Nadie como Godard. Foto: Getty Images
Nadie como Godard. Foto: Getty Images

Fuera de Juego

Jean-Luc Godard: el fin de los gigantes

El adiós de Jean-Luc Godard (1930-2022) –que falleció ayer, 13 de septiembre–, uno de los directores de cine más influyentes de cualquier tiempo, deja un sabor a fin de era. Ávido experimentador de nuevos recursos fílmicos, habilidoso transformador de referencias, responsable de una obra siempre desafiante no exenta de controversia, el cineasta franco-suizo impulsó una revolución formal que ha instigado –seguirá haciéndolo– infinitas vocaciones e innumerables pasiones de cinéfilo. Más información, en este Editorial.

14. 09. 2022

En la adolescencia, viendo las películas de Andrei Tarkovski o Stanley Kubrick, uno se podía enamorar de las posibilidades expresivas del cine, pero cuando veía las de Jean-Luc Godard (París, 1930-Rolle, 2022) sabía que también podría hacerlo en algún momento. Que era tan sencillo como seguir la vida con la cámara, escribir con el desparpajo y la velocidad despiadada de una novelucha de Dashiell Hammett. Se podía ser tan descarado como en la supuesta falta de profesionalidad del primer álbum de Pavement. Sin embargo, la apariencia destartalada de “Al final de la escapada” (1960) escondía la elegancia fruto de una mente pantagruélica donde cabían la prosa de William Faulkner, la planificación económica de la serie B, los diálogos endiablados de Howard Hawks, los personajes femeninos que mueven las historias o el naturalismo mineral de Roberto Rossellini.

De ser una rata abonada a la Cinémathèque de Henri Langlois, pasó a escribir crítica con un estilo contundente y absoluto en una prosa tan heredera de Céline como de las novelas pulp, sobre todo en ‘Cahiers du cinéma’. Junto con Jacques Rivette, André Bazin o Éric Rohmer, acuñó la llamada “Política de los autores” y la puesta en escena como rasgo definitorio del creador cinematográfico. Todos ellos reivindicaron la obra de Jacques Becker, Alfred Hitchcock, Nicholas Ray, Samuel Fuller o Howard Hawks.

Tras unos pocos cortometrajes misteriosamente financiados, se dice que fruto de robar a parientes y de la caja de la redacción de ‘Cahiers’, irrumpe en el mundo con el debut más fresco de todos los tiempos. La nouvelle vague se podría ilustrar tan solo con un fotograma suyo. En “Al final de la escapada” combinó serie B y melodrama, usó a un reportero de guerra como director de fotografía, liberó a la cámara de la dictadura controlada del estudio y la llevó a la inmensidad de la realidad, vistió a sus personajes de belleza, misterio, descaro, coreografías improbables, hechuras brechtianas y fotogenia luminosa. En una sola cinta mezclaba crítica, citas cultas, guiños al espectador, cinefilia. Y le daba tiempo a experimentar con el montaje y la luz de un modo prodigioso. Debe haber pocas obras que han gestado tantas vocaciones. Con su ópera prima, Godard inauguró la posmodernidad antes de que la modernidad se hubiera anunciado oficialmente.

Anna Karina & Jean-Luc Godard, 1961. Foto: Getty Images
Anna Karina & Jean-Luc Godard, 1961. Foto: Getty Images

En una primera etapa profesional marcada por la velocidad de sus procesos de producción –casi una media de dos filmes al año– y lo escueto de sus guiones, se alía con dos personas capitales en su carrera: en lo técnico, el director de fotografía Raoul Coutard (1924-2016), una de las miradas más milagrosas de la historia del cine; y en lo emocional, la actriz Anna Karina (1940-2019), su esposa, como catalizadora de todo su contenido. Combinaba el formato cruadrado para el blanco y negro –por ejemplo en “Vivir su vida” (1962) y “Banda aparte” (1964)– y un rabioso cinemascope –“Una mujer es una mujer” (1961) o “Pierrot el loco” (1965)– para el color, aunque el planteamiento era siempre el mismo. Rodar cazando, darle dignidad y majestad a un plano fijo, beatificar con un primer plano, hacer magia con un movimiento de cámara más o menos largo, pero siempre magia. Escribir a pie de cámara diálogos ametrallados, adaptar novelas de medio pelo para crear obras maestras, explorar el desorden narrativo desde el montaje y la sonorización.

En sus primeras obras, lo que canónicamente se conoce como los “Años Karina”, Godard está cerca del zeitgeist de la juventud y sus cuitas: de la Guerra de Argelia (1954-1962), el amor, el trabajo-esclavitud, las distopías, la musica pop, lo azaroso de la existencia, el amor por Beethoven, Mozart y los Alfa Romeo, la violencia pasada por el filtro de la cinefilia. De este período destacan seguramente “Pierrot el loco”, una película sobre el amor y la muerte, desesperada y de pulsión suicida filmada con los colores rabiosos de un musical de Gene Kelly en plena Costa Azul; “Vivir su vida”, su obra más cercana temáticamente a la pasión vista por sus héroes Robert Bresson, Carl Dreyer o Roberto Rossellini, donde se sigue en episodios la degradación de una mujer en la prostitución; y “El desprecio” (1963), con Brigitte Bardot sustituyendo a Karina y Michel Piccoli como sosias suyo, donde adaptando a Alberto Moravia realiza una obra compleja y autobiográfica sobre el amor, los celos y el cine en un carrusel de momentos, paisajes, espacios, pasajes musicales repetidos obsesivamente, gestos y soluciones narrativas en estado de gracia. Visto como defecto o como virