Músico omnívoro, versátil y siempre bordeando la incontinencia, Xarim Aresté ha querido atrapar al vuelo la magia del momento. Eso que es tan complicado, porque suelen ser instantes irrepetibles por su propia naturaleza. Y lo que le ha salido es un disco con olor a clásico instantáneo. Un aquí-te pillo-aquí-te-mato en el que la ausencia de hoja de ruta deriva en once canciones canónicas, por las que cualquier artista veterano (el de Flix aún no llega a los cuarenta) suspiraría.
Registrado en solo un día y medio, dejando que cada composición respire por sí misma con el pálpito de lo que se graba prácticamente en riguroso directo, el cantautor catalán oficia aquí de juglar moderno sin corsé alguno, dando rienda suelta a una creatividad a la que le cuesta horrores atar en corto. Y que dure. De hecho, en los últimos tiempos ha compaginado la música con la pintura y la poesía, y ese aliento cromático, muy sensorial, también impregna un temario como este, en el que blues bastardo, rock arrastrado, soul quebradizo y jazz anárquico se dan la mano honrando la naturaleza y el amor genuino, los dos hilos conductores que aquí se citan sin despeñarse por visiones tópicas. Todo fluye. Y con credibilidad.
Sus textos recurren al “salat” porque los músicos que lo acompañan son mallorquines: destacan especialmente la trompeta de Pep Garau (presente en lo último de Miquel Serra) y el piano de Ricard Sohn, viejos conocidos porque ya formaron parte de Very Pomelo, su antigua banda, en un formato que se completa con guitarra acústica, contrabajo, batería y trombón. Sus contribuciones son, por momentos, como pinceladas impresionistas que permean sin pauta previa, pero todas son esenciales para darle su forma definitiva.
A veces invoca a Dylan (“Ple d’amor”, “El que havíem escrit”), a veces parece un joven Van Morrison mediterráneo (“Ja no hi ets”, también cerca de una americana sui generis, o “Fresqueta”, con ese final que parece arrimarse al “Walk On The Wild Side” de Lou Reed), mientras que en otras ocasiones se adueña de una dinámica que bien podría casar a Jeff Buckley con Beirut (“Ses entranyes”). Pero son tantos los puntos de fuga que de aquí emergen que describir con unas cuantas palabras todo esto es como tratar de enjaular a un lobo que aúlla cada noche mirando a la luna: “Un boix baixa del tren cridant” es un spoken word in crescendo en clave de jazz demente, que haría las delicias del Tom Waits más cabaretero, y “La jota blava” es un blues árido, casi desértico, que bien podría homenajear a Ry Cooder. Y suenan vívidos, nada rancios. No son apergaminados ejercicios de estilo.
En resumen, un disco de gran poder telúrico, que huele a las húmedas tierras del Ebro, pero que proyecta una vocación universal. Auténtico elogio del cantautor de vuelo libre, del músico de raza que no se atiene a tasas de estilo y es capaz de aprehender el instante con sentido y sensibilidad, tan solo fidelizando su propio instinto. ∎
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