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Ante “Para ti, que eres joven”, opípara sección de ‘El Jueves’ durante diecisiete años, uno se predisponía a un bufet libre de chistes rápidos, vivas y bravos. Un tema popular con gancho generacional es todo lo que requerían para verter veintitantas viñetas en una amena miscelánea diseccionada desde la primera persona del plural. Un tour de force win-win a bromazo limpio entre Albert Monteys (Barcelona, 1971) y Manel Fontdevila (Manresa, 1965), a cual de los dos más etiqueta negra a día de hoy.
“PTQEJ” fue su lugar de esparcimiento, su local de ensayo; allí donde probar y superar fases, que el tiempo ha enaltecido por encima incluso de “Tato” (1996-2014) y “La parejita S.A” (1995-2014), sus series por separado en el mismo semanario satírico que luego acabaron dirigiendo, aunque cada uno de ellos en una etapa distinta. Terminó cuando ya estaba todo dicho o los autores creyeron dejar de ser jóvenes. O por eso que ya tú sabes de una portada de 2014 de ‘El Jueves’ que acabó, entre otras cosas, en diáspora. Abel González
En una reseña sobre cualquier trabajo de Víctor de la Fuente (Llanes, 1927–Le Mesnil-Saint-Denis, 2010) se está obligado al panegírico; el del dibujante español más virtuoso de la historia del medio, con permiso de Antonio Hernández Palacios, y a la vez un coloso de la escritura secuencial, de la composición de la página o de la impresión de movimiento en unas figuras humanas que gobernaba a su antojo.
Solo que en “Haxtur”, serie de doce episodios publicada entre 1971 y 1972 por la revista ‘Trinca’, compilada luego en dos álbumes y reeditada en color en 2008 por Glénat, ese dechado de dones se aplica a la que pasa por ser su propuesta más personal. Una alegoría entre política y metafísica que, bajo los ropajes ligeros de la fantasía heroica, desafía al lector con atrevidas elipsis, cortocircuitos narrativos y otras prestidigitaciones de un lenguaje cuyo dominio no siempre ha sido justipreciado en igual medida que el deslumbrante estilo gráfico del genio asturiano. Alex D’Averc
Pero ¿cuántas veces se puede secuestrar a una misma persona? Claro que hablamos de Bellota Village, el pueblecito descacharrantemente british donde el aristócrata Sir Tim O’Theo ejerce de desastroso Sherlock Holmes local, salvado una y otra vez por su mayordomo Patrick Patson –elemental– y en reñida competición de incompetencia con la policía. El guion de Andreu Martín (Barcelona, 1949) y el trazo ágil y moderno de Raf (Joan Rafart i Roldán; Barcelona, 1928-1997) sobre el que tanto se ha teorizado –aquí parece, a ratos, Franquin– y su inventiva alegre a la hora de dinamitar la composición de página permiten que apenas tres localizaciones y las diferentes variaciones de una misma situación en escalada de absurdo sean suficientes para configurar un clásico de la editorial del gato negro. Si para Holmes se trataba de ir eliminando todas las opciones lógicas hasta llegar a la solución, para Sir Tim O’Theo a menudo el camino es el inverso. Y a ritmo de cornamusa. Alberto Lechuga
A espada y pistola, salto y explosión, Miguel Díaz Olmedo navegó los mares del Caribe en su camino a Maracaibo, en pugna contra oleadas constantes de piratas. En lugar del veinteañero habitual en los seriales de acción, esta colección de cuadernillos apaisados tuvo como protagonista a un grumete ágil y engreído que tomó su sobrenombre del insulto de un enemigo. La serie es fiel reflejo del imaginario de su época: el imperialismo, la evangelización y una visión severa al respecto de los sexos y las razas. Los peros palidecen ante su ritmo implacable de aventura: cada página, un peligro, y cada entrega, un cliffhanger. La obra materializó la fantasía de Juan García Iranzo (Muniesa, 1918–Barcelona, 1998), que en su infancia de secano en Aragón deseaba ser marino y, luego, se construyó un torreón en Almuñécar. Lo llamó “El Cachorro”. Raúl Minchinela
Nadia Hafid (Terrassa, 1990) es parte de una nueva generación de autoras que, en los últimos años, está revolucionando el panorama del cómic español. Forjado su estilo a fuego lento, en el fructífero campo de los fanzines, Hafid debutó en 2020 en la obra de larga extensión con “El buen padre”, una historia familiar, autobiográfica, que construye su escenario emocional en torno a la figura de un padre ausente y la necesidad de apoyo entre las mujeres de la familia, mediante los espacios y los silencios que, en el cómic, pueden ser la misma cosa. Su limpísimo y maquinal trazo le permite centrar nuestra mirada en otros aspectos, de modo que logra, con sutileza y sin subrayados, evitar el melodrama para entrar en otro terreno, el de lo no dicho, donde el dibujo alcanza lo que la palabra no puede expresar. Gerardo Vilches
Puedo acordarme perfectamente de lo que me pasó por la cabeza la primera vez que ví a “La Gorda de las Galaxias”. Estaba dentro de las páginas de la revista ‘Zipi y Zape’ y parecía un añadido hecho por un niño mucho más brillante que yo. Dibujado con rotuladores, contaba con un elenco de personajes como el Profesor Chifladus, el Pelmazo Enmascarado o el misil Juan Antonio, el mejor casting de malvados de mi infancia.
La historia siempre era la misma: había un problema en el espacio y La Gorda de las Galaxias acudía a solucionarlo con besitos o tortazos. Parecía una suerte de “Yellow Submarine” pasada por el filtro de ‘La Codorniz’, pero era incluso mejor: una saga de ciencia ficción anarquista para niños en la que la heroína no dudaba en sumarse a una huelga, poner paz entre los malos, ir a bailar o mandar a freír espárragos a los Jefazos del Universo. Quique Ramos
Nunca habrá suficientes libros sobre la Guerra Civil si son buenos, y “Dr. Uriel” lo es. Se trata de un proyecto al que Sento (Vicent Llobell; Valencia, 1953) acabó dedicando cuatro años de trabajo y tres volúmenes (dos de ellos autoeditados) que no estaban en su mente cuando empezó a dibujar las memorias de su suegro, el doctor Pablo Uriel. Este integral de 500 páginas recoge las vivencias del médico alférez desde que se licencia en 1936 hasta que termina la guerra. Línea clara, bitono, algunos leves toques de color para un estilo que quiere evocar urgencia, inquietud, la de quien no sabe si saldrá vivo del siguiente acontecimiento. Uriel pasó por diferentes cárceles y batallas, como la de Belchite. Por eso Sento se deleita con escenas cotidianas, pero también de combate. “Dr. Uriel” es, junto a “Paracuellos” o “Los surcos del azar”, otro imprescindible de la historieta que ayuda a conocer nuestra historia. Laura Barrachina
Carlos Sánchez Pérez, aka Ceesepe (Madrid, 1958-2018), vivió los años de esplendor del underground barcelonés de los 70, aunque su nombre siempre estará asociado a eso que conocemos como “movida madrileña”. “Vicios modernos” fue un fanzine que Ceesepe tenía con el fotógrafo Alberto García-Alix (los padres de la célula creativa Cascorro Factory) en el que empezaron a aparecer unas historietas de mismo nombre. La revista ‘Star’, en la que Ceesepe ya había publicado en 1974 con tan solo 16 años, incluyó en su número 39 (1978) algunas páginas de “Vicios modernos”, recopiladas un año después junto con “Bestias de lujo” (1979) en una edición a cargo de La Banda de Moebius. El trazo realista/modernista de Ceesepe se bifurcaba constantemente con inesperados apuntes surreales, iluminando una visión muy personal de la entonces tan recurrida trinidad, en el ámbito contracultural, de sexo, drogas y rock’n’roll. El volumen de 2019 de “Vicios modernos” de Fulgencio Pimentel-Archivo Lafuente, editado durante su retrospectiva en La Casa Encendida de Madrid, ofrece una amplia visión del trabajo de un artista que acabaría olvidando el tebeo y la ilustración para focalizarse en su faceta pictórica. Juan Cervera
Veintiséis años duraron las aventuras del “gatito feliz” creado en 1954 por Josep Sanchis Grau (Valencia, 1932-2011), uno de los mejores artistas de la historia del cómic popular producido en nuestro país. Influido por Walt Disney y el pulp, Sanchis imaginó un universo de animales antropomorfos cuya cotidianidad está marcada por la fantasía más desbordante y un ánimo didáctico que jamás se impone al vuelo de la imaginación. En “El caserón encantado”, número 27 de los “libros ilustrados” sobre el personaje, Pumby corre un buen número de aventuras contra fantasmas y adversarios intrigantes; peripecias sostenidas sobre el dominio del gag, la fluidez narrativa y un considerable sentido del absurdo, por lo que aguantan muy bien la lectura incluso sobrepasada la infancia lectora. Cómic escapista de la mejor especie, y retrato alegórico apasionante sobre la mutación de los imaginarios de la España tradicional a los del desarrollismo económico. Elisa McCausland
“Hay una cosa en la que estábamos absolutamente todos de acuerdo: que Calonge era el mejor”. Son palabras de Onliyú, gurú y portavoz de la tribu barcelonesa, en su recuerdo de la quinta de ‘El Víbora’, donde el autor catalán, de los pocos en aquella casa con equipaje técnico, entregó sus mejores páginas e ilustraciones (muchas de ellas recopiladas en un álbum de la colección “Delirio gráfico” de La Cúpula en 1983).
De trazo erizado o laxo según el ánimo, jefazo de la hipérbole gráfica, de la anécdota inane y de la circunstancia aislada, capaz de lo memorable en dos páginas (mis dieses a su “Asesinato en la avenida de la moda”), Antoni Calonge (Caldes de Montbui,1956–Barcelona, 1988) fue, según definición precisa de su colega Miguel Gallardo –y ese sería también su hándicap–, un dibujante para dibujantes.
Se despidió a la francesa porque iba siempre escapado del pelotón y el tiempo dejó atrás su obra por breve, por inusual en los formatos, por misteriosa y por desparramada, aunque afectó a toda su generación y algunas de sus soluciones todavía arrobarían al más moderno de nuestros autores modernos. Rubén Lardín
Ilustrador torrencial con centenares de páginas en su haber, dibujante proteico millonario en registros y figura tutelar de la gran escuela de ninotaires catalanes del primer tercio del siglo XX, Apel·les Mestres (Barcelona, 1854–1936) puede atribuirse también, sobre todo con este “Cuentos vivos”, el papel de gozne entre la protohistorieta y la historieta propiamente dicha al sur de los Pirineos.
Pues si bien estos tres relatos recopilados en un solo volumen por primera vez en 1882 todavía muestran una secuencialidad narrativa laxa, también asoman en ellos algunos de los recursos que iban a permitir asentarla y que, ya desde el mismo título, prefiguran una forma nueva de contar. No extraña así que, en ocasión del lanzamiento por parte de Glénat en 2007 de una reedición facsímil que reproducía la de Miralles de 1898, su director Joan Navarro dijera que este era el álbum más importante que había publicado nunca su sello. Alex D’Averc
Moderna de Pueblo es Raquel Córcoles (Reus, 1986), representante de una hornada de cómic español de este milenio que, en su camino al éxito, no ha necesitado ni el permiso ni el beneplácito de las estructuras tradicionales del cómic para convertirse en un fenómeno de ventas y marcar pautas y tendencias de cómo hacer historieta para el gran público en el siglo XXI. Respaldada por la viralidad en redes, Moderna de Pueblo trabajó certeramente un humor cotidiano con herramientas gráficas de ahora que ha ido perfeccionando en su salto al mundo editorial. “Los capullos no regalan flores” conjuga la iconografía del gag de prensa con la inmediatez del meme para crear un estilo efectivo y cercano que no solo es valiosa crónica de una época, sino también ejemplo de que otros caminos son posibles. Alex Serrano
“El vecino” es una metaficción superheroica que no se entiende sin las primeras lecturas que sus creadores hicieron de Spiderman, Daredevil o Superman, pero tampoco sin un contexto social y cultural donde estaban presentes las lecturas de “Don Quijote” y “El lazarillo de Tormes” en la EGB, junto a una idiosincrasia y relación de barrio muy distinta a la actual. Santiago García (Madrid, 1968) y Pepo Pérez (Málaga, 1969) exploran así los significados sociales e ideológicos de los clichés del género de superhéroes, lo cotidiano como elemento vital, el costumbrismo como retrato de un país, la comedia amarga de situación con ecos televisivos (“Seinfeld” especialmente) a través de un trabajo exigente tanto en el plano narrativo como en el gráfico que ha ido evolucionando con los años. Una lectura que emana emoción, profundidad, tristeza y humor a través de una historia que asume la tradición para romperla y reescribirla. Miguel Ángel Oeste
José María González Castrillo (Donosti, 1927–Madrid, 2003) fue para nosotros Chumy Chúmez, humorista visceral e ingenioso, clave en el tardofranquismo y la transición e impulsor de ‘Hermano Lobo’, recordada cabecera de humor político. Allí comandó a un grupo excelente de dibujantes –Manuel Summers, Gila, Forges, OPS o Ramón–, pero él fue, quizá, el que más brilló. Sus viñetas, ricas en subtextos en una época en la que aún no se podía ser explícito, de trazo vivo y expresionista, conformaron un mundo áspero y fueron críticas con el poder pero escépticas con sus alternativas. Negras como las pinturas ídem de Goya y con espinas de difícil encaje en la sensibilidad actual, entroncan con la rica tradición española de la sátira cruel y nos recuerdan, cuarenta años después, que no ha cambiado España tanto como nos gustaría. Gerardo Vilches
No es fácil representar bien la fantasía adolescente, un tema muy menospreciado en la cultura. Quizá se deba a que la mayoría de intentos lo hacen desde una perspectiva higienizada, aséptica, de estudio de marketing, que deja fuera toda oscuridad. Hay en esa primera juventud una energía rabiosa, una tensión interna, un pánico ante la obligación de definirse, un vértigo, en fin, frente al tabú, que necesitan un pulso firme para ser abordados. Maria Llovet (Barcelona, 1982) lo tiene. Es una maestra en pisar ese jardín y dibuja a sus jóvenes sin algodones ni excusas, como si Guido Crepax hubiera sido japonés. “Insecto”, más allá de su polémica temática incestuosa, es puro malestar ante el umbral de la vida adulta. Algo punk, algo gótico. Y qué forma de ponerlo en página: cuando se dice de un tebeo que es cinematográfico, es por encuadres como estos. Víctor Navarro-Remesal
Premio Nacional del Cómic 2016, la adaptación del clásico de John Milton fue concebida por Pablo Auladell (Alicante, 1972) como una interpretación propia e intransferible, ajena a un resumen al uso. De ahí que se centrase en cuatro cantos para desarrollar una visión del poemario que aquí es cómic e ilustración profunda, con toda la grandeza que el dibujo contiene cuando el artista es culto y posee estilo propio; y con la elocuencia justa de un guion donde Auladell apunta hacia las ideas clave de la obra madre, publicada en 1667. La delicadeza del grafito y la sobriedad en el color revisten de rara contundencia un argumento conocido que nos conmueve, por todo lo que de humano tiene: la lucha contra la tiranía que afectará al poeta protestante jamás pierde actualidad. Tampoco durante el siglo en curso. Isabel Guerrero
El donostiarra Manfred Sommer (1933-2007) creó su reportero gráfico Frank Cappa inspirándose en el cineasta Frank Capra y el fotógrafo Robert Capa. Serializado en la revista ‘Cimoc’, tuvo una espléndida reedición en un integral editado por EDT (Glénat). Alejandro Jodorowsky habla en el prólogo de su conciencia. Y es que lo mejor del personaje –además de un dibujo influenciado por los maestros Milton Caniff o Frank Robbins y que está a la altura de tótems como Hugo Pratt y Attilio Micheluzzi– es la compleja personalidad de alguien que es como un vagabundo errante, escéptico y poético a la vez, que bebe de Hemingway y London y que, siendo incapaz de cambiar lo injusto, es empático con el sufrimiento. “Nada de lo que es humano me es ajeno”, le dice, citando un proverbio latino, a un desertor antes de ser fusilado. Ramon Súrio
