Como esos niños que juegan a cavar agujeros con la ilusión de terminar apareciendo en China,
Harmony Korine ha ido perforando las capas del underground a lo largo de casi dos décadas hasta asomar su sonriente y burlona cabeza en pleno corazón de lo
mainstream. Adiós a los
freaks amateurs y a las presencias de culto (Chloë Sevigny, Werner Herzog, Denis Lavant…): en
“Spring Breakers” (2012; en España, 2013) la cámara de Korine solo tiene ojos para James Franco –aquí un cruce entre el Willem Dafoe de “Corazón salvaje” (David Lynch, 1990) y Lil Wayne– y para unas “chicas Disney” enfundadas en bikinis mínimos y arrojadas a una espiral de corrupción moral y criminal.
Pese a lo llamativo de la premisa, el filme no destaca tanto por los excesos provocadores (Selena Gomez incluso se las apaña para salir del embrollo con su halo de inocencia intacto) como por el escaso apego que el director siente por las convenciones del relato. De hecho, su retorno constante a una serie de ideas visuales y sonoras, enhebradas por una narrativa casi musical, llevó al compañero Manu Yáñez a lanzar un atrevido símil con el último Terrence Malick. Pero, a diferencia del firmante de
“El árbol de la vida” (2011), Korine no aspira a lo Trascendente, sino a empacharse de fritanga pop –de “Jersey Shore” a Britney Spears, pasando por Skrillex, coautor de la banda sonora junto al omnipresente Cliff Martinez– para crear un artefacto que rechaza con ahínco la lectura en profundidad, pues su materia prima es toda piel y cáscara.
Tan ladina como coyuntural –el autor nunca ha planteado su cine como algo que deba envejecer bien–, el mayor logro de “Spring Breakers” es habitar un plano de sublime idiocia, inmune tanto a quienes se lanzan a fabricarle la corona de obra maestra como a aquellos que la vilipendian cargando contra la misma enervante insustancialidad que la película se cuelga como medalla. ∎