David Lynch (1946-2025) falleció ayer jueves 16 de enero, dejando “un gran agujero en el mundo ahora que ya no está con nosotros”. Cuesta imaginar un presente en el que ya no exista el artista y cineasta nacido en Missoula, Montana, en 1946; una vida en la que ya no volvamos a participar de sus sueños, plasmados en formatos tan diversos como el cine, la televisión o la pintura. “Somos como el soñador que sueña y luego vive dentro del sueño”, repetía en el capítulo 14 de “Twin Peaks 3” (2017), como si fuera un eco de los versos del “Brihadaranyaka Upanishad”, uno de los textos sagrados hinduistas más filosóficos del corpus de esa doctrina. “Por siempre en sueños”, le susurraba Frank Booth (Dennis Hopper) a Jeffrey (Kyle MacLachlan) en “Terciopelo azul” (1986), recuperando el estribillo del eterno Roy Orbison. “En el futuro, estarás soñando”, le decía un personaje a Grace (Laura Dern), protagonista de las intrincadas pesadillas de su último largometraje, “Inland Empire” (2006).
Puede que el futuro no nos brinde más ensoñaciones lynchianas, pero su imaginario ha impregnado la cultura contemporánea de los últimos cuarenta años, desde los ectoplasmas expulsados por la boca de Henry Spencer (Jack Nance) en “Cabeza borradora” (1977) hasta la detonación en “Twin Peaks” (T3, 2017) de la primera bomba atómica, que quiebra el universo y permite la entrada de fuerzas malignas en nuestro mundo. Un posible punto de partida y otro posible telón de despedida de un artista irreductible que rehuyó los epítetos superlativos y las etiquetas que lo categorizaban como el perro verde del mundo del cine. En la autobiografía “Espacio para soñar” (Reservoir Books, 2018), escrita a cuatro manos junto a la periodista y crítica Kristine McKenna, Lynch contaba que fue un niño normal: “Tenía buenos amigos, no estaba pendiente de si era o no era popular y nunca pensé que era diferente”.
Esa infancia feliz forjaría, sin embargo, una imaginación preocupada por la multiplicidad del ser, tanto desde una posición estética como desde una honestidad profundísima. Tras abandonar los estudios de arte en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia, a finales de los sesenta rodaría sus primeros cortos –“Six Men Getting Sick (Six Times)” (1966), “The Alphabet” (1968), “The Grandmother” (1970) y “The Amputee” (1974)– como preludio de “Cabeza borradora”, un fascinante al tiempo que perturbador largometraje que ya reunía las obsesiones plásticas y narrativas que desplegaría de ahí en adelante. Como le sucedió a muchos espectadores, Mel Brooks alucinó con ese filme y decidió producir al joven Lynch su segunda película, “El hombre elefante” (1980), una cinta de época marcada por la dualidad monstruo/humano de su protagonista, John Merrick, y que llegó a ser nominada en ocho categorías de los premios Óscar de aquella temporada, incluidas mejor película y dirección. Fue entonces cuando llegaron ofertas tan inverosímiles como la dirección de “El retorno del Jedi” (Richard Marquand, 1983) o la adaptación de la novela de Frank Herbert, “Dune” (1984), que acabó aceptando y posteriormente lamentando tras sufrir las injerencias del productor Dino De Laurentiis. Al fracaso de esa película le debemos, no obstante, el triunfo de “Terciopelo azul”, nueva piedra de toque del imaginario lynchiano en el que una oreja cercenada iba a descubrirnos esa América subterránea en la que habitan y se remueven las fuerzas oscuras del alma, el Lynchtown acuñado por el teórico Michel Chion.
Lynchtown es también el escenario en el que sucede la que quizá es una de las grandes series de la historia de la televisión, “Twin Peaks” (1990-1991), ficción escrita y dirigida junto a Mark Frost sobre la muerte traumática de la adolescente Laura Palmer y el impacto que ese asesinato causa en la comunidad. Sus primeras dos temporadas se emitieron entre 1990 y 1991 en la cadena ABC, revolucionando el formato tanto en términos temáticos como narrativos, visuales y musicales –gracias a Angelo Badalamenti y Julee Cruise–, mientras que la conclusión de esa intriga llegaría 25 años después en el seno de la plataforma Showtime, en una tercera temporada mayúscula en todos los sentidos.