Quien conecta con Pedro Vera (San Pedro del Pinatar, 1967) sabe que cada vez que agarre un tomo recopilatorio de “Ortega y Pacheco” o “Ranciofacts” (2012- ) se verá expuesto a ataques incontrolables de risa visceral cada dos por tres. Porque su fuerza viene de la víscera: un humor, más que guarro, pringoso, con un trazo tremendista deudor de Makoki y unos diálogos que abren la españolidad en canal. La realidad de este país es cutre, y esta apoteosis del humor de sal gruesa –con tonelada de cipotes pendulantes, franquismo pop y grasa capilar utilizada como aceite de Bollycao– trasciende la parodia para caer en el surrealismo ibérico. Las reediciones recopilatorias de ¡Caramba! a partir de 2017 llegaron en un momento providencial: en un inicio, estos Zipi y Zape trash tuvieron su andadura en ‘El Jueves’, del 1998 al 2012, punto de apogeo de la telebasura. Hoy, la burricie digital y la involución democrática los hace más vigentes que en su contexto original. ¿Ortega y Gasset? ¡Ortega y Pacheco! Ricard Martín
A la pulcritud con la que Cesc (Francesc Vila i Rufas; Barcelona, 1927–2006) dibujó al pueblo llano desde la posguerra hasta el desarrollismo, le distinguía la pátina y la rebaba. Un poco como al neorrealismo de Vittorio De Sica. Un niño dickensiano de línea clara rodeado de agorafóbicas retículas de edificios podría alegorizar la obra de este ninotaire que, como él decía, prefería despertar con sus garabatos una reflexiva encogida de hombros antes que una carcajada. Humilde maestro de la generación posterior, Cesc sabía ser actual –al tanto de los satíricos franceses y la escuela de ‘The New Yorker’ del momento– sin dejar de lado la tradición del noucentisme catalán. Dedicado en sus últimos años al grabado y la pintura, es quizá el gran clásico que enlazaría la Barcelona de los Casas y Opisso con la generación de El Perich. Sus viñetas casi definen lo que es un epigrama y, aunque suele estar todo Cesc en cualquier dibujo de Cesc, valga “Gargots”, publicados originalmente en ‘Serra d’Or’, como síntesis muda de una obra que combinó precisión satírica y crítica social con un cariño inmenso a la gente común. Abel González
Como un espejismo, como las ondulaciones ardientes que se levantan del asfalto o como una figura difusa tras el vaho de un espejo: así es “Cenit”. Es real y no es. Existe, y no. Y cuando dejas de mirarlo, te deja con una peculiar incertidumbre, una cierta desazón. Las virtudes del salto a la “narración” –insertar aquí tantas comillas como se desee– de María Medem (Sevilla, 1994) tienen espinas, porque no son complacientes: al desdibujar la frontera de la duermevela, la sevillana se bate en duelo con Lynch y una mancha de Rorschach a ver quién gana en lo de ahondar en la psique con un twist. Sus viñetas se compartimentan sin respeto a los maniáticos del orden: se puede jugar a detectar cuál es solo un poquito más ancha o a adivinar si la página siguiente estará fragmentada en nueve. O en nada. La conversación entre ¿dos? ¿amigos? pinta un mundo donde el tiempo es solo una bola en el cielo, y la realidad, un diorama de cromatismo imposible –para más referencias, ver la reciente y pintoncísima portada para la edición de “Matadero Cinco” de Kurt Vonnegut en Blackie Books–. Los horizontes de “Cenit”, tanto los físicos como los mentales, son dunas. Marta Pallarès
En la gris posguerra española solo las portadas de los tebeos estaban a todo color. En esa época de esplendor (sin consuelo), “Roberto Alcázar y Pedrín” protagonizaron el cuaderno de aventuras más popular (llegó a tirar cien mil ejemplares semanales) y longevo (treinta y cinco años, de 1941 a 1976); pero también el más despreciado por su injusta fama de propaganda franquista. El dibujante Eduardo Vañó (Bocairent, 1911–Valencia, 1993) siempre negó ese aspecto y José Jordán Jóver, militar republicano, escribió algunos guiones en prisión. En realidad se trata de un tosco y gozoso folletín plagado de émulos de Fu-Manchú, mad doctors, tribus exóticas, caserones con fantasma o monstruos de serie B que tenía como protagonista a un violento adolescente (Pedrín) y donde todo (argumento, dibujo, diálogos) giraba en torno a la glorificación del puñetazo y el reparto de sopapos. Daniel Ausente
Lucy está saltando a la cuerda, lleva más de cuarenta saltos seguidos y parece orgullosísima. En un momento para y le pregunta a Carlitos qué le parece. “Está muy bien”, le responde, “¿Pero es arte?”. En “El arte. Conversaciones imaginarias con mi madre”, Juanjo Sáez (Barcelona, 1972) podría ser a la vez Lucy saltando a la cuerda, el bueno de Carlitos haciéndose preguntas, Charles Schulz sintetizando las grandes preguntas en cuatro viñetas y el lector respondiendolas con los ojos haciendo chiribitas.
El punto de partida es una conversación con su madre en la que intenta transmitirle su pasión por el arte de Calder, Miró, Beuys o la Patrulla X usando como hilo conductor su propia vida y diluyendo la frontera entre ambos. En ese tránsito consiguió firmar algunas de sus páginas más emocionantes y universales y apuntar algunos de los temas que exploraría más tarde en “Yo” (2010) y “Para los míos” (2021). Hay un momento en que su madre le dice “Yo pensaba que algo claro y sencillo no podía ser ARTE”. Sí puede. Quique Ramos
Si algo caracteriza a Laura Pérez Vernetti (Barcelona, 1958) es su marcado interés por la exploración temática y formal; por enfrentarse al reto de abordar cada nuevo trabajo desde el diálogo con sus fuentes, sean estas literarias, artísticas, propias o debidas a compañeros, siempre con el objetivo de explorar las posibilidades del medio para plasmar su particular visión desde el experimento creativo. “Las habitaciones desmanteladas”, recopilatorio de veintiuna historias guionizadas por otros editado en 1999 por la extinta Edicions de Ponent, da cuenta de dos décadas de versatilidad, reuniendo en un solo volumen parte de su producción erótica en formato breve. Se trata de un álbum que no solo evidencia el gusto de la autora por el estudio de las formas y la adecuación de las mismas a cada guionista (Cava, Lo Duca…); también nos ofrece algunas de las coordenadas esenciales que definirán su trayectoria durante este siglo XXI y que tiene su punto de inflexión en la poesía visual en viñetas que ejemplifica “Poémic” (2015). Elisa McCausland
Una novela inacabada, el síndrome de la hoja en blanco y un viaje de tintes catárticos al corazón de la noche. En esas premisas se basa “¡Cuidado, que te asesinas!”, la obra en la que Lorenzo Montatore (Madrid, 1983) da rienda suelta a su particular imaginario. El madrileño echa mano de su inconfundible estilo cartoon, con el que alcanza la esencia más pura de la representación dibujada, de unos colores frenéticos, lisérgicos, y de la poderosa influencia de la literatura clásica, el teatro y la cultura popular desde Valle-Inclán a los videojuegos de 8 bits. Con una escogida banda sonora de fondo, Centramina, la protagonista, vuelve a sus orígenes de excesos juveniles, amistades de barrio y dudas existenciales para buscar la respuesta de algo mucho más importante que el final de su novela. Elena Masarah
Max (Francesc Capdevila; Barcelona, 1956) es uno de los historietistas que mejor sabe provocar en los lectores una extrañeza constante, sensitiva, que desorienta para terminar encontrando la naturaleza profunda de las fragilidades y errores humanos. En “Vapor” apela y cuestiona la velocidad de las cosas desde un personaje, Nicodemo/Nick, que se retira a una isla a encontrar sentido a su existencia. Por medio del humor, la filosofía, los sueños e ilusiones, los ecos pop, las asimilaciones literarias, los deseos de la carne, y, sobre todo, desde una desnudez y minimalismo visual depurado desde influencias que van de las tiras de prensa “The Wiggle Much” de Herbert E. Crowley hasta el “Krazy Kat” de George Herriman, Max retrata las miserias del ser humano. Distracciones mundanas, distracciones espirituales. Miguel Ángel Oeste
Mauro Entrialgo (Vitoria, 1965) fue la firma más exportable fuera del underground de la goliarda redacción del ‘TMEO’ de los Álvarez Rabo, Ata y Vergara... Y sería en parte gracias a su don de parir personajes perdurables como “Herminio Bolaextra”. El politoxicómano reportero de tres huevos bebedor de Ricard que todavía vacila desde las páginas del ‘TMEO’ trascendió y llego a debutar incluso en teatros. Junto a su viciosete elenco de colegas, Herminio completa un fresco que explicó al segmento de una generación –resumámosla en la Malasaña que iba desde antes del indie 90's en adelante– con un humor muy productivo (por ratio de chistes), que podía parecer únicamente cómplice con sus semejantes, pero que era muy extrapolable al costumbrismo general, facción tirando a noctámbula y punkrockera.
La mente de Mauro taxonomiza primero (como Ángel Sefija). Su observación grotesca le lleva a una verdad más lógica y categorizable. Y desde ahí operan sus personajes. Su dibujo esquemático y casi señalético decora más de un club de España, tuvo pregnancia, aunque es en sus diálogos donde guarda la pirueta que desemboca en la broma memorable. Abel González
Sonia Pulido (Barcelona, 1973), Premio Nacional de Ilustración 2020, se alió hace once años con el veterano Pere Joan (Palma, 1956) en un cómic con ingredientes suficientes para pasar la tarde vespertina ideal, como si de un cuento estival de Rohmer se tratara. De línea clarísima, “Duelo de caracoles” posee el encanto de las historias que pasan en un día, en este caso al calor del almuerzo entre amigos cuya interactuación no se muestra linealmente. Con un planteamiento gráfico que nos retrotrae, a ratos, a la publicidad de mediados del siglo XX, la historia sigue una estela surreal en los metarrelatos y digresiones que van brotando. Siempre atribulados se muestra a los protagonistas de una narración que insiste en las repeticiones, donde la greguería y el espíritu de Ramón Gómez de la Serna campan por doquier. Isabel Guerrero
“Don Pío” es un pobre hombre de clase media venida a menos en la posguerra, casado con una mujer que le anima a intentar trepar y que le zurra cada vez que fracasa. Y fracasa siempre porque a finales de los años 40 no había manera de medrar trabajando. Esa imposibilidad llevaba a Don Pío y Doña Benita a perder los papeles por aparentar, y otra vez a acabar a golpes. Una suerte de matrimoniadas bastante bestias que no aguantarían una lectura a nivel de género en 2021, pero que sin embargo explican tan bien las miserias de su época que a mitades de los 50, los censores del régimen se vieron obligados a actuar y prohibir el humor crítico contra las figuras de respeto en las publicaciones infantiles. Eso suavizó la violencia en la casa de Don Pío, pero no impidió a Peñarroya (José Peñarroya; Castellón, 1910–Barcelona, 1975) seguir haciendo historietas sobre las vilezas de un jefe aparentemente despreocupado –las burlas, los regalos envenenados... en una historieta llega a obligar a Don Pío a dejarle sus pantalones e irse a casa en calzoncillos–, vecinos ostentosos y vendedores desesperados por sacarse cuatro perras. Quique Ramos
Distinto y coincidente a la vez con “Los profesionales” (1982-2004) de Carlos Giménez, “El invierno del dibujante” retrata el día a día de algunos de los autores de la editorial Bruguera entre 1957 y 1959, alternando tiempos diferentes mediante vivencias colectivas e independientes. Con una obra ya abundante, popularizada con “Arrugas” (2007), Paco Roca (Valencia, 1969) dio un considerable salto cualitativo, en precisión narrativa y síntesis gráfica, al rendir este tributo a los intentos de independencia de algunos de aquellos artistas: Cifré, Peñarroya, Conti, Escobar y Giner crearon su propia marca para editar la revista ‘Tío Vivo’, uno de los episodios centrales en la rememoración efectuada por Roca, quien bucea en los entresijos de Bruguera a la vez que captura la Barcelona de aquellos años de permanente desasosiego. Quim Casas
Si la línea clara y su apuesta decididamente adulta fechan una época (los 80, mayoría de edad del tebeo español) y un lugar (el de la revista ‘Cairo’), el guion de Jorge Zentner (Entre Ríos, Argentina, 1953) y el dibujo de Rubén Pellejero (Badalona, 1952), que hoy presta sus lápices al marino de Hugo Pratt, se revela depositario de una tradición: la historieta de aventuras que conjuga en el poder evocador de sus imágenes toda la literatura que ya no será necesaria articular. Celebrando los tropos del género con una concreción extraordinaria, Dieter, antihéroe lacónico rayano al noir, se topará una y otra vez de bruces con la aventura, que le llevará de jugar a la ruleta rusa en una isla griega a retozar en las aguas del mar Caribe, de pasear bajo el Empire State Building a compartir viñeta con el mismísimo Carlos Gardel. En su doble condición de aventura exótica de carácter popular y festejo para iniciados, “Dieter Lumpen” (que Astiberri editó integralmente en 2014) se interroga sobre un género que solo encuentra respuesta en la propia pregunta. Pura maravilla. Alberto Lechuga
El gran público recuerda a Miguel Gila (Madrid, 1919–Barcelona, 2001) por sus monólogos y apariciones televisivas. Pocos conocen su brillante trayectoria como humorista gráfico, que comparte intenciones y universo con el resto de su obra. Las viñetas publicadas en ‘Hermano Lobo’, una de las mejores revistas de humor de la transición, juguetean con el absurdo en su recurrencia a los campesinos cultivados, los suicidas incomprendidos y las familias grotescas. Son viñetas tiernas en su humor negro, que bajo su disparate esconden una crítica a las raíces del sistema que es el colmo del sinsentido. Los cuadros de Gila hablan de una España sin empatía, inculta y sin esperanza, pero lo hacen con una risotada salvaje, de las que siempre han incomodado al poder. Son un raro tesoro, único en la riquísima tradición del humor español. Gerardo Vilches
El fotógrafo Carlos Spottorno (Budapest, 1971) y el reportero Guillermo Abril (Madrid, 1981) firman en “La grieta” la historia de un largo reportaje de investigación que, desde Melilla a Finlandia, Rusia o los Balcanes, narra con rigor el drama humanitario que se vive en los puntos más calientes del viejo continente, allí donde se resquebraja nuestra idea de Europa. Los autores nos interpelan con un crudo relato en el que destaca el particular uso de la fotografía como viñeta –una selección de los miles de capturas realizadas en sus viajes– en ausencia del dibujo. Junto a las herramientas narrativas que proporciona el lenguaje historietístico, se configura una obra impactante en el fondo y única en la forma. “La grieta” expandió los límites del cómic periodístico como muy pocos otros títulos han conseguido en este país. Elena Masarah
El éxodo de autores de ‘El Jueves’ a raíz de la autocensura de RBA casi acabó con la revista, pero tuvo al menos un efecto positivo: despejar la pista para una nueva generación de autoras. La mejor de todas es Irene Márquez (Valdepeñas, 1990), cuya irrupción demuestra que hoy en día sí es posible hacer humor políticamente incorrecto, salvaje e incómodo. Porque lo de esta autora no es humor negro sino negrísimo; un espejo distorsionado que chapotea en la tradición propia del ‘TMEO’ y Paco Alcázar pero mira de reojo a estilistas del mal gusto como Ivan Brunetti o Kaz. “Esto no está bien” es su “Building Stories”: un cofre que recopila material inédito y sus trabajos en ‘El Jueves’ donde destaca esa burrada maravillosa que es “Te has pasado”: tiras de tres viñetas que suben al once el volumen de lo macabro, tuercen el culo y revientan el risómetro. Xavi Serra
