Por Andreu Marves→
07. 12. 2023
Al inicio de “Anatomía de una caída” (2023), última ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, Daniel (Milo Machado-Graner), el hijo ciego del matrimonio formado por Sandra (Sandra Hüller) y Samuel (Samuel Theis), saca de paseo a su perro lazarillo de la cabaña alpina en la que la familia convive. A su regreso, halla frente a la casa el cuerpo de su padre, muerto, presumiblemente, tras una caída. No obstante, la autopsia dictamina que la causa de la muerte ha sido un golpe en la cabeza producido antes de caer al suelo, lo cual deja abiertas dos posibilidades: o bien Samuel se ha herido durante la caída, en un probable suicidio, o bien Sandra, que estaba con él en la casa, ha asesinado a su marido. Con este arranque, la directora y coguionista Justine Triet desplaza la verdad a un fuera de campo, a una imagen ausente cuyos intentos de reconstrucción (la titular “anatomía”) articularán el resto de la película.
En un primer vistazo, las formas austeras y familiares del drama judicial pueblan la mayoría del metraje, como evidencian las largas secuencias dedicadas al juicio de Sandra, en las que resulta de crucial importancia aquello que se dice (la palabra) y aquello que no (el gesto a descifrar de la acusada): dos materiales básicos en la construcción de este género, aquí presentes gracias a un guion metódico y a la impecable interpretación de Hüller.
Ante la falta de pruebas concluyentes, el caso deriva rápidamente en un asesinato de reputación, en que el carácter de Sandra y su negativa a encajar en el rol tradicional de madre y esposa, así como sus controvertidas prácticas como escritora de autoficción –es decir, como manipuladora de la verdad–, se convierten en la clave para dilucidar su culpabilidad; un proceso en el que los medios de comunicación cumplen un papel decisivo y que la película se encarga de denunciar, a pesar de la cuidadosa incertidumbre que rodea a Sandra y sus motivos.
Sin embargo, a partir de un determinado punto, “Anatomía de una caída” choca con los límites del conocimiento –y, por tanto, contra los del propio drama judicial como género: ¿cómo se puede esclarecer algo en la era de la posverdad?– y deviene una suerte de parábola según la cual la justicia es, sobre todo, el resultado de una postura moral. El instrumento de esta epifanía es Daniel –encarnado por un sensacional Machado-Graner–, cuya ceguera, lejos de suponer un impedimento, resulta ser una facultad que le permite ir más allá de lo aparente, hacia la enigmática esencia de lo real, conduciendo el filme al espacio fantasmático en que surgen sus ideas más interesantes.
Frente a la invisible muerte del padre y al exceso de imágenes que no revelan nada (están las del juicio mediático al que se somete a Sandra, pero también una antigua entrevista a Samuel que ella mira, esperando una reciprocidad imposible), cobra protagonismo la plasmación visual de las impresiones sonoras de Daniel, las cuales resultarán decisivas para el devenir del juicio: en ellas, descripción e imaginación se alían en la construcción de algunas de las escenas más estimulantes de la película, por contraste con la puesta en escena que domina el resto del filme, más rígida y apegada en exceso a archiconocidos códigos del cine de autor contemporáneo. Así, Triet sugiere, aunque no explora en profundidad, un camino que quizá hubiera sido más propicio para indagar el sugerente misterio en el corazón de “Anatomía de una caída”: la creación de una imagen visionaria que supere las limitaciones del realismo falsario que impera en la actualidad. ∎
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