Destrucción y caos, eso es la guerra. Igor Tuveri (Cagliari, 1958), aka Igort, arranca y termina sus “Cuadernos ucranianos. Diario de una invasión” (2022; Salamandra Graphic, 2023) poniendo el acento en aquello de lo que la guerra carece: “No hay épica, no hay gloria”. Salamandra se encarga, como ya hizo con los “Cuadernos ucranianos y rusos” en 2020, de editar un cómic urgente que es lineal, por su condición de diario, pero está salpicado de incisos históricos, necesarios para entender el conflicto. El italiano, con lazos familiares eslavos, cuenta en esta bitácora a distancia qué está pasando en Ucrania tras la invasión rusa, desde el 24 de febrero de 2022. Lo que empezó siendo un reportaje gráfico en el suplemento cultural del diario italiano ‘La Repubblica’ ha concluido en una obra que reúne testimonios sobre el terreno y que parte de un diario, con lo todo lo disperso y caótico que puede llegar a ser un diario, que por definición alberga un carácter espontáneo e incontenible.
Es posible construir en el caos, aunque sea para denunciar el fracaso mismo que supone una guerra. Y el autor lo hace, no tanto con el estilo meticuloso y objetivo –y la extraordinaria calidad– del Joe Sacco de “Notas al pie de Gaza” (2009), pero sí con mucha indignación y humanismo. La doble página de arranque resume gráficamente el conflicto bélico contemporáneo –todos ellos– como fuego eterno que asola el corazón civil. Documentar la injusticia es lo que late a lo largo del volumen, aunque sea a modo de retazos de historias, viñetas-retrato como la de las babushkas Emilia o la valiente Ania, que a sus 83 años se niega a bajar a un refugio para morir “como una rata”.
Inserta historietas que nos retrotraen a 2014 para explicar los orígenes del conflicto, cediendo protagonismo a la carnaza juvenil, la soldadesca que se envía al matadero. Ejemplificada en el soldado ruso Yevgueni Miazin, sentenciado oficiosamente a muerte por querer desertar. Mariúpol coge el testigo sangriento de precedentes europeos –Dresde, Sarajevo– convertida en “ciudad mártir” por su condición estratégica, y es representada desde la oscuridad de los sótanos del teatro, donde asoma la sombra del crimen contra la humanidad; las viñetas de la devastación se ceban en Bucha, otro símbolo de la destrucción total. Volviendo al pasado, Igort se detiene en el Holodomor (en ucraniano, “muerte por hambre”), el holocausto ucraniano, con Stalin como ejecutor: ilustrado con una sencillez desgarradora, cadavérica, con las siluetas humanas progresivamente oscurecidas. Otra historia de aniquilación. Después apunta a Stepán Bandera, nacionalista ucraniano con simpatía por los nazis.
La convivencia con la pobreza de una nación de por sí precaria; los dilemas morales ahogados en psicotrópicos, como el de Masha; el casi abocetado dibujo de N., de 10 años, reflejando la melancolía aterrorizada del desplazado; el caso de Pável, protegido por su esposa de los rusos como si de un topo de la República Española se tratara. Es en la miseria diaria donde los cuadernos justifican una existencia donde la lucha por la supervivencia se ha extremado, en la que poner cara a las víctimas del enésimo sátrapa –Putin– se antoja como un deber moral inapelable. Para eso sirve, también, el arte. ∎
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