Hay una diferencia entre el peatón peninsular que se formó en los tebeos de Bruguera y aquel otro que no llegó a hacerlo. El primero sabe quién es, de qué está hecho (de miseria y contento) y qué le espera a la vuelta de la esquina (un tío con un garrote). El segundo está condenado a intuirse, apenas se encuentra, trata de recordarse. Pero “Topolino” fue otra cosa: la zona franca de Bruguera y territorio no tanto imaginario como de la fantasía. Alfons Figueras (Vilanova i la Geltrú, 1922–Barcelona, 2009), a quien el maestro Jesús Cuadrado se refería como “pacifista, mágico, anarquizante, creador de incontables, de inmensos mundos sin continuidad, sin respuesta”, fue en aquella casa de ilusos un perro verde que decantó sus simpatías en un dibujo empapado de oficio y en perpetuo tránsito del realismo a la farsa. Papeles donde resuenan los clásicos norteamericanos pero también Fred, Franquin y hasta Forest. Topolino es pantomima y metalenguaje tocado de folletín, jerigonza a lo Herriman, terror años 30, ciencia ficción y una búsqueda constante de lo que Chuck Jones, hablando de dibujos animados, llamaba el átomo de oro, ese fotograma exacto que contiene el gesto y marcará la diferencia. El duende, como si dijéramos. Rubén Lardín
Alfonso Zapico (Blimea, 1981) dejó la Europa de Joyce para volver a casa y dibujar la que califica ya como la obra de su vida, “La balada del norte”. En espera de la llegada de su cuarto y último tomo, serán ya casi mil las páginas que conformen la tetralogía en torno a la Revolución Asturiana del 34. Relato con alma de gran novela rusa y cuerpo de bande dessinée dibujado con la tinta corrida de un diario obrero recién impreso, Zapico encuentra el equilibrio a la monumentalidad de su empresa en su talento para dotar de expresividad y dinamismo a la dialéctica argumentativa de un período altamente complejo con el que trata siempre de ser “justo”, algo que nada tiene que ver con la “equidistancia”. Con su mina de trazo grueso, Zapico dota de cuerpo a los personajes de una obra colosal de delicadeza fordiana dibujada en un gris hollín que se tizna negro absoluto cada vez que se hunde en el abismo de las minas. Historia en y del cómic español. Alberto Lechuga
Durante los 50, esa década bisagra entre los años del hambre y los del desarrollismo, Vázquez (Manuel Vázquez; Madrid, 1930–1995) dio vida en ‘Pulgarcito’ a dos personajes femeninos que se convirtieron pronto en un gran éxito. Hermenegilda y Leovigilda, “Las hermanas Gilda”, son dos solteronas que conviven y mantienen una tensa relación fraternal basada en el choque de sus personalidades opuestas: Herme, bajita y rechoncha, es una ingenua y soñadora mujer que busca novio por encima de todo, mientras que Leo, alta y delgada, representa la frustración y el despotismo. A pesar del control legal instaurado a mediados de los 50 y la ausencia de Vázquez en la serie a partir de los 60, el humor ácrata del madrileño consiguió que esta serie tan popular e icónica subvirtiera las convenciones sociales sobre la familia y el matrimonio de la muy católica España de Franco. Elena Masarah
Un extraño mundo sin adultos, en el que todo ser que consume una experiencia sexual es arrasado, convierte cualquier indicio físico de la pubertad en la muerte literal. La supervivencia infantil de “El último recreo”, con tono más “El señor de las moscas” que “Peter Pan”, es una mezcla, casi una alquimia, entre la desesperanza y aquello que nos hace humanos. El siempre inventivo Carlos Trillo (Buenos Aires, 1963–Londres, 2011) y Horacio Altuna (Córdoba Capital, 1941), ambos escapados de la Argentina de la dictadura e instalados en España de la transición de principios de los 80, contaron como nadie esta historia en la que cada tristeza, cada pulsión y cada rincón vacío (extraordinariamente) dibujado tiene entidad. Aquí, la infancia, su crueldad y su tiranía, no es un reflejo de la adultez torpe (ausente en el relato), sino la manifestación de un miedo latente. Porque, al final, “El último recreo” es una historia de terror: ¿qué pasa cuando desaparece el amor? Juan Manuel Domínguez
Felipe Almendros (Badalona, 1976) es un autor comprometido inquebrantablemente con su obra, que desde “Save Our Souls” (2009) ha construido una voz subterránea y contracorriente. En “VIP” entrega su cómic más redondo: un relato en capas metaficcionales, en las que el autor se transmuta en un émulo de Bowie para encontrar su identidad, mientras lidia con un inesperado fan que lo localiza siguiendo las huellas de otro de sus libros, “RIP” (2011). “VIP” es el cómic mudo más elocuente: incluye viajes cósmicos en 3D, un CD con canciones y un compromiso artístico claro por parte de un autor capaz de trazar perfectos retratos realistas pero que, en sus cómics, se acercan al art brut. Como reza un rótulo de la obra: “Para hacerlo peor necesitas esforzarte más”. Gerardo Vilches
Rubio junto a moreno, remedos patrios de los Katzenjammer Kids de Rudolph Dirks rebautizados con el zipizape del diccionario, los gemelos Zapatilla exploran el mundo con inocencia sembrando barullo, tumulto, vorágine y baraúnda. Cada trastada de los Z culmina en un castigo fulminante de su padre, que tiene, con rótulo y todo, una sala de tormentos y allí los amordaza sobre bombas de mecha, o los ata a la vía del tren o los coloca bajo una guillotina. Josep Escobar (Barcelona, 1908-1994) fue un represaliado de la Guerra Civil que hizo de todo: desde cursos de caricatura hasta celuloide animado; incluso inventó sus propios aparatos cinematográficos, cine Skob y cine Stuk. Si lectores recientes no entienden la fama nacional de “Zipi y Zape” es porque se han racaneado las mordientes páginas de sus inicios, antes de que el gobierno suavizara por decreto los contenidos impresos. Y Escobar sufrió, de nuevo, ajustes en nombre de la ley. Raúl Minchinela
La conversación pública en el ágora digital es tan excesiva, gritona, faltona y estridente –sea cual sea el tema que se trate–, existe tal sobreinformación acerca de todo que, a veces, echar la vista a una viñeta, relaja. El menos es más se convierte, en este contexto informativamente desquiciado, en una acuciante necesidad. Flavita Banana (Flavia Álvarez; Oviedo, 1987) se mira en el espejo de artistas grandes como Quino o Claire Bretecher –su ascendencia francesa se nota aquí– para explicarnos el mundo excesivo, solipsista y contradictorio en el que vivimos, con no pocas concesiones a una comicidad absurda e irónica, plasmada en unas viñetas únicas. Si te las perdiste en la red, la segunda vida de los volúmenes editados por ¡Caramba! es una excelente nueva oportunidad para conocer su obra. Engancha. Isabel Guerrero
“El héroe”, novela gráfica en dos partes, supone un punto de fuga en la carrera de David Rubín (Ourense, 1977) y el análisis más profundo del cómic español sobre la figura del héroe (súper, mitológico o de cualquier tipo), haciendo lo que pocas veces había sucedido en la historia del cómic: tomar el molde (del que abrevaron no pocos personajes patrios, de El Cachorro a Hombre) y diseccionarlo partiendo del modelo primigenio, el de Heracles y sus doce pruebas míticas.
El resultado es una obra arrolladora tanto en evolución (el crecimiento del primer al segundo libro) como en influencias perfectamente asimiladas (Frank Miller, Akira Toriyama y su Son Gokū, Javier Olivares…) y en personalidad única. ¿Podemos llamarlo rubinianismo? Sí, es una mezcla única de vigor dinámico y ensimismamiento reflexivo. Octavio Beares
Ya fuera el centro degradado o la periferia abandonada, el barrio ha sido un escenario clave del cómic español donde se rompen tabús (Nazario), se corroe la inocencia (Pons) y se fragua la identidad (Jaime Martín). Pero nadie ha expresado mejor que Gabi Beltrán (Palma, 1966) y Bartomeu Seguí (Palma, 1962) lo que el barrio significa para aquellos que lo sienten como unas pesadas cadenas. En “Historias del barrio”, Beltrán se arranca recuerdos dolorosos de su adolescencia en el barrio chino de Palma para que Seguí dibuje con emoción el mapa de una derrota en todos los frentes que importan a los 15 años. En estos relatos hay crudeza, ternura y una sinceridad descarnada –sostenida en el segundo volumen, “Caminos” (2015)– que va tejiendo el retrato de un pequeño mundo de miseria, drogas, delincuencia y fracaso. Solo queda huir, pero el barrio te perseguirá siempre. Xavi Serra
Con este personaje ocurre como con George Constanza: todo el mundo conoce uno, o se siente inconfesablemente identificado con él. Quizá por este motivo la ficción de Paco Alcázar (Cádiz, 1970) es tan divertida y adictiva. Habitante habitual de ‘El Jueves’ entre 2005 y 2014, fue carne de libro de Astiberri a partir de “Silvio José, Faraón” (2012), al que le siguieron otros tomos. A Silvio José se le detesta y se le lee con avidez: tal es la expectación que cada episodio, autoconclusivo y contado en apenas seis viñetas, supera al anterior. Eso sí, con una buena carga de texto, marca del autor. Dentro de un microcosmos de gente borde, rarita o directamente sociópata, donde no se escatima en humor negro, he aquí un tipo que vive para evitar el trabajo. Casi na. Isabel Guerrero
“Aventuras de un oficinista japonés” es un tebeo rarísimo: una especie de libro-juego que sale de mezclar “Dónde está Wally”, un videojuego isométrico y un plano secuencia. También parece, por seguir mezclando referencias intempestivas, unas variaciones alocadas de la “Odisea” (o quizá del “Ulises” de Joyce). Es vanguardia, sí, pero también es más que un truco deslumbrante. La forma elegida por José Domingo (Zaragoza, 1982) resulta natural para lo que propone: una geometría del orden llena a reventar de caos. Horror vacui a compás de metrónomo. Los aficionados al cómic solemos obsesionarnos con la composición de página. Bien, pues esas cuatro viñetas verticales, en layout simétrico e inmutable, que marcan la continuidad tanto como se la saltan (pienso, por ejemplo, en el humo de una viñeta que invade otra), nunca dejan de asombrar y de hacer que a cada relectura parezca un juego nuevo. Víctor Navarro-Remesal
La editorial Bruguera fabricaba tebeos en serie con Manuel Vázquez como modelo a imitar. Pero este mérito del dibujante sucumbe arrollado por su mejor creación: él mismo. En la película “El gran Vázquez” (Óscar Aibar, 2010) resulta imposible separar la persona del álter ego porque ambos se nutren de un sinfín de anécdotas, leyendas urbanas y rincones oscuros. Ibáñez (su mejor discípulo) lo convirtió en el habitante de la buhardilla de “13 Rue del Percebe”, contribuyendo así en la forja del personaje pícaro y mezquino que en 1968 adquirió carácter definitivo con “Los cuentos del tío Vázquez”. Ejemplo prematuro de historieta de autoficción, la premisa era siempre la misma: librarse del asedio del cobrador de deudas con artimañas y excusas inverosímiles. A veces lo conseguía, y eso hacía aún más insólito que, en plena explosión del crédito al consumo, la censura diera visto bueno a tan gamberro y subversivo misil antisistema. Daniel Ausente
Desde su primer trabajo, “Dinero”, Miguel Brieva (Sevilla, 1974) conoce la terrible verdad. Y el muy hereje de Bertolt Brecht, encima, se ríe. Su sonrisa es, eso sí, como las que a menudo él mismo dibuja en su personajes: mefistofélicamente humana, tan demolida como demoledora. Pocos han expuesto como Brieva y sus Industrias Clismón, su factoría creativa y refugio, nuestra idiocracia, estupidez e inercia como sociedad. Desde sus cinco números y a partir de viñetas de una página principalmente, “Dinero” usaba con una ferocidad quirúrgica su dibujo realista. Cada imitación de viejas configuraciones del merchandising, la propaganda o la publicidad exhibe elegantemente esa calamidad en boga, tanto ayer como hoy, llamada mediocridad (sabor clase media). “Dinero” siempre expuso, expone y expondrá, tan solo en segundos, nuestra hijaputez y su condescendiente, con perdón de la palabra, civilización. Juan Manuel Domínguez
En 1970, la Delegación Nacional de la Juventud impulsó la revista ‘Trinca’ tomando como modelo a la francesa ‘Pilote’. El experimento (breve, cerró en 1973) dio mucha libertad creativa a sus autores, algo sorprendente teniendo detrás el respaldo del régimen franquista. Buen ejemplo es esta serie de Miguel Calatayud (Aspe, 1942), protagonizada por una mezcla de James Bond y Roberto Alcázar y envuelta en un poderoso estallido visual (a todo color) alimentado por los cómics de pop-art de Guy Peellaert y la psicodelia naíf del animador George Dunning, director de “Yellow Submarine” (1968). Los lectores, que nunca habían visto nada igual a “Peter Petrake”, tardaron en asimilar la propuesta, pero pronto devino historieta de culto y anuncio prematuro de las modernas viñetas que estaban por venir. Daniel Ausente
Todas las grandes fantasías heroicas (rollo Tolkien, ya sabes) serán fruto de una imaginación desbordante, vale, pero suelen carecer de sentido del humor. “Las aventuras del Capitán Torrezno” no. Esta saga épica a escala infinitesimal nunca ha perdido ni el pellizco cómico ni la vibración fanzinera de sus orígenes (el Capitán empezó en 1993 como borrachín en las páginas de ‘Jarabe’). En sus, de momento, diez volúmenes pervive un espíritu bizarro y una extravagancia satírica que se diría inmune a la evolución y expansión de esta epopeya en el Micromundo. Su dibujo cartilaginoso se refinará, su temática se volverá más realista o su tono más serio y galardonable (“Plaza elíptica” fue Premio Nacional del Cómic en 2011), pero Santiago Valenzuela (San Sebastián, 1971) siempre será un verso libre complicado de rimar: aciertan los que citan a Jonathan Swift o el “Philémon” de Fred; pero tampoco se equivocan quienes piensan en un Goméz de la Serna ilustrado por Terry Gilliam o en Thomas Pynchon por Roland Topor. Joan Pons
Vamos a ver. ¿Quién encontró su vocación en un tebeo? Quizá te apuntaste a periodismo por “El repórter Tribulete”, o fantaseaste con estar al otro lado de la viñeta gracias a “El invierno del dibujante”. O, simplemente, te consolaste pensando que peor estaban Chicha, Tato y Clodoveo (de profesión, sin empleo). Lo que es seguro es que todas pensamos que molaría ser ingeniera descifrando “Los grandes inventos de TBO”.
Para invento, la figura del profesor Franz de Copenhague. Hijo de muchos padres (Nit, Opisso, Benejam, Serra, Tínez, Tur, Blanco...) y predilecto de Sabatés, sus gafitas explicaron a miles de niños y niñas cómo la vida podía ser más fácil complicándola con cables, ruedas y mucha imaginación. El primer invento “oficial” fue un despertador amable. Luego se hicieron tortillas directas desde el corral o se reconoció que las mujeres, en casa, hacían mucho más que “sus labores”. Incluso vivimos para ver los más descabellados, como los melones… cuadrados. Más que una encuesta sobre quién entró a una politécnica para tener clase con el profesor Franz, habría que abrir un change.org para que fuera materia obligatoria. Marta Pallarès
El testamento visual, narrativo, poético y crítico de Micharmut (Juan Enrique Bosch Quevedo; Valencia, 1953-2016) recopila la producción febril de su blog personal de idéntico nombre, dotando a la acción dispersa (el posteo) de una coherencia intensa. Desde un estilo propio que es tanto línea clara como psicodelia fluctuante, sincretismo y horror vacui, Micharmut presenta haikus gráficos, chistes vitriólicos de expresividad mínimal, guiños a la historieta de prensa de la Edad de Oro norteamericana (a través de la austeridad de sus gags) y estampas enigmáticas.
Implícito en su narrativa misteriosa, el libro esconde un retrato del PERI urbanístico valenciano y una preocupación por un momento concreto, el de la crisis económica de los brotes verdes y su repercusión en el pathos general. Octavio Beares
Keko (José Antonio Godoy; Madrid, 1963) fue uno de los mejores talentos surgidos de las páginas de la revista ‘Madriz’, el tebeo vanguardista y adulto que el Ayuntamiento de Madrid impulsó entre 1984 y 1987. En la posterior trayectoria del autor, “4 botas” es el título que marca un antes y un después: recibió el premio a la mejor obra de 2002 en el Saló Internacional del Còmic de Barcelona; aunó, con acierto, su devoción por el pop retro estadounidense con un estilo de dibujo centrado en el blanco y negro, que aquí sumó un tercer color (el rojo); y abrió una etapa gráfica, en busca de la textura sucia de las fotocopias con exceso de tinta, que luego se hizo radical. Con “4 botas”, el cómic más sólido de Keko, supo mantener en equilibrio el experimento visual con la historia que cuenta, un thriller de serie negra construido sobre el interrogatorio a un sospechoso de asesinato. El uso de este recurso argumental, clásico del género, le permitió jugar con dos capas de lectura que avanzan en paralelo: el texto (la transcripción del interrogatorio) ofrece un relato de los hechos que las viñetas muestran desde el distorsionado punto de vista del protagonista, en una versión posmoderna del Quijote donde los molinos son gigantescas conspiranoias de novela pulp. Daniel Ausente
Hay un hilo que une la revista ‘Lib’ y el underground americano, y se llama Ramón Boldú (Lleida, 1951). Curtido en mil batallas editoriales y autor de la serie eróticofestiva “Los sexcéntricos” (1978-1983), en los 80 recala como director de arte en ‘El Víbora’ y de tanto maquetar a Spiegelman y compañía se deja de chistes de tetas y culos y empieza a explicar su vida en historietas autobiográficas donde siguen habiendo tetas y culos, sí, pero también un retrato honesto y tronchante del triple mortal que representó para su generación saltar de la represión sexual del franquismo al libertinaje del destape.
Con la distancia que otorgan los quince años que le separan de las historias y ya sin ningún pudor, Boldú se ríe de todo empezando por él mismo y esculpe su vida alegre a base de anécdotas y trompicones donde nunca se retrata como héroe ni víctima, sino como uno más que pasaba por allí con ganas de divertirse. No hay pretensión histórica como en “Paracuellos”, ni siquiera ambición estética en su dibujo apretujado de texto, pero a desparpajo no le gana nadie y su obra sigue siendo el mejor documento sociológico de la transición, sobre todo el díptico que primero apareció por separado, “Bohemio pero abstemio” en 1995 y “Memorias de un hombre de segunda mano” en 1999, y luego Astiberri juntó en un único volumen en 2009. Xavi Serra
El jueves de la plaga, en el año del desastre, revolucionó la carrera de Manel Fontdevila (Manresa, 1965). Ese ‘Jueves’ fue el censurado por la Audiencia Nacional por una portada dedicada a los Príncipes de Asturias. Ese año, 2007, fue un tsunami para el coautor de aquella imagen, Manel Fontdevila, pero a largo plazo será fundamental en su carrera, por esa válvula de escape emocional e irracional que fue “Súper Puta”. Un cómic que supuso un antes y un después en la carrera del autor de “La parejita S.A”. Su particular “Diario de un álbum” (o Dupuy y Berberian liberados de todo corsé comercial en 1994).
Abandonando a la escritura automática su dibujo, Fontdevila desata para su heroína un volcán expresionista. Crea un cómic-centrifugadora donde palabra y dibujo cabalgan desbocados, jinetes de una narración poética, improvisada, provocadora y libre. También crítica, porque Fontdevila deja caer un retrato punzante del poder y los poderosos, tema recurrente en su faceta como humorista de prensa y muy presente en esta novela gráfica adelantada a su tiempo. “Súper Puta” viene a ser el “Batman. The Dark Knight Strikes Again” de Frank Miller del cómic español. Estamos recogiendo sus frutos aún. Octavio Beares
Imposible separar los estudios de antropología de María Colino (Madrid, 1971) de su arte. Después de “Los misterios de Ashley House” (una inclasificable y extraordinaria serie de humor sobre el consumismo londinense desde el punto de vista de una estudiante punk española que fue serializada en ‘El Víbora’ a mitad de los 90), Colino hizo un giro radical de estilo y temática. Su adaptación de seis relatos del “Heptamerón” –obra erótica inacabada de Margarita de Navarra de 1598– marcó su paso del cómic underground a una personalidad autoral que, años después de desaparecer de la escena, sigue siendo una referencia inapelable en el cómic español de los 90. Los temas del “Heptamerón” son universales: la codicia y arribismo social, ejercidos por clérigos amorales y lascivos frente a mujeres que solo pueden defenderse del abuso sexual mediante su inteligencia... Colino también evoluciona del abigarrado estilo casi crumbiano a un expresionismo torturado y agresivo que roza el cubismo y, sin embargo, consigue transmitir sentido del humor. ¿Cuántos autores de cómic pueden cambiar de piel de un libro a otro? Colino pertenece a ese raro grupo de artistas que, más que evolucionar, renace en cada obra. Ricard Martín
El tebeo, como forma cultural, existe felizmente en la periferia. Tal vez por ello el “cómic de barrio” tenga tantos representantes estupendos. “Carne de cañón” es uno de los más recientes... y también de los mejores. De entrada, hace reír (no sonreír, no: troncharse en voz alta) en cada página. Es cafre, libre, con un sentido del gag visual y verbal finísimo, y armado con esa falsa sencillez que hace que mucha gente ignore la comedia. Pero, entre viñetas, aún se valora la risa, y más cuando se planta tan productivamente en el terreno arado por ‘El Víbora’ en el underground. No es esa la única intertextualidad: cada capítulo abre con orgullo con un guiño a instituciones como ‘Creepy’. La composición fija con dos viñetas cuadradas por página le da un ritmo ágil y una forma cercana a la ilustración, incluso a Instagram. Le honra a Aroha Travé (Terrassa, 1985) que le guste ser tan grotesca como tierna y que no mire a sus personajes con condescendencia ni romantización (dos vicios de lo marginal y lo social): la gente de “Carne de cañón” no es más auténtica ni menos valiosa; es, simplemente, gente. Caras y voces que reconoces del día a día o de eso que algunos, más impostados que Aroha Travé, llaman “la calle”. Víctor Navarro-Remesal
En 1941, Miguel Mihura decía que la recién nacida ‘La Codorniz’“no se apoyará en la actualidad ni en la realidad, será un periódico lleno de imaginación, de grandes mentiras sin malicia”. Para los estudiosos y los lectores en democracia de la revista, esa fue siempre la clave para poder disfrutar a sus autores y escapar de cierto remordimiento histórico.‘La Codorniz’ surgió en la posguerra como continuación de otra publicación de humor, ‘La ametralladora’ –dedicada al entretenimiento del bando nacional durante la guerra–, y fue dirigida por el mismo Mihura hasta 1944; tres años de humor gráfico escapista en los que sobresalían especialmente los dibujos del propio Mihura y los del dibujante, dramaturgo y novelista Tono (Jaén, 1896–Madrid, 1978), uno de los artistas más singulares de su generación.
Los dibujos de ambos podían confundirse a simple vista: personajes siempre de perfil, con grandes ojos y unas caras que parecían zapatos, compartiendo el gusto por el absurdo casi infantil, muchas veces un iceberg que escondía una crítica a la vida aislada de la realidad. A pesar de las similitudes, Tono llevaba sus dibujos algo más lejos que el resto, con unos fondos que podrían ser de Chirico para niños, unas figuras humanas más esquemáticas todavía y un pulso asombroso para los chistes que apenas lo parecen, creando una realidad propia en la que los calcetines del vecino sirven como guía para encontrar constelaciones, la fiebre se cura visitando un iglú y los teléfonos son el invento más estúpido del siglo. El dibujante más radical, con permiso de K-Hito, de la generación más influyente del humor español. Quique Ramos
Cómics sobre la España de posguerra hay muchos, pero ninguno como “Lamia” para retratar esa época tan negra, precisamente, al más puro estilo noir: venganza, ultraviolencia, corrupción moral y una femme fatale tan hipnótica como la hubiera dibujado Fritz Lang si “M, el vampiro de Düsseldorf” hubiera sido mujer. Pero quien la dibujó –¡y cómo!– fue Rayco Pulido (Telde, 1978), Premio Nacional del Cómic 2017 gracias a las virtudes gráficas que ya habíamos avistado en “Nela” (2013).
El canario se ciñe al blanco y negro más estricto para aquella Barcelona, claro, estricta y cuadriculada. Su trazo sin concesiones va a característica por personaje –una mandíbula dórica, una ceja enarcada, un ojo ladino, un diente ausente– para generar el juego expresionista de contrastes, sombras y encuadres.
Entre todos ellos sobresale Laia, cual ser mitológico que tras ser castigada con la muerte de sus hijos solo encuentra consuelo llevándose los de los demás. Porque en 1943 la mujer tenía que ser, como dios, una y trina: solícita ama de casa, madre abnegada y sufrida esposa. Sumisa ante el estado, la iglesia y el marido, así se las adoctrinaba desde los consultorios radiofónicos hasta que, ¡snap!, a una de sus redactoras anónimas se le rompió algo por dentro y decidió salir a romper por fuera. Cabezas, a ser posible. Lamia, perdón, Laia es el reflejo perturbado de su sociedad y nos obliga, tan compleja como humana, a confesar que la entendemos más de lo que querríamos admitir. Marta Pallarès
De Valencia a Barcelona para convertirse en uno de los motores que revolucionó (o puso en marcha) el fuego de la contracultura en la capital catalana. Javier Errando Mariscal (Valencia, 1950) hizo que sus Garriris aparecieran por primera vez en el fanzine ‘De Qvommic’, una de las publicaciones de “El Rrollo”: Fermín y Piker, dos ratones sin un duro pero con unas locas ganas de vivir la vida sin preocupaciones. Solo nerviosos trazos de tinta de una expresividad deslumbrante para narrar las andanzas de estos trotamundos amantes de la playa, el xampanyet, las turistas, los bares, los porros y las fiestas. Más tarde llegaría el color, una guionización más profesionalizada y Julián, el perro pescador que también fue pescado (literalmente) sin asombro de ningún tipo. Con el paso de los años, Julián acabaría convertido en Cobi, la mascota de los fastos de Barcelona’92.
Dos antologías –“Historias de Garriris” (Complot, 1987) en blanco y negro; y la más completa “Los Garriris” (Sinsentido, 2011), en blanco y negro y color– ofrecen la oportunidad de bucear en este pozo sin fondo de un mundo sin equivalente en la historieta española. “Mi versión psicodélica de las creaciones de Disney”, según palabras del autor. Juan Cervera
Quiso la mala suerte que lo nuevo del tándem formado por Santiago García (Madrid, 1968) y Javier Olivares (Madrid, 1964), que ya fueron distinguidos con el Premio Nacional del Cómic en 2015 por “Las meninas” (2014), saliese pocos días antes de que el confinamiento se convirtiera en la nueva realidad. La maldición de la guerra, que persigue al hombre desde la noche de los tiempos, es uno de esos grandes temas vigentes, por desgracia. Especialmente interesante es la declaración de intenciones autoral: “Hemos intentado que sea muy tebeo”, declaró García al periodista Alex Serrano en una entrevista para ‘Esquire’.
“La cólera” es un tebeo mudo y ferozmente visual hasta que se avanza un poco en la lectura, locuaz cuando se tercia, cómico incluso (en esa especie de tira con diálogos de la soldadesca, que aporta ligereza), y apegado a cuestiones contemporáneas, fantaseando con la identidad sexual. Plantea la historieta hasta un punto de inflexión que literalmente obliga a contemplar la narración con otra perspectiva, al tiempo que se inserta una subtrama protagonizada por Pirra: el alter ego de Aquiles, disfrazado, durante su estancia en el gineceo. El lenguaje gráfico cambia de manera radical, para a posteriori recuperar su pasionalidad ante debates esenciales y humanos. Isabel Guerrero
Como a la edad en la que uno suele llegar a ‘El Jueves’ tu ojo aún reclama golosinas, no era nunca “Makinavaja, el último choriso” (ni “Historias de la puta mili”, la otra serie de Ivá en la época) lo que leías primero. Antes picabas con “¡Dios mío!”, “Grouñidos en el desierto” o “Quotidianía delirante”, por ejemplo, que no con ese zurrón de letras que apenas cabía en los bocadillos y aplastujaba el dibujo. Hasta que un día, quizá en un viaje largo de autocar o en tren, te lo leías. Y una vez Maki te mordía, ya eras de los suyos para siempre. A partir de entonces, primero Ivá (Ramon Tosas i Fuentes; Manresa 1941–Briones, 1993), y luego, ya si acaso, los otros.
Si Makinavaja triunfó (y mucho: tras el cómic llegaron adaptaciones al teatro, al cine y a la televisión), era porque su ética de buen bandolero, de pícaro que roba porque no tiene nada (no porque quiera más), era profundamente española. También, por su elogio del lumpen invisibilizado, cuando no saneado, de la Barcelona preolímpica (y un poco post). O por su poesía y filosofía de barra de antro (su modelo, en cualquier caso, incluía la parodia). Por lo que fuera, el acervo ha terminado decomisando para siempre su lenguaje fonéticamente deformado según el habla callejera: no hace tanto que al Mayor Trapero de los Mossos, toma paradoja, a punto estuvo en rueda de prensa de escapársele un “po fueno, po fale, po malegro”. Sorpresas te da la vida. Joan Pons
“Un millón de años” es un evangelio extraterrestre premeditadamente criptico en el que David Sánchez (Madrid, 1977) avanza en la construcción de un universo de ficción personal que culminará en “En otro lugar, un poco más tarde” (2019): una especie de sandbox sofocante en el que el autor explora desde una libertad absoluta temas recurrentes como lo pagano, el sexo raro, la aridez geográfica y sentimental y el misticismo ritual. Sánchez completa aquí la transición que partía de David Lynch en su obra de debut “Tú me has matado” (2010) y hacía pie en el David Cronenberg del misterio y la transformación de la carne –pero también del de la fantasía y el desasosiego– para tomar impulso e ir más allá.
En “Un millón de años”, el desierto es el escenario de fondo, pero también un horizonte infinito de catarsis en colores planos; un sinónimo de transformación en el que el madrileño construye un abismo personal densamente poblado de sorpresas. Asistimos a una erupción libre de expresión individual, a un volcado en bruto de ideas y conexiones, que funcionan en conjunto como un gran todo en el que buscar la comprensión literal no es un requisito y sí un lastre. Alex Serrano
“Mara” lleva desde su nacimiento el sello de lo inusitado. Esta serie de dilatada gestación tuvo un difícil seguimiento editorial: su primera aparición continuada en el almanaque italiano ‘Linus’ data de 1970, si bien la revista ‘Bocaccio’ se anticipó en publicar un episodio ese mismo año y otros capítulos irrumpieron en exclusiva para las páginas de ‘Sunday’ durante la década sucesiva. No fue hasta 1980 que Nueva Frontera los recopiló en un solo álbum. Esta trayectoria tan inusual ya es la que, por otro lado, no podía dejar de darle un creador tan refractario a pautas y fórmulas como Enric Sió (Badalona, 1942–Barcelona, 1998). Porque esta fábula sensorial y onírica, que sigue la iniciación casi ritual de los protagonistas en los juegos de la vida adulta, fue para el autor catalán un fértil campo de pruebas, en el que palpitan algunos de los motivos característicos de aquella gauche divine barcelonesa de la que participaba a regañadientes, como el eclecticismo estético de raíz pop, la experimentación con el lenguaje o un erotismo algo alambicado. Pero la impronta personalísima que Sió dejó en ella, su ambición artística, su riqueza de sentidos o el poder tan sugestivo de su atmósfera hacen que “Mara” vaya mucho más allá de la obra programática, conceptual y fechada. Y que se pueda disfrutar con gozo auténtico y autónomo y no solo como puerta de entrada de ciertas influencias en el cómic ibérico o documento que abrió veredas adultas para que otros las transitaran. Alex D’Averc
Ana Galvañ (Murcia, 1980) es una de las ilustradoras más singulares, reconocibles y emuladas de nuestro país, siempre en busca de nuevas formas, maneras y colores para contar historias que, aunque sucedan en ambientes extraños e inidentificables, nos hablan de nuestros problemas e inquietudes actuales y, a la vez, eternos. Es lo que sucede con las historias de “Pulse Enter para continuar”, relatos en los que Galvañ expone situaciones en torno a la tecnología, el trabajo o las relaciones personales que la dibujante deja abiertas para que los lectores terminemos de componer tanto el final como la reflexión que nos provoca.
Contribuyen a este objetivo el dibujo geométrico, esquemático; también los colores flúor y pastel que rematan esa sensación onírica permanente, incluso absurda, en las que los protagonistas no tienen rostro (eso es, de nuevo, trabajo del lector, que además lo agradece). En “Pulse enter para continuar” Ana Galvañ alcanza una madurez y una seguridad fruto de la experimentación constante en fanzines, antologías o trabajos como ilustradora para publicaciones como ‘The New Yorker’ y ‘El País’ y carteles para el Saló del Còmic de Barcelona o el Graf. Laura Barrachina
Reeditado en 2017 junto con “La máquina de Efrén” (2012) en un tomo integral, “Una posibilidad entre mil” sería la primera parte de una historia parental diferente, con una enorma carga emotiva: la de la pareja formada por Cristina Durán (Valencia, 1970) y el guionista Miguel Ángel Giner Bou (Benetússer, 1969). La letra de una canción de Jorge Drexler constituye el prolegómeno de un concepto, el de abismo, que se abre ante unos padres desesperados por ver salir adelante a su hija, la adorable Laia.
Así, la crianza de una niña con daños cerebrales es el meollo del cómic; una experiencia transformadora a nivel personal, tanto para los progenitores como para la familia. Es asimismo una reivindicación de la comunidad sanitaria y su imprescindible desvelo y trabajo (discurso más vigente que nunca, en plena pandemia), así como un tortazo a la quimera del individualismo: sobrevive quien está más acompañado y cuidado.
La bicromía sirve a la expresividad del trazo inconfundible de Durán, que recurre a certeras metáforas (las raíces que nos mantienen), exponiendo con dureza y precisión científica, haciendo equipo con el meritorio guionista, el día a día de una cría que desborda amor. Isabel Guerrero
Quien haya leído el ensayo de Iñaki Domínguez “Macarras interseculares: Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros”, publicado el año pasado por la editorial Melusina, tendrá una idea precisa del ambiente que rodeó las aventuras de Makoki, por mucho que el personaje demente y drogado hasta las cejas, siempre a punto de explotar, recorriese los descampados y arrabales de una Barcelona lunar. Creado en 1977 para la revista ‘Disco Expres’ por Miguel Gallardo (Lleida, 1955) y Juanito Mediavilla (Burgos, 1950) a partir del relato “Revuelta en el frenopático” de Felipe Borrallo, Makoki es la representación gráfica por excelencia del pulso de la calle en la cultura de la transición y en la forzada reconversión industrial y social posterior a la crisis económica de los 70.
El estilo entre expresionista y underground y el humor torturado y salvaje que caracterizaron a Makoki y sus colegas tienen quizá su expresión más depurada en la épica “Fuga en la Modelo”, publicada originalmente por entregas en ‘El Víbora’. De hecho, quizá solo Peter Pank de Max puede discutirle a Makoki, aunque quizá también a El Niñato, el otro miembro de la basca con similar carisma y spin-offs tan sonados como “Los sueños del Niñato” de 1986, la categoría de personaje más emblemático de esta revista en los 80. Elisa McCausland
Como vivíamos cerca, le veía como al tutor de secundaria que nunca tuve. Para los de su misma edad, en cualquier caso, El Perich (Jaume Perich; Barcelona 1941–Mataró 1995) era el aforista gráfico más prolífico e iconoclasta del tardofranquismo. Capaz de descifrar en frases con retranca las paradojas más jodidas del sistema con preclaro ojo c(l)ínico. Cofundador de ‘Hermano Lobo’ y ‘Por Favor’ junto con Vázquez Montalbán cuando ya era un popular viñetista sociopolítico de prensa general, El Perich era un observador decepcionado, maniatado y harto de todo. Y para los de mi edad, ya digo, fue el professor Perich. Un apaciguado “sociólogo” de pega con un problema con Perales que calzaba ironías como hostias de canto en sus apariciones en programas de entretenimiento de TV3 de los 90. Su muñeco del 5º Canal, vamos. El contenido, en viñeta o televisión, era intercambiable. Sus personajes, hartos también, ejercían de él. Su profesión, decía con modestia, era solo molestar.
“Autopista” fue el libro más vendido en España en 1971 y para muchos el primero que hojeáramos de nuestros padres. Memoria colectiva. Mezcla de frases, ingenios y latigazos con viñetas; cualquier otro de sus más de veinte libros hubiera valido también. El professor se sentía más humorista que dibujante y confesaba haber hallado una solución copiando el trazo del francés Siné, que de paso, le legó al famoso gato que le sirvió de alter ego y a cuya imagen quedará eternamente vinculado. Abel González
El personaje de Cuto fue creado por Jesús Blasco (Barcelona, 1919-1995) en 1935 para una página humorística de la revista ‘Boliche’, y recuperado en 1940 para otra publicación, ‘Chicos’. Quizá su característica principal sea que, cual Antoine Doinel de François Truffaut, Cuto evolucionó de niño a adolescente a lo largo de las historietas. Eso y que vivía originalmente en San Francisco y viajaba por países exóticos a través de las viñetas, no teniendo pues vinculación alguna con la España de la época.
Serializada en ‘Chicos’ entre el 7 de marzo de 1945 y el 28 de abril de 1946 (números 343 a 383) y recopilada en un solo volumen en 1979 por Colectivo 9 Arte, “Tragedia en Oriente” está compuesta por 68 planchas. En su fluidez y trazo está en evidente deuda estética con el cómic estadounidense, e ideológicamente es ambiguo porque tocaba serlo. La influencia de Alex Raymond y su “Flash Gordon”, en la estilización de las líneas, la composición de las páginas y el dibujo del villano oriental, es evidente, pero también lo es la de Walt Disney y la de Hergé. Quim Casas
Parafraseando al pionero Krafft-Ebbing aunque sin licencia facultativa, el leonés Miguel Ángel Martín (1960) se significaba como el dibujante más dotado para épater le bourgeois con esta antología de historietas aparecidas en los primeros 90 en la revista ‘Totem’.
Contenidas hoy en el volumen recopilatorio “Total Over Fuck” (Reino de Cordelia, 2010) junto a las obras más escabrosas de su autor, las páginas de “Psychopatia Sexualis” afectan una mirada aséptica pero son golosas y orgiásticas, desafiantes y adolescentes en su nomenclatura de lo insano, como un buscar palabrotas en el diccionario pero palabrotas que a ser posible no consten, de verdad indecibles. Glosas criminales, la sexualidad humana como patología, una adscripción al underground más morboso con modales dulces y un encono para con la sensibilidad del lector que de pronto elevaban el cómic adulto hasta el umbral de lo pueril, a ese limbo sadiano donde todo es a la vez nada, fulminación.
Martín, que iba para fiscal antes de tomar el desvío extravagante de los tebeos, se iba hallando como dibujante en aquellas páginas y fijaba los rasgos decadentistas que acabarían por definirle. Lo hacía recobrando el latido new wave de unos años 80 inexistentes, posmodernos y ultradiseñados, dados a la mirada isométrica y donde el individuo sería mero interfaz, utensilio, proyección y objeto del otro. Fantasías que llevaron al secuestro de la edición italiana por inducción al suicidio, el homicidio y la pedofilia, dando lugar a un penoso proceso de varios años que blablablablablá. Rubén Lardín
Expresión mínima, expresividad máxima. El dibujo Cuttlas es más simple que el de un 6 y un 4. Apenas un puñado de palitos bien dispuestos. Ahora bien, el capital de su significado contiene idea y sentimiento, intención y poesía. Y gag, claro. Hay una página en especial de “El Bueno de Cuttlas contra Los Malos” que lo ilustra a la perfección: Jim le pregunta a Cuttlas cómo hace para irradiar ese halo de rayitas que lo envuelve. “Carisma”, responde el pistolero sin rostro. En ese punch final, hay una conciencia de la capacidad de representación y maravilla de una secuencia de dibujos que es la pura esencia de los tebeos. Porque Cuttlas nunca estuvo, ejem, “mal dibujado”. Ni cuando era solo un rumor en el fanzine ‘El Japo’, autoeditado en 1983 por Calpurnio (Eduardo Pelegrín Martínez de Pisón; Zaragoza, 1959), ni cuando cabalgó por las páginas de ‘Makoki”, ‘El Víbora’ o los suplementos de ‘El País’, ni en su última etapa crepuscular en ‘20 minutos’ o la revista ‘PLAZA’. Cuttlas siempre ha sido un panal de ideas inagotable (algunas resueltas en splash; otras en 168 viñetas en una misma página) a partir de un croquis sustancial. Por eso, este es el único wéstern que aparece en esta lista y no “Manos Kelly”, “Mac Coy”, “Los Gringos”, “Pistol Jim” o “Apache”. Porque no es solo un wéstern: es todo lo que Calpurnio ha querido que fuera (ci-fi, pop-art, teatro del absurdo, viñeta de humor gráfico en prensa, etc…). Ah, y también por otra cosa: “Carisma”. Joan Pons
Cuarenta años sin hablar de su traumático pasado. Así vivió Francisco Gallardo Sarmiento, combatiente del ejército republicano durante la Guerra Civil y superviviente de los campos de concentración franceses, hasta que las circunstancias sociales se lo permitieron. A partir de entonces, no volvió a callar. Su hijo, el dibujante Miguel Gallardo, homenajeó esa vida en “Un largo silencio”, una heterodoxa novela gráfica publicada cuando ya burbujeaba el movimiento por la recuperación de la memoria histórica que estallaría poco después.
El libro contiene los recuerdos mecanografiados por Francisco, desde su nacimiento en la Andalucía profunda hasta el preciso instante de conocer a quien sería su esposa, Lola, una vez finalizada la guerra. Entre ellos, Gallardo introduce unas expresivas páginas de cómic, de trazo crudo, que capturan las emociones más duras y profundas entre los retales de los que está compuesto el recuerdo. La veracidad de la historia se completa con un apéndice documental y fotográfico donde brilla, por encima de todo, la imagen final de sus padres. Una obra pionera en España que allanó el camino de lo que, pocos años después, sería el despertar de los cómics de memoria, con “El arte de volar”, “La balada del norte”, “Dr. Uriel” o “Los surcos del azar” como algunos de sus más reconocidos títulos. Elena Masarah
Reconforta que correspondiera a uno de los creadores que más ha aunado el reconocimiento crítico con el favor popular llevar a cabo esta crónica del oficio de dibujante de agencia en su época dorada –los años 60- y rendir tributo entre socarrón y tierno a sus protagonistas. Por encima de todo, porque Carlos Giménez (Madrid, 1941) es un formidable contador de historias y anécdotas, con un sentido innato para narrar del modo más eficaz y divertido posible; para detenerse en los detalles más reveladores y mondar lo superfluo. Pero también porque es con la acrimonia justa, lejos del resentido ajuste de cuentas de quien no hubiese logrado mantenerse a flote y, a la vez, de la nostalgia autocomplaciente de quien obviara sus miserias, como mejor podían contarse las peripecias cotidianas y aventuras picarescas, las frustraciones y apuros, de aquellos “profesionales” que trabajaban a destajo en un estudio, trasunto de Selecciones Ilustradas, en aquel momento concreto. Un lapso temporal en el que la efervescencia creativa y el deshielo del régimen franquista hacían concebir grandes esperanzas al gremio. Y que la implosión de la industria y la charlotada de la transición de la década siguiente darían en buena parte al traste. Alex D’Averc
Jaime Martín (Barcelona, 1966) ha cimentado su trayectoria reciente en el cómic autobiográfico y de memoria histórica, pero no olvidemos que como autor mayúsculo que es, su aproximación al cómic de género contiene los atributos de la mejor literatura. “Sangre de barrio”, su ópera prima –publicada como un serial en ‘El Víbora’ de 1989 a 2002 (con un tercer álbum recopilatorio en 2005)–, así lo certifica.
A finales de los 80, en los bloques de L’Hospitalet, un chaval pasa de las pequeñas raterías para buscarse la vida a meterse de lleno en el mundo del crimen organizado. En riguroso blanco y negro y con un trazo más deudor de la línea clara europea que del chunguismo norteamericano, Martín clava un trepidante retrato de las desigualdades urbanas que parece sacado de un disco bueno de Burning, pero en el extrarradio de Barcelona: crónica social, facas y atracos, aunque también humor y ternura.
Visto en su conjunto, “Sangre de barrio” es un estudio naturalista de la Barcelona miserable y masificada de los ochenta, que analiza los arquetipos de clase y los sitúa con acierto en escenarios periféricos que parecen cuadros hiperrealistas (esos fondos de viñeta huelen a escenas vividas). Y al mismo tiempo, se lee como un cruce de thriller y novela pop de crecimiento que reivindica la música urbana española, antes de que fuera sinónimo de trap. Una diana temprana que aguanta el paso del tiempo de manera fantástica. Aún apetece tomarse unas birras con Vicen. Ricard Martín
Después de “Las memorias de Amorós” (1987), Felipe Hernández Cava (Madrid, 1953) y Federico del Barrio (Madrid, 1957) siguieron explorando la memoria en “El artefacto perverso”, una compleja historia ambientada en el Madrid de posguerra, que fue serializado en la revista ‘Top Comics’ en 1994 y después publicado como álbum monográfico en 1996 por Planeta DeAgostini. La historia se centra en los perdedores de la Guerra Civil y se despliega en varios planos: la oscura realidad y los diferentes diálogos que establece, el cómic que dibuja el protagonista, Enrique Montero, que crea un personaje, Pedro Guzmán, heredero de Roberto Alcázar, que salva el mundo de una máquina que borra la memoria.
La variación de niveles textuales y críticos que despliegan los autores pone de manifiesto los numerosos recursos del noveno arte, de los que son plenamente conscientes, pero también de la época en la que se inserta esta obra al reflexionar sobre el recuerdo y el olvido. Su coherencia se encuentra precisamente en el juego sutil de narraciones y estilos gráficos que se usan para cada uno de los planos que dialogan y se enfrentan entre sí, dotándolos de nuevas lecturas en el retrato sombrío que realiza de ese Madrid renqueante tras la Guerra Civil. Un cómic tenebroso de memoria negrísima y olvido histórico. Miguel Ángel Oeste
El primer gol te lo metía Max ya con el nombre de su personaje (en realidad solo debía empujar un pase maestro que le dio Sempere): Peter Pank. El nivel de sugerencia que tenía esta gamberrada a costa de la inmortal obra de J. M. Barrie ya prometía a un personaje que no solo se niega a ingresar en la vida adulta, sino que iba a militar en la desobediencia descarriada con los cejas bajas y los dientes apretados.
El segundo tanto llegaba por la vía plástica: “Peter Pank” era un tránsito contranatura entre la línea chunga y la línea clara. Inaudito: crestas mohicanas con color Chaland. Un cromatismo que se fue incorporando a la serie (las primeras apariciones del Rey del Moco eran en un bitono bastardo) pisándole el huerto a ‘Cairo’ desde ‘El Víbora’.
El tercer gol fue de risa: la que arrancaba el humor de unas viñetas que abordaban el sexo o la violencia desde los chistes cafres que se ríen con la “o”. Jojojo. O como se carcajearía Peter: “Jaw, Jaw, Jaw!”.
La cuarta diana ya incluía la celebración de la grada en ella: “Peter Pank”, al igual que antes Makoki, ensanchó la base de los lectores de cómic en los 80 gracias a sus cuitas entre tribus urbanas (eran despachos oficiosos de guerras locas contra rockers, hippies, etc.) y a la iconicidad del personaje, tan agresiva como innegable. De repente, la brava estampa de Peter Pank se colaba en los cenáculos contraculturales, en los garitos del rock o en los bares de noche.
Y así fue, niños y niñas, como muchos adultos que se resistían a serlo continuaron leyendo cómics sin el absurdo reparo de que los tebeos son una cosa infantil. Joan Pons
Al humor gráfico a menudo se lo trata como al hermano menor del cómic, cuando es no ya solo su origen como forma de arte, sino un medio muy exigente, que reclama a sus autores capacidad de síntesis, habilidad para la caricatura y una visión crítica de la realidad.
Si además eres Forges (Antonio Fraguas; Madrid, 1942-2018), pues ya te sueltas la melena y dejas para el recuerdo personajes inolvidables como Mariano y Concha, o los náufragos o los blasillos. O creas un léxico que incluso coloniza la RAE (bocata, muslamen, gensanta…), o te atreves a contar la historia de España en fascículos. En este formato tan de los 80 fue como nació “Historia de aquí”, un proyecto en tres tomos que luego contaría con varias reediciones ya retapadas y hasta ampliaciones con otros libros-capítulo, como “Historia Forgesporánea” (1984) o “La guerra incivil” (2006).
Forges consiguió hacer una historieta profundamente moral, sin ser moralista, con un estilo muy característico, sin que eso le quitara méritos como dibujante –su abreviado Franco es la muerta imagen del dictador– o le impidiera experimentar insertando sus propias fotografías en esta “Historia de aquí”. Una obra a recuperar, tan divertida como comprometida. Y, sobre todo, ¡no te olvides de Haití! Mar Calpena
Al igual que hiciese Eric Rohmer en sus cuentos cinematográficos, Miguelanxo Prado (A Coruña, 1958) toma un espacio, un lugar, unos personajes y un hilo argumental y les saca el máximo partido. La diferencia es que, allá donde Rohmer juega a ganar a partir de lo plástico, y todo lo que venga a partir de ahí, bienvenido sea, el dibujante gallego asume la excelencia gráfica como base en una obra que, a partir del lenguaje y los códigos de la bande dessinée, construye una graphic novel con denominación de origen gallega.
A la calculada orfebrería gráfica de “Trazo de tiza” no se le puede objetar nada: es comedida en su consciente excelencia y se libra de encallar en el alarde o de ahogarse en un empalagoso caldo literario. Si la magia de un reloj suizo es que un montón de piezas tienen que funcionar a la perfección para hacer algo que una pila y un microchip consiguen sin despeinarse (dar la hora), la virtud de esta obra sigue siendo mantenerse orgullosamente atemporal e independiente. “Trazo de tiza” mejora, por ejemplo, los supuestos de “Buenos días, tristeza” de Françoise Sagan, pero no es una novela, su autor es un señor gallego y no hay adaptación cinematográfica con Jean Seberg y vestuario de Givenchy.
Sin embargo, sobreponiéndose a todas y cada una de esas comparaciones, la obra de Miguelanxo Prado sigue siendo, tres décadas después, un clásico del amor tormentoso y salado. También de la insularidad humana. Un clásico. Punto. Alex Serrano
Pensemos en sagas familiares. De “La casa de los espíritus” de Isabel Allende a la trilogía de “El padrino” de Francis Ford Coppola, la familia como célula social básica es el punto de partida para obras que pretenden jugar las ligas mayores de lo supuestamente importante, lo trascendente. Porque además comulga con lo cercano.
Curiosamente, una de las más importantes sagas familiares creadas en castellano, en este caso para la revista ‘TBO’, no se benefició de ese halo. Sin duda debido a la baja consideración de su disciplina, al menos hasta hace relativamente poco. Pero “La familia Ulises” es un retrato mastodóntico de lo familiar en un país tan particular como la España del franquismo (aunque la serie se prolongó décadas, hasta la transición, pasando por las manos de varios guionistas y dibujantes). Incontables microcuentos que desde el humor blanco fueron el espejo de una España que, seguramente, un zillennial apenas reconocerá ya. Por eso, en 2021, este cómic es pura memoria histórica.
Sus creadores originales, Joaquín Buigas (Barcelona, 1886-1963) y Carlos Bech (La Bisbal, 1914–Barcelona, 1999) al guion y Marino Benejam (Ciutadella, 1890–Barcelona, 1975) al dibujo, supieron estar a la altura del Berlanga mejor afinado: convertían lo coral en belleza narrativa. Sus páginas son lecciones de planificación y su humor, pese al paso de los años, es aún reconocible. Octavio Beares
Hay gente que se pasa la vida buscándolo, pero Conxita Herrero (El Prat de Llobregat, 1993) lo tiene. Ese garbo al dibujar la nada y el todo, esa facilidad para colorear la melancolía y para derretir los instantes en viñetas. Y eso que antes de “Gran bola de helado” apenas tenía contacto con el cómic y solo desparramaba su talento en fanzines escritos de su puño, corazón y letra llenos de versos libres tatuados a boli y algún poema visual.
Quizá en ese espíritu puro –que también anida en las canciones de Tronco, el grupo que tiene con su hermano Fermín– estriba la intensidad con que las diecisiete historietas de su primer cómic cosquillean las retinas del lector y desmenuzan el mundo de la autora en líneas claras, perspectivas forzadas y en colores, madre mía qué colores. Porque Conxita Herrero siempre habla de sus cosas: sus amigas, sus miedos, sus amores y sus fantasmas, que dibuja sin ojos ni expresión para poner una distancia emocional a lo Chris Ware que, paradójicamente, te obliga a acercarnos a ellos.
Zigzagueando entre lo cotidiano y lo abstracto, “Gran bola de helado” captura en viñetas la belleza inesperada de una día primaveral o la conexión sin palabras de dos amigas, esbozando sin pudor la intimidad de una autora que encarna lo mejor de una generación que, sin haber crecido entre tebeos, está revitalizando la vanguardia del cómic español y agrietando su endémico desequilibrio de género. Xavi Serra
El primer tebeo que vi era de “Carpanta”. Yo aún no sabía leer, pero no he olvidado que en su portada había un hombrecillo vestido con una camiseta de rayas, cuello duro y sombrero canotier, que miraba libidinosamente a un pollo asado. No recuerdo exactamente el chiste, solo sé que yo no entendía aún el texto de la viñeta, pero sí que la cara del hombrecillo mostraba un hambre colosal, salvaje. Porque “hambre violenta” es, según la RAE, precisamente la definición de “carpanta”.
Hijo de Escobar (Josep Escobar; Barcelona, 1908-1994), Carpanta nace en 1947, de la pluma de un dibujante republicano represaliado, que posteriormente también sería animador de cine y productor teatral. En una España famélica, “Carpanta” hacía protagonista a alguien que vivía debajo de un puente, lo que casi le costó caer víctima de la censura.
Carpanta hubiera podido estar firmado por Berlanga y Azcona, pero aún hoy no necesita ser comparado con nada y siempre sigue arrancando una sonrisa. Nadie, además, ha dibujado la comida de un modo tan apetecible como Escobar. Tendría además una larga vida transmedia: cortos de animación, revista propia, anuncios, merchandising e incluso una serie con actores reales, producida en los míticos estudios de Miramar. Carpanta sería incluso uno de los invitados de la macrofiesta de “Qualsevol nit pot sortir el sol”, de Sisa, en la que, es de suponer, arrasó con los canapés. Mar Calpena
A veces, la vida es tan pequeña como lo que pasa por el ojo de una aguja. En otras, crece y se expande como el tapiz más enorme que se pueda tejer a cientos de manos. Y casi siempre, ambas cosas pueden ocurrirle a la misma persona, como a Maruja y Herminia, Herminia y Maruja. Ellas son las protagonistas absolutas de “Estamos todas bien” (Premio Nacional del Cómic 2018), tan únicas como universales en sus historias: “Penélopes condenadas a coser, a callar y a esperar”, como definió Carmen Martín Gaite a toda una generación, la de nuestras abuelas, invisibilizada y muda.
Aunque Ana Penyas (Valencia, 1987) dijera que esta es una historia de abuelas, “porque de amor ya hay muchas”, ambas premisas no son autoexcluyentes. La ternura con la que retrata a sus abuelas es con la que recordamos a las nuestras –los polichinelas en las paredes, una zapatilla con un osito y otra con una seta, la familia compuesta por la tele y las sempiternas fotos de la comunión–, en un ejercicio de memoria histórica prestada. Dijo Felipe Hernández Cava, otro experto en esto del pasado y el cómic, que Penyas administra aquí los silencios con maestría y sin estridencia para que sus viñetas más pausadas adquieran valor documental. A ello contribuye el bitono casi puro de la historieta y su grafismo osado, lejos de sentimentalismos y convenciones. No hay sensiblería que quepa en el radical, cristalino y único diálogo que establecen Maruja y Herminia en estas páginas, cuando las conecta su nieta por teléfono: “Ahora somos un trasto”. “Ahora son instantes”. Marta Pallarès
“La estrella lejana” es la tercera de las nueve aventuras que Daniel Torres (Teresa de Cofrentes, 1958) ha dedicado a Roco Vargas, personaje que siempre ha tenido cobijo en Norma Comics, primero en las páginas de la revista ‘Cairo’ y después en formato álbum. La estética retrofuturista de Vargas convirtió a Torres en uno de los nombres más visibles del cómic español de los 80, experimentado y desarrollado en Barcelona, pero con fuertes raíces en las tierras valencianas de donde es natural el autor.
El arte de Torres se refinaría en “La estrella lejana”: el trazo de la línea clara heredada del cómic franco-belga que representaba entonces ‘Cairo’, la elaborada paleta de finos colores y un renovado sentido de la composición, sin desdeñar las referencias a clásicos como Milton Caniff y el “Flash Gordon” de Alex Raymond. Vargas satisfacía el deseo de aventura, fantasía y ambientes sofisticados: es escritor de novelas de ciencia ficción, posee un club nocturno, realiza viajes espaciales hasta los confines de Saturno y luce un bigotito de estrella cinematográfica del viejo Hollywood a lo Errol Flynn.
En “La estrella lejana” se rememoran los años de niñez y juventud del protagonista y su encuentro con Pierre Covalsky, una eminencia en Física e Ingeniería Astronáutica que en tiempos de guerra con los mercunianos se aisló en su laboratorio llamado Camelot, el Grial particular de Vargas, aquí rememorado por el aventurero sideral. Quim Casas
Con este cómic, Miguel Gallardo pasó de padre de Makoki a padre de María. Aprendimos mucho sobre el autismo, pero sobre todo nos emocionamos con el amor entre un padre y una hija; un amor que siempre encuentra formas para abrirse camino incluso donde la comunicación es difícil. “María y yo” demuestra, con toda la sencillez y el encanto de los trazos de Gallardo, que el amor y el dibujo son lenguajes poderosos. Los lectores nos rendimos ante la honestidad de una historia autobiográfica que narra el día a día del autor con su hija, una niña con autismo, que entonces tenía 12 años.
“María y yo” se publicó en 2007, como “Arrugas” de Paco Roca, y en la misma editorial, Astiberri. Una casualidad que, junto a la creación del Premio Nacional del Cómic ese mismo año, marcó un antes y un después en el cómic español. Ambas obras volvían a demostrar a los lectores que la narración gráfica es un medio, un lenguaje, y que, por lo tanto, puede servir para abordar cualquier tema. Quizá fue entonces también cuando lo descubrieron los medios generalistas, que dedicaron titulares asombrados a estas obras tan “sensibles”. Por eso, unos años después, Gallardo y Roca firmaron juntos “Emotional World Tour” (2009), una novela gráfica sobre las anécdotas de la promoción de “Arrugas” y “María y yo” en la que ambos bromeaban sobre la sorpresa que sus cómics habían supuesto para algunos.
A “María y yo” le siguió en 2015 “María cumple 20 años”, y entremedias hubo una adaptación documental en 2010 a cargo de Félix Fernández de Castro y Miguel Gallardo, quien ganó el Gran Premio del Saló del Còmic de Barcelona en 2014. Laura Barrachina
“13 Rue del Percebe” ayuda bastante en la actual reevaluación crítica de Francisco Ibáñez (Barcelona, 1936). De acuerdo, hasta la Wikipedia sabe que la idea de edificio-página ya la trabajaron Eisner, Xaudaró o Vázquez –“13 Rue del Percebe” no solo era una idea suya, sino que también aparece como personaje: el moroso del ático–, pero fue Ibáñez quien la perfeccionó hasta crear un formato inagotable.
En su finca siguen brillando la construcción de personajes y gags (repetidos, vale), los crossovers y los cameos. Funciona tan bien que se nos olvida que tensa su medio hasta el límite: ¿es esto cómic si apenas tiene secuencialidad? El propio autor dijo que “no era una página de historietas; era más bien una página de chistes”.
Que esto saliera de la maquinaria industrial de Bruguera no le quita lo rompedor. Lo entendió bien Chris Ware, que ha reconocido públicamente la parte de inspiración que tuvo “13 Rue del Percebe” en “Building Stories”. Leer el integral de 2016 de Ediciones B (que incluye aquella última página de 2002) produce también una acumulación que evidencia el ingenio de Ibáñez para usar la fórmula y su variación. El edificio se convierte en un laberinto poliédrico y rizomático, y nos revela oscuridades de fondo (aquí recuerda a otro de sus posibles descendientes, la película “Delicatessen” de Jeunet y Caro de 1991), que se puede leer sin orden alguno. A veces pienso que “13 Rue” es el comentario de Ibáñez más directo sobre su tiempo; un tiempo en el que la excentricidad ni siquiera podía refugiarse en el hogar ni en el tebeo. Víctor Navarro-Remesal
Núria Pompeia (Barcelona, 1931-2016), periodista, escritora y pionera del cómic feminista en nuestro país, consideraba el dibujo una manera de expresar y comunicar mucho menos condicionada y previsible que la palabra: “La interpretación de un dibujo es mucho más amplia e imprevisible, mucho más sugerente”. Su interés por lo gráfico surge de manera tardía, pero, precisamente por ello, se revela para Pompeia como una herramienta exploratoria de las formas y, por ende, ideal para ejercer una crítica lúcida al contexto sociopolítico de la época.
Corre el año 1968 y Núria Pompeia publica en la revista de política y cultura ‘Triunfo’ una serie de planchas mudas caracterizadas por un grafismo secuencial de resultados alegóricos titulada “Las metamorfosis”. Aun siendo uno de sus primeros trabajos artísticos, que deslumbra todavía hoy por su dominio técnico, ya se pueden detectar en él algunos de los principales rasgos que definirán su obra posterior: querencia por el experimento, capacidad de síntesis a la hora de concretar la propuesta y una punzante ironía en la manera de presentar y resolver situaciones incómodas, cotidianas.
Hay que entender que Pompeia reservaba a la figura del humorista gráfico el rol de “conciencia colectiva”, un papel que ella jugó magníficamente desde una perspectiva crítica feminista en otros títulos celebrados como “Maternasis” (1967), “Mujercitas” (1975) o “Cambios y recambios” (1983). Elisa McCausland
En las páginas de la revista ‘El Víbora’, Max desarrolló un estilo propio añadiendo a su raíz primigenia (el comix underground) la suma de otras influencias: Walt Disney, la línea clara de Yves Chaland o la estética gótica afterpunk. En imparable avance hacia una perfección basada en la idea de que un dibujo era mejor si se veía más trabajado, acabó alcanzándola; pero, una vez allí, delante solo había un abismo de rutina. Creador inquieto y rebelde, Max tomó la dirección contraria y desandar lo andado. Se trataba de ir soltando el lastre de lo superfluo para encontrar su piedra (gráfica) filosofal: el trazo más sencillo que condensara todo lo aprendido. Aún anda en ello, pero con las historietas de “Bardín el superrealista”, autoeditadas, esparcidas por varias cabeceras y finalmente compiladas por La Cúpula en 2006, dibujó el horizonte con solo una línea recta.
Bardín es un tipo normal que recibe superpoderes, pero como tiene alma de personaje de tebeo de Bruguera, en vez de superhombre se convierte en superrealista, es decir, en surrealista. Por eso, los villanos son simbologías religiosas new age; la pelea, metafísica, y las citas, abundantes (Luis Buñuel y “Un perro andaluz”, Brueghel el Viejo, el poeta Juan Eduardo Cirlot...). Dicho así, suena a lectura seria y duda, pero en realidad es todo lo contrario porque Max se encomienda a San Ceremonio (patrón de los perezosos) y tiene muy claro que la clave del asunto, lo más importante de todo, siempre es el cachondeo. Daniel Ausente
James Bond de barrio, con gadgets de medio pelo y la misión a medio terminar, Anacleto se enfrenta a un mundo lleno de misiones secretas, de entradas ocultas, de mensajes cifrados y de desiertos de los de arena y duna con mapas donde la equis que reza “usted está aquí” flota en una página en blanco.
Con estos mimbres se pueden tejer cosas muy diversas, pero Vázquez fue un autor en estado de gracia y las aventuras de “Anacleto, agente secreto” tienen tal inspiración gráfica que se las puede imaginar sin diálogos. Nada encaja en el mundo de Anacleto: su relación con el Jefe es conflictiva, su capacidad de cumplir encargos limitada, los aparatos funcionan a medio gas y la realidad está distorsionada. En su catálogo de villanos, entre robots gigantes, agentes dobles, enmascarados y forzudos, incluso apareció el propio autor, con sus planes para conquistar el planeta poniéndole la rúbrica "by Vázquez".
Personaje frente a artista, agente del orden frente a un mundo en caos, Anacleto es una farsa de bofetadas, tiros, caídas, trampas, saltos, elefantes y botijos. La fama de Anacleto lo llevó a la gran pantalla, como también se llevó al cine la vida del autor. El mito de Vázquez, el eterno deudor, el vividor incansable, es tan grande como el de su obra. Todo lo que salió de su pluma se consideran hoy obras a conservar, desde “Las hermanas Gilda” hasta sus historietas autobiográficas. Misión, al final, cumplida. Raúl Minchinela
El desapego hacia todo lo que tiene que ver con el cómic de Martí (Martí Riera; Barcelona, 1955) ha contribuido a generar una mística alrededor de su figura aunque, desgraciadamente, también implica un cierto estado de abandono de su obra, hasta el punto de que la última edición de su obra de referencia, “Taxista”, se remonta a 2004 de manos de una editorial que ya no existe (Glénat).
Pionero del underground español de la generación de ‘El Víbora’ y muy apreciado en Estados Unidos, Italia o Francia, Martí aplicó sus influencias de autores clásicos como Will Eisner o Chester Gould a una suerte de versión de “Taxi Driver” (Martin Scorsese, 1976) que chapotea en el lumpen cañí de una Barcelona podrida hasta el tuétano.
Con un afilado blanco y negro, el dibujante traza una fantasía ultraviolenta de estética noir que carga las tintas en la sordidez ambiental y en la miseria espiritual de sus personajes, marcados exclusivamente por el egoísmo y las bajas pasiones. Martí se avanzó al reciclaje del género detectivesco pulp destilado desde un prisma posmoderno, como hiciese Frank Miller con “Sin City”, pero optó por vestir la suciedad moral con un pulcro traje de cómic clásico en vez de afear un universo de ladrones, asesinos y prostitutas con manchurrones de tinta. Los malabarismos entre un contenido terrible y un continente ejecutado con tiralíneas marcan, aún hoy, la diferencia. Alex Serrano
Paco Roca comenzó a trabajar en “Los surcos del azar” pensando en hacer un cómic de aventuras, inspirado en filmes como “Los violentos de Kelly” (Brian G. Hutton, 1970), pero el peso de la historia real lo llevó hacia el terreno de la memoria. Este desplazamiento desde el género de ascendencia anglosajona a una forma personal simboliza la propia evolución del cómic español en el siglo XXI, y es uno de los motivos que convierten este libro en uno de los más importantes de Roca, autor que ha hecho de la memoria su materia prima, desde la pérdida de esta en “Arrugas” a la recuperación de la familiar en “La casa” (2015) y “Regreso al Edén” (2020).
En “Los surcos del azar”, Roca da a conocer al gran público la historia de La Nueve, una división del ejército francés conformada por españoles exiliados tras la Guerra Civil, que siguieron combatiendo al fascismo y llegaron a participar en la liberación de París. Construido como un diálogo entre los hechos históricos y una ficticia entrevista entre el autor y un antiguo combatiente de La Nueve, el relato huye de artificios épicos y subraya los aspectos ideológicos de una victoria que, para los exiliados, resultaría pírrica. Rico en matices y aristas, este cómic recupera una parte de nuestra historia que muchos quieren olvidar, y repara con justicia una memoria sobre la que las instituciones españolas han arrojado siempre un vergonzoso silencio. Gerardo Vilches
Las anécdotas y leyendas de la taberna de Ayathon, garito de carretera perforado en un meteorito, le fueron reveladas a Josep Mª Beà (Barcelona, 1942) en un plano de carácter onírico por un ser extemporáneo de nombre de pila Blyxton. “Vuestro entorno es tan estúpido que solo os queda la alternativa del alineado mental: ausentarse de la realidad”, preanunciaba el relator.
Inicios y codas como jardines de las delicias, feligreses haciendo barra y especímenes que certifican ese particular talento de Beà para el bestiario y la estampa: Lysdreyna la nodrizoide, el ente bioenergético llamado Laserillo de Tormes o la Muerte a los cuatro años tocando el tambor con dos espermatozoides. En una viñeta, porque en los cómics también hay sonido, se escucha “Pedro Navaja”, salsa y fervor narrativo. Más tarde, en un planeta deshabitado, un técnico pisa una neuromierda que asimila contenidos mnémicos: “Empezará a emitir juicios en 10 segundos”, advierte la computadora central. Todo en ese plan.
Confeccionadas por entregas para la revista ‘1984’, las “Historias de taberna galáctica” pasan por ciencia ficción y en su aparato no dejan de serlo, pero su esencia es el terror, lo funesto que prepondera y dicta el drama del dibujo, aunque Beà no está dispuesto a dejar pasar una chufla (ni en broma) y será en el galimatías y en la abstracción semántica donde apañe un tono general y nos ponga en solfa. Mil y una noches cósmicas que son festín, esperpento, pura imaginación desinhibida y una loa al alma del vino. Rubén Lardín
Personaje por excelencia del cómic de aventuras español, “El Capitán Trueno” fue creado por el guionista Víctor Mora (Barcelona, 1931-2016) y el dibujante Ambrós (Miguel Ambrosio; Albuixec, 1913-1992). Paladín de los derechos humanos, defensor a ultranza de la amistad y de los más débiles, tuvo que bregar con la censura, acompañado por su escudero Crispín, el tragaldabas Goliath y la amada reina Sigrid, que, lejos de suspirar en su castillo por la vuelta del héroe, es tan intrépida como ellos. Siempre enfrentados a malos malísimos y, detalle importante, tratando como iguales a otras culturas y razas de los cinco continentes.
Más allá de los guiones –cuyo nivel medio es remarcable, contribuyendo a elevar el listón de unos tebeos que hasta entonces eran considerados banal entretenimiento juvenil–, lo que dio verdadera relevancia a los cuadernos de finales de los años 50 fue el dibujo de Ambrós –con un Trueno que parece inspirado en Gregory Peck–, en especial los 35 primeros cuadernos que dibujó y entintó en solitario.
Luego, el ritmo frenético que impuso Bruguera obligó a fichar a un ayudante, Beaumont, para los acabados y la serie se resintió. Tras abandonar Ambrós, la responsabilidad gráfica recayó en muchos otros dibujantes, siendo los más destacados Ángel Pardo y Fuentes Man, que impusieron su propia personalidad. La mejor prueba de la trascendencia de “El Capitán Trueno” es que 65 años después se sigue reeditando. Ramon Súrio
“¡Universo!” nos grita desde su título y con razón: todo en este cómic golpea como un buen berrido. De entrada, sacudió el status quo de la distribución-publicación con sus orígenes “sin papeles”: nació y creció en descarga gratuita en la plataforma Panel Syndicate, convirtiéndose en uno de los primeros bombazos del cómic digital español (luego lo recopiló Astiberri en 2018 en un tomo también fantástico, porque la cultura no es binaria).
A Albert Monteys (Barcelona, 1971) ya había que celebrarlo en sus inicios pre-‘Jueves’ por “Mondo Lirondo”, como integrante de La Penya (1993-1997), y “Calavera lunar” (1996) y después, claro, por su largo recorrido en ‘El Jueves’ con “Para ti, que eres joven” (197-2014) junto a Manel Fontdevila y “Tato”. Pero es que el último tramo de su carrera pos-‘Jueves’ es para contarla toda con exclamaciones: ¡Un tebeo en colaboración con Matt Fraction adaptando un disco de Jonathan Coulton y dibujado en páginas cuadradas como un vinilo (“Solid State”, de 2017)! ¡Una piñata de chistes desde el yo bajo el título, tan genérico como certero, “El show de Albert Monteys” (2018)! ¡Una adaptación a cómic de “Matadero Cinco” (2020) junto a Ryan North que consigue medirse con el original de Vonnegut! ¡Riesgo formal y, más importante, conceptual! ¡Y, sobre todo, creatividad contundente e inagotable!
Estas exclamaciones remiten también a unos referentes pulp en forma y fondo: “¡Universo!” es una serie de relatos de ciencia ficción desatada, más psicodélica que dura, que escarba hasta las raíces del género y reinterpreta con voz propia todos sus tropos, desde la inteligencia artificial a los viajes en el tiempo. El resultado es algo novísimo que se mira en capas y capas de tradición: se suele nombrar a Kirby, Douglas Adams o K. Dick; habría que añadir revistas de culto ci-fi como “Futuro”, editada por Cliper en 1957, y clásicos del medio como “El Eternauta” de Oesterheld y Solano López, con el que quiere emparentarse ya desde su formato apaisado en un feliz solapamiento entre la pantalla digital y el cuaderno de aventuras.
Además de todo esto, “¡Universo!” es un tebeo de una profunda humanidad, que usa ese retrofuturismo pop para exagerar la escala de sus ideas y lanzárselas a gente pequeña, desbordada por la enormidad de la tecnología, la burocracia, la sociedad ludificada y el universo en general. Un universo incomprensible que les (nos) encoge con su grito. Víctor Navarro-Remesal
Metralletas, tugurios de mala muerte, mafia siciliana, sindicatos de asesinos en el Nueva York de los años 30. Ese es el contexto preciso. Un matón burdo y su ridículo amigo, mujeres violentadas, misoginia a granel, violencia desmesurada. Esa es la lógica del tiempo evocado. Pero “Torpedo 1936” no es un cómic machista pese a tener como protagonista a un criminal para quien una mujer es solo sexo. No confundir lo que piensan los personajes con lo que piensan sus creadores. A través de un corrosivo e irreverente humor negro, la serie se deshace del naturalismo estricto y del reduccionismo ideológico.
Luca Torelli, alias Torpedo, vive sus andanzas criminales en un año no elegido porque sí: en 1936 triunfó el nacionalsocialismo hitleriano, se celebraron las Olimpiadas de Berlín, empezó la Guerra Civil española y Estados Unidos aún estaban sumidos en la Gran Depresión. Lo ideó el guionista Enrique Sánchez Abulí (Palau-del-Vidre, 1945), lo gestionó el editor Josep Toutain y lo dibujó Alex Toth. Pero este solo hizo los dos primeros episodios –publicados en los números 32 y 33 de la revista ‘Creepy’ en 1982–, donde destaca su uso brillante de la mancha negra. Toth no se sentía cómodo con el estilo humorístico de los guiones. Lo sustituyó Jordi Bernet (Barcelona, 1944), de una expresividad con el blanco y negro diferente. Y a pesar de lo mucho que ha publicado, Bernet sigue siendo conocido hoy, sobre todo, por “Torpedo 1936”.
Las historietas, puro sarcasmo en claroscuro, han pasado por múltiples revistas y publicaciones (‘Creepy’, ‘Comix Internacional’, ‘Co & Co’, ‘El País’, ‘Luca Torelli es Torpedo’) y recopiladas en volúmenes por Toutain Editor, Glénat y Makoki, en blanco y negro y coloreadas. Loquillo le consagró la canción “Torpedo” en su disco “Nueve tragos” (1999). En 1996 vio la luz el filme de animación “Tic Tac”, en realidad el episodio piloto de una serie basada en el cómic que TVE no se atrevió a financiar. Y en 2017, Sánchez Abulí reeditó el personaje en “Torpedo 1972”, con el magnífico dibujante Eduardo Risso. Quim Casas
El debate sobre a quién le pertenece una obra de arte es casi tan viejo como el arte mismo. ¿Es de su autor, o deja de serlo cuando la suelta al mundo? ¿Dejó de pertenecerle “Hurt” a Nine Inch Nails, como reconoció resignado Trent Reznor, cuando la versionó Johnny Cash? En el caso de “Las meninas”, no sabemos si cambiaron de manos cuando empezaron a convertirse en obsesión para generaciones de pintores, pero, como dijo Paco Roca, desde que las revisitaron Santiago García y Javier Olivares ya nunca volveríamos a verlas igual.
La historia de la creación es la historia de las sombras bajo las que ha vivido cada genio y de las que él mismo ha arrojado a la posteridad. Así pues, no es de extrañar que “Las meninas” sea, en muchos sentidos, una obra sobre reflejos: “Pues claro que no es auténtico, señor. Es un espejo”, dice Buero Vallejo, solo uno de los muchos artistas obnubilados por la pieza magna de Velázquez. También pasaron por el diván de la (auto)rrepresentación y la (auto)aceptación Dalí, Goya o Picasso, quien llegó a pintar hasta 58 variaciones de la pieza. ¿Hay algo que una tanto como una obsesión común?
Además de la metapirueta de la trama, fue también la solución gráfica para distinguir épocas y personajes la que le valió a “Las meninas” su indiscutible Premio Nacional del Cómic 2015: Santiago García ambicionando y logrando un imposible narrativo, Javier Olivares en estado de gracia y saltando con finura de su habitual chispazo breve a su obra más larga, sin perder el punch en cada viñeta. La dupla logró así un continuum que va desde Rafael hasta el tardofranquismo, viajando en el tiempo con paletas cromáticas y jugando con códigos formales en los que es tan fácil entrar como ya no salir. Si alguien quiere saber cómo la audacia formal puede supeditarse a la narración y viceversa, sin perder ni fuerza ni intención, que se pase por aquí: efectivamente, “Las meninas” son una obra universal. Las de Velázquez, también. Marta Pallarès
Érase un superhéroe a una nariz de hortaliza (y un bigote) pegado. Mucho matiz admite, por eso, este primer enunciado. De entrada, porque Superlópez, más que un superhéroe, es una parodia de los superhéroes. Y aún otro ajuste: más que una parodia de los superhéroes, el personaje creado por Jan (Juan López Fernández; Toral de los Vados, 1939) es una caricatura del español medianía, que diría Luisa, solo que con capa.
Tras los tres primeros álbumes de 1979 con guiones de Efepé, magníficos ya, en los que la voluntad de espejo deformante de los universos DC y Marvel era obvia, Jan gana el pulso con Bruguera (uno de muchos: fue un revolucionario que batalló por los rótulos, por los fondos o, cachis la mar, incluso por las narices que pretendían recortarle) y pasa a responsabilizarse también él de las tramas. A partir de ahí, Superlópez se convierte en un cuerpo extraño (como lo sería cualquiera de nosotros) en medio de historias tronchantes sobre invasiones extraterrestres, fantasías heroicas, thrillers con mad doctors, remixes de mitologías o rodajes de blockbusters de Hollywood.
Cualquiera de, pongamos, los nueve primeros álbumes “Superlópez”, los que más huella dejaron en toda una generación de lectores, podría aparecer en esta lista. No obstante, sus aventuras caricaturescas, de dibujo abigarrado y detallista aunque extremadamente ágil, hicieron cima en “Los Cabecicubos”. Este álbum es mucho más que una disparatada peripecia fantástica. Dibujado en plena transición, el séptimo número de “Superlópez” es una alegoría sobre el peligro de los extremismos ideológicos: empieza con un grupo de personas creyéndose primero diferentes por un solo rasgo y luego mejores por ese mismo rasgo. Después, el virus supremacista se extiende y se politiza hasta devenir dictadura y, finalmente, acabar en guerra civil. Guau. Deslizar un trasfondo tan George Orwell en un tebeo supuestamente cómico e infantil solo sucedía en “Astérix” cuando a Uderzo y Goscinny les daba por colar subtexto político y social. Y ni siquiera ellos llegaron nunca a explicitarlo de forma tan rotunda como Jan. Firmado: un masnouense orgulloso del superhéroe (del personaje, pero sobre todo del autor) de su pueblo. Joan Pons
Muchos de los hijos de la generación marcada a fuego por el franquismo crecimos sin conocer del todo a unos padres que no veían su pasado como un legado a transmitir, sino del que escapar. Será por eso que en el cómic español –y en esta lista, incluso– abundan las obras de hijos que han ido al encuentro del padre o la madre, que igual es la manera en que uno intenta ajustar cuentas con la vida cuando el camino por recorrer se estrecha.
En “La casa”, Paco Roca busca a su padre en las paredes y rincones del chalet familiar; en “Regreso al Edén”, a su madre en el significado de una foto de juventud atesorada en la mesita de noche. Ambos cómics rastrean el vínculo de lo material con el pasado, y también el abismo que se abre entre los que tuvieron que construir el futuro con sus propias manos y los que se lo encontraron hecho. Roca desanda la distancia generacional para reconstruir una memoria que ha resultado el tema central de su obra, desde los recuerdos huidizos de “Arrugas” hasta la reivindicación histórica de “Los surcos del azar” o el pecado original del cómic español en “El invierno del dibujante”. Pero nunca de forma tan personal y sutil como en este díptico que funciona como single de dos caras A –incluso el formato apaisado coincide– y donde cristaliza el talento sobrehumano del dibujante para narrar lo complejo con sencillez.
Mucho se habla del éxito de Roca y su capacidad para trascender el ámbito del cómic y poco de su inquietud formal, ya sea manejando la elipsis como Dios, jugando con las tonalidades cromáticas para saltar de época o experimentando con el diseño de página y la composición. Roca no es el autor español más importante del siglo XXI porque cuente grandes historias, sino porque lo hace poniendo en juego todos los recursos expresivos del cómic. En esta casa manda él. Xavi Serra
Hay en la trayectoria de Coll (Josep Coll i Coll; Barcelona, 1924-1984) algo de esos giros súbitos e imprevistos que desabrochan tantas de sus mejores tiras cómicas e introducen lo absurdo, lo extraño y lo fortuito en el tejido de lo regular y cotidiano. El aplicado epígono de Benejam de sus comienzos en ‘TBO’, que practicaba un costumbrismo bienhumorado con bastante apoyo de texto, se convierte casi de la noche a la mañana en amo y señor del trazo curvo y esbelto que identificará ya para siempre su estilo y con el que dota a sus figuras de un dinamismo vertiginoso. Un proceso repentino y radical de depuración que abarca muchos otros aspectos de su obra, como la casi total supresión de los diálogos, la austeridad rayana en lo abstracto de los fondos de las viñetas –el progreso narrativo en sus historietas se consigue mediante el juego con la profundidad de campo, la perspectiva y los cambios de posición, a menudo sutilísimos, de sus figuras– o el uso tan económico como eficaz de signos gráficos y cinéticos para expresar las emociones de sus personajes.
O acaso sería más justo decir emoción, pues la estupefacción en sus casi inagotables variantes es la que vehicula el grueso de su producción más distinguida, aquella que va de mediados de la década de los cincuenta a 1964. El asombro, perplejidad, sobresalto de esos tipos esenciales que pueblan sus viñetas –el náufrago, el explorador, el paseante o el automovilista, entre los más recurrentes– ante la quiebra de las lógicas de funcionamiento de la realidad. O el nuestro, al verlos actuar con flemática compostura o inventiva naturalidad en un universo que ha quedado distorsionado sin remedio por la irrupción de lo insólito. Un discurso en el que se pueden buscar oblicuas lecturas políticas –la anomalía subrepticia de la vida en la posguerra– y parentescos con otros oficiantes de lo real maravilloso y su inquietante comicidad, como el también ilustrador y narrador Pere Calders, pero tan singular y acabado que apenas ha dejado margen a continuadores o discípulos. Alex D’Averc
Un tebeo que las autoridades alemanas catalogaron como “perjudicial para la juventud” ha de ser por fuerza un tebeo de interés para el joven despierto, romántico y noble, para quien lo perjudicial será en todo caso, deberían ser, las autoridades mismas siempre y en todo momento.
Las aventuras de Anarcoma, detective travesti con predilección por el pollón grande ande o no ande –Nazario (Castilleja del Campo, Sevilla, 1944) fue también diestro en un erotismo del tedio, de siesta y reposo–, se publicaron principalmente en ‘El Víbora’, mensual de historietas de contenido eminentemente heterosexual, porque así se dieron las cosas. Eran los turbulentos primeros 80 y los tebeos no estaban ya ni por ejemplarizar ni como embajadores de nada. No había entonces porcentajes obligatorios, ni paridad ni discriminaciones positivas, la representación empezaba a ser libre (quedaba un rato hasta que volviera a cuestionarse ya entrados los 90) y la contracultura todavía merecía ese nombre, incompatible con las subvenciones que pronto empezarían a adjudicarse para domar aquel desgobierno bendito.
“Anarcoma” no se parecía a nada, pero su dibujo un poco neurasténico y tan historiado traía perfumes de totalidad, transpiraba descaro y en esa temperatura propia lograba una sensación de libertad completa y cruel a la manera del arte marginal. Como aquel, se zafaba de cualquier posibilidad de crítica, no la admitía, le daba igual y no iba con ella, y por eso tampoco marcó una pauta, porque Nazario se regía por códigos íntimos, los de un feísmo (un hacer preciosismo de la fealdad) que hoy todavía es metralla, imbatible incluso en divisiones punk. O si no, que alguien me saque del revistero una cubierta más cruenta y horripilante, más mejor en algún aspecto, que la del primer número de ‘El Víbora’.
Nazario funcionó en “Anarcoma” con energías sagradas, aglutinando material de derribo y pulsiones violentas generadoras: el petardeo, unos bordados, los géneros chicos, el delirio sicalíptico, las callejas del chino… Lo hizo en dirección contraria a la moda de la normalización que aniquilaría la singularidad, operando contra la normalidad, contra las costumbres y las tendencias, y sin observar más servidumbre que la debida a su propia y colorista lujuria. Rubén Lardín
Si hay un punto en común entre los lectores y lectoras de tebeos en España es que todos, más tarde o más temprano, han leído una aventura larga de Mortadelo y Filemón. En un ‘Súper Humor’ agrietado, en un ‘Olé!’ con las esquinas dobladas, en un préstamo de casa de verano, en una compra apresurada para calmar al niño.
Francisco Ibáñez firmó más de un centenar de ellas, y tienen el pacto preciso entre lo que deseas de entrada y lo que traen de nuevo. Cada una de las aventuras largas de Mortadelo y Filemón –como cantaban La Costa Brava– es diferente y es igual. Son el punto focal de la nostalgia comiquera en España y la pieza primigenia de esa estirpe es “El sulfato atómico”: puesta de largo con la que los agentes de información sublimaron las dosis individuales y tomaron longitud de álbum europeo.
En “El sulfato atómico”, el inventor Bacterio patenta un insecticida que en realidad agiganta los bichos; cae en las manos de la república de Tirania, y nuestros agentes tienen que arreglárselas para recuperarlo. Allí afloran los característicos disfraces de Mortadelo, que lo mismo corre vestido de atleta que salta caracterizado de avestruz. En el futuro hará de la metáfora virtud y el traje de mariposa le librará de la ley de la gravedad. Mortadelo polimorfo y Filemón avinagrado corrieron un sinfín de aventuras que hoy se cuentan como clásicos: “Contra el ‘gang’ del Chicharrón” y “Safari callejero”, ambos de 1969, “El caso del bacalao” y “Valor y... ¡al toro!”, de 1970 (este último empezó no siendo de Mortadelo y Filemón y luego, tras cambiar las identidades a los personajes pegando cabezas nuevas en las primeras páginas, acabó convertido en uno de los volúmenes más especiales y queridos), “Chapeau el ‘Esmirriau’” y “Magín el mago”, de 1971, las Olimpiadas, los Mundiales...
Un recorrido que hoy tiene su lado de sombra, porque Ibáñez copió gags y recursos gráficos de la historieta francobelga y porque recurrió a ayudantes sin acreditar para su ingente producción posterior. Ibáñez no es un autor sin mácula, pero es el artífice de un elemento central en la historia del cómic en España: el punto de fuga donde, desde hace cuatro generaciones, se tocan todas las infancias. No será el instante nuclear del cómic, pero sí es el instante nuclear de la nostalgia. Raúl Minchinela
Un hastiado y digno Antonio Altarriba Lope (1910-2001) se suicidó a los 90 años lanzándose desde la cuarta planta de la residencia de ancianos en la que transcurrieron sus últimos dieciséis años de vida. A partir de las 250 cuartillas manuscritas que dejó como despedida, su hijo, el escritor y guionista Antonio Altarriba (Zaragoza, 1952), siguió los pasos de su padre –en una reinvención que lo proyectó hacia sí mismo: la continuación del uno en el otro– en casi doscientas páginas cargadas de diálogos y mil quinientas viñetas documentadas y dibujadas espléndidamente por Kim (Barcelona, 1947): realismo que golpea y que trasciende en un detallista blanco y negro.
Premio Nacional del Cómic 2010, este ejemplar “El arte de volar” –que tuvo su cara B en “El ala rota” (2016), la vida de la madre de Antonio Altarriba, también dibujada por Kim; díptico imprescindible– es referencia cumbre de nuestra novela gráfica. Los recuerdos ficcionados de un hombre casi siempre íntegro que participó como secundario en la brutal historia de la España del siglo XX y que, damnificado, padeció, directa o indirectamente, el devenir de la grandes citas de su tiempo: la segunda restauración borbónica con Alfonso XIII y la asunción monárquica de la dictadura de Primo de Rivera; la fugaz II República y la fratricida Guerra Civil; el penoso exilio en Francia y la cruel carambola de la II Guerra Mundial; el interminable, rancio y miserable franquismo, y, por fin, la llegada de una democracia ya ajena a los intereses de un hombre vencido y sin esperanza.
El guion no escatima detalles sórdidos ni mezquindad de lo cotidiano, ya sea en un inicial contexto rural o en el desarrollismo de un país gris y opresivo que marcó irremediablemente el carácter de muchos millones de españoles, víctimas de unas circunstancias represivas ante las que idearon un acomodo, legal o ilegal, para, aparcando ideologías o sometiéndose a la única imperante, procurar sobrevivir a ciegas o a favor de viento.
Antonio Altarriba Lope, héroe trágico, se enfrentó a ese frustrante devenir con un espíritu de combatiente anarquista, primero, y con un pragmático espíritu de supervivencia, después. “El arte de volar” es la triste historia de España de la última centuria, interiorizada a través de ese personaje noble pero imperfecto que, a falta de libertad, tanto individual como colectiva, aspiró a volar para escapar. Lo consiguió, finalmente, saltando al vacío. Y de ese vuelo nació esta obra maestra. Santi Carrillo
Año 1976. En los primeros pasos de la transición, en pleno destape erótico, un “progre” cualquiera abre las páginas de una revista satírica, con ganas de reírse un rato de la actualidad política y de alegrarse la vista. Sin embargo, lo que encuentra tiene poco de alegre: desde la rejilla férrea de pequeñas viñetas regulares, los ojos de unos niños desesperados lo escrutan. Carlos Giménez había comenzado con “Paracuellos” la recuperación de una inédita memoria personal, a través de un medio en el que nunca antes se había intentado algo semejante: no es de extrañar que poca gente lo entendiera. Por eso, tras pasar por varias revistas de la época, la serie recaló en la francesa ‘Fluide Glacial’.
Pero pronto, y gracias a la edición en álbum de Amaika en 1977, fueron muchos los españoles que descubrieron aquella realidad silenciada: la de los Hogares de Auxilio Social, una institución que recogió, principalmente, a los huérfanos de la guerra, a los hijos de los rojos en los que se proyectaría la venganza y el rencor de quienes ganaron la Guerra Civil para imponer una España negra, de violencia marcial y rosario forzado a golpes.
En el universo de “Paracuellos”, Giménez convierte los diferentes Hogares en un único espacio simbólico, escenario de los castigos, las palizas y la escasez que falangistas rabiosos y guardadoras reprimidas aplicaban impunemente, con el fin de quebrar a los chicos y moldearlos como los “hombres del mañana”, como subtitularía el autor una de las futuras entregas del serial . Quizá porque los niños siguen siendo niños e incluso en un lugar así hay esperanza y lugar para la risa, los sucesivos regresos de “Paracuellos” –hay ocho volúmenes, y se espera un noveno para 2022, que distintas editoriales (De la Torre, Toutain Editor, Glénat y Reservoir Books) han ido publicando y/o recopilando– que Giménez ha dibujado desde 1976 han ido virando al costumbrismo, con crecientes dosis de humor, y ofrecen un panorama más amplio de la experiencia de los niños del Auxilio Social.
Con una vocación testimonial que se remonta al “Yo lo vi” que enarboló Goya en 1812, Giménez, decidido a ser un autor en un mundo de artesanos, se inserta así en una tradición visual que levanta acta de la injusticia. Por eso son tan importantes los ojos, que interpelan al lector y transmiten hambre, miedo y dolor, pero también nos exigen, implacables, una explicación y un compromiso: que nunca olvidemos.
Aunque hubo algunos antecedentes, más de cuarenta años después resulta justo reconocer que, con “Paracuellos”, empezó algo nuevo en el cómic español, y la memoria histórica ganaba uno de sus primeros y más importantes referentes. Pero todo empieza y acaba siempre en los ojos de los niños que nos miran desde esas páginas eternas. Gerardo Vilches
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