Entre esas primeras temporadas y el cierre de “Twin Peaks”, un cambio de siglo que nos dejó las obras más significativas de su corpus: “Corazón salvaje” (1990), la revisión psicotrónica de “El mago de Oz” (1939) merecedora de la Palma de Oro en Cannes; “Twin Peaks. Fuego camina conmigo” (1992), precuela del serial que explica lo sucedido antes del asesinato de Palmer; “Carretera perdida” (1997), un noir esquizofrénico que explora el deseo y la muerte con la acongojante banda sonora de Trent Reznor punteando su misterio; “Una historia verdadera” (1999), preciosa meditación sobre la vida y el perdón a partir de la historia real de Alvin Straight, un anciano enfermo de muerte por un enfisema que cruza medio Estados Unidos para reconciliarse con su hermano; así como, sobre todo, “Mulholland Drive” (2001), derivación de un piloto rechazado por la ABC en la que Lynch no solo se atreve a hurgar en la trastienda de la fábrica de sueños, sino a meditar sobre la materia de lo real y de lo onírico. Y si el siglo XX finalizó con esa actuación de Rebekah Del Río en el Club Silencio, el XXI quedó inauguró con “Inland Empire”, expansión de los bucles pesadillescos que Lynch ya plasmó en “Carretera perdida” o “Mulholland Drive”.
Lo más significativo de lo lynchiano, por último, quizá no sea esa capacidad por hacer aflorar los enigmas del subconsciente, los dilemas cósmicos o las tensiones entre el deseo y la realidad, sino la habitual candidez con la que el de Montana se enfrentaba a las tesituras de la existencia. Desde ese “Tienen unas caras muy interesantes, buenas noches” con el que agradeció el Óscar honorífico que recibió en 2019 hasta la campaña para promocionar una candidatura de Laura Dern para los Óscar de 2006, en la que se plantó con una vaca en mitad de Hollywood Boulevard, en la vida y obra de Lynch todo es cristalino, por mucho que parezca lo contrario. Se trata de mirar la rosquilla y no el agujero, como recordaron sus familiares en el anuncio de su fallecimiento. Por siempre en sueños, ahora sí, David Lynch. Paula Arantzazu Ruiz
Por Quim Casas
“Cabeza borradora” (1977)
Empezó el rodaje en 1972 y concluyó el montaje en 1976. Un filme absolutamente independiente, auspiciado en parte por el American Film Institute, que cobija todo el universo Lynch: el diseño de sonido como un zumbido eléctrico, los espacios claustrofóbicos, la estética industrial, las imágenes grotescas, las ficciones que solo ocurren en la cabeza de sus personajes, las canciones con letras extrañas.
“El hombre elefante” (1980)
Producida por Mel Brooks y fotografiada en un exquisito blanco y negro por Freddie Francis. Un filme hermoso sobre la monstruosidad que no reniega de las enseñanzas perversas de “La parada de los monstruos” (1932) de Tod Browning. La historia real de John Merrick, enfermo de elefantiasis, llevada de manera impecable al terreno del director, como muestra el inicio y la atmósfera industrial del filme.
“The Angriest Dog In The World” (1983-1992)
El cómic tampoco le fue ajeno. Entre 1983 y 1992 publicó con cierta periodicidad en el semanario gratuito ‘L.A. Rider’ esta irónica tira consistente en tres viñetas diurnas y una nocturna. El encuadre es siempre el mismo, como en muchas tiras cómicas de los diarios estadounidenses y los tebeos españoles. Un perro enfadado atado en el jardín y, de fondo, los comentarios en forma de bocadillos que llegan de sus propietarios en la casa.
“Terciopelo azul” (1986)
Cuando John Cheever se encontró con Edward Hopper mientras sonaba de fondo la dulce pero oscura “Blue Velvet” de Bobby Vinton y en la ciudad de Lumberton aparecía una oreja humana cortada en el césped y el “In Dreams” de Roy Orbison servía para un playback fabulador. Si “Cabeza borradora” fue la sorpresa, “Terciopelo azul” resultó la constatación. Surgió del fracaso de “Dune” (1984) y se consolidó como obra de culto.
“Corazón salvaje” (1990)
Siendo fiel a la novela de Barry Gifford, es una película plenamente lynchiana en cómo se adhiere los elementos reconocibles de “El mago de Oz”; en su deconstrucción de los relatos de parejas románticas en fuga; en sus cabriolas musicales (el “Love Me Tender” de Presley nunca ha tenido tanto sentido como cuando lo canta Sailor embutido en su cazadora de piel de serpiente); en la escena del abuso de Bobby Peru a Lula.
“Twin Peaks” (1990-1991 / 2017)
Con el mismo patrón de “Terciopelo azul” –mostrar la perversidad que se esconde debajo de una pulida superficie– pero construida a partir de la renovación, estética, temática y genérica, de la serialidad televisiva. Obra cumbre de Lynch, proseguida 25 años después con una tercera temporada que incluye en su octavo episodio la alucinante visualización del hongo atómico para alumbrar a Bob, la esencia del mal.
“Carretera perdida” (1997)
El Alfred Hitchcock de “Vértigo” (1958) revolotea en este neo-noir que acumula con criterio los lugares comunes del cine negro –la mujer fatal, el gánster, el chico engañado– hasta que el filme da un vuelco maravilloso e ininteligible con un cambio total de personalidad. Angelo Badalamenti convive con Trent Reznor en la banda sonora, aunque nada como el David Bowie de “I’m Deranged” trazando la carretera de noche.
“The Third Place” (2000)
De todos los trabajos publicitarios que realizó, este es el que mejor conecta con una de sus películas, “Cabeza borradora”: la misma estética de pesadilla en blanco y negro, similares escenarios y ángulos de cámara, laberintos, humo, sonidos distorsionados, la cabeza de un individuo que se desgaja de su tronco, un humano con cabeza de pato… Así entendió la promoción de una videoconsola de Play Station.
“Mulholland Drive” (2001)
Debería haber sido una serie tipo “Twin Peaks”, pero el rechazo de la cadena acabó siendo una bendición, pues el proyecto se transformó en otra de las mejores películas de su autor, escindida en una parte soñada y otra de lo más real. Visión descarnada de la mitología hollywoodiense, historia de amor, surrealismo, comedia, thriller, fantasía y otro gran playback con Orbison, el de la versión en español de “Crying” (“Llorando”).
“Blue Bob” (2001)
Ya había publicado en 1998 un álbum con la violinista Jocelyn Montgomery sobre la música de la abadesa, compositora y escritora Hildegarda de Bingen (1098-1179), pero “Blue Bob” es la primera de sus obras musicales que explora los sonidos que le sugerían el humo, el fuego, la electricidad y las máquinas. Grabado con su ingeniero de sonido de entonces (John Neff), es blues industrial con guitarras eléctricas, percusiones y voces tratadas.
“The Air Is On Fire” (2007)
Desde sus primeros tiempos como pintor no paró de exponer en las galerías y salones de prestigio (el pasado abril presentó en el Salone del Mobile de Milán la instalación “A Thinking Room”), pero “The Air Is On Fire” fue la gran exposición sobre toda su obra pictórica, fotográfica, de diseño, serigrafías y cinematográfica. Se hizo en la Fundación Cartier de París entre marzo y mayo de 2007 y dejó como legado un maravilloso libro que sintetiza el espíritu renacentista del autor.
“Dark Night Of The Soul” (2009)
Se unió a Danger Mouse (Brian Burton) y Sparklehorse (el fallecido Mark Linkous) para un proyecto que es un disco con una colección de fotos o un libro de fotos con canciones. Inspirada en San Juan de la Cruz, la obra incluye una serie de fotografías de Lynch que van del realismo crudo y urbano a la ensoñación onírica, y dos temas suyos con experimentos vocales y psicodelia vintage (el resto los cantan Black Francis, Julian Casablancas, Iggy Pop, Vic Chesnutt, Suzanne Vega o The Flaming Lips).∎
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