karlheinz Stockhausen, o los minimalistas como Terry Riley, Steve Reich y Philip Glass. La forma en que estos últimos estructuraron sus piezas y cómo funcionan el techno y el trance es muy similar: ritmos pulsados, pequeñas unidades melódicas. Incluso el estado de ánimo es similar: los minimalistas se alejaron de la atonalidad vanguardista para acercarse a la belleza melódica y a una euforia propulsiva pero serena.
Al acabar, Reynolds recuerda ese dicho que dice “escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura” (él no lo pone, pero se suele atribuir a Frank Zappa) para, seguidamente, admitir que “cuánto más absurdo sería entonces bailar al son de edificios que aún no se han construido”, insinuando la imposibilidad de describir por donde irán, en realidad, los tiros de la música del futuro. ∎
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