Por Paula Arantzazu Ruiz→
17. 02. 2023
La imagen de un crucero a la deriva como metáfora de la crisis de valores de la sociedad contemporánea no es el colmo de la sutileza en materia paródica, pero Ruben Östlund, quien ha ido despojándose de la finura –si es que alguna vez la empleó en sus películas– a medida que la estantería de su oficina ha ido acumulando los más rutilantes premios del circuito internacional, consigue hacer del barco de “El triángulo de la tristeza” (2022, se estrena hoy en España) un estupendo desfile de la peor calaña que pisa actualmente la superficie de la Tierra. No están todos los que son, pero el director sueco ha convocado, como mínimo, a los perfiles odiosos más representativos de los tiempos actuales: guapos y engreídos del postureo 2.0, oligarcas rusos surgidos de la caída del bloque comunista y hasta encantadores abuelitos enriquecidos gracias a la venta de armas a países en conflicto. Toda una repulsiva fauna.
Así las cosas, primero cabe sincerarse. Hay un placer no demasiado culpable en ver cómo el cineasta sueco maltrata a sus criaturas, en especial a las de este último filme, porque creemos, pobres de nosotros, que la justicia que se toma Östlund por su mano tiene algo de poética. En realidad, todo sea dicho, aquí no hay ni justicia ni mucho menos poesía. En la autodenominada “trilogía sobre la masculinidad actual”, conformada por “Fuerza mayor” (2014), “The Square” (2017) y “El triángulo de la tristeza”, la mordacidad característica de la sátira ha ido en detrimento película a película. Y la escuálida frontera entre el cinismo y el humanismo por donde transita el cine de Östlund parece haberse desdibujado en favor de una incomodidad que bordea el espectáculo. Nos reímos, sí, pero sería ciertamente divertido, por honesto, que por una vez Östlund, en su épater le bourgeois, acabara pegándose un tiro en el pie.
Por momentos “El triángulo de la tristeza” parece que va en ese camino. Estructurada en tres capítulos –una especie de prólogo que nos presenta a Carl y Yaya, la guapa pareja de modelos protagonista; un segundo segmento que acontece en un crucero de lujo à la “The White Lotus” (Mike White, 2021-), y un tercer acto ubicado en un remoto paraje de playa en lo que vendría a entenderse como una traslación de las dinámicas narrativas de “La isla de los supervivientes” al cine de autor–, la cinta es tan delirante y ostentosa que se asemeja a una alucinación. Sin duda el largo tramo del crucero es lo mejor de la función, con varios sketches en busca de la vergüenza ajena y de la risa helada que culminan cuando aparece un Woody Harrelson espléndido en el papel del borrachuzo capitán filomarxista y con la celebrada secuencia de la cena de etiqueta en la que todo, literalmente todo, concluye en una nauseabunda y exagerada vomitona colectiva.
Esa secuencia climática, de la que podría decirse que regurgita la claustrofobia endogámica de “El ángel exterminador” (Luis Buñuel, 1962), marca un antes y un después en la deriva de la película. Para cuando el naufragio del yate de lujo acaba por invertir los roles de poder y los ricos se transforman en subordinados de quien hasta hace apenas un día estaba limpiando el vómito de esa pequeña élite privilegiada, las cartas ya están encima de la mesa. Aunque cada uno de los episodios funciona de manera independiente, el apartado del crucero puede asimismo entenderse como un preámbulo dilatado de este tercer y último capítulo, en el que se despliegan verdaderamente y se resuelven, a modo de reality survival, las distintas tensiones antes presentadas. Para Östlund, no obstante y a pesar de los cambios alocados de escenario, todo parece confluir en un mismo punto: en cuanto poseemos los medios de producción y de riqueza, ni pobres ni ricos podemos escapar del aspecto más ruin de nuestra existencia. “Everyone’s equal now”, reza el lema del desfile con que se inaugura la película. Ahí está la moraleja del asunto. ∎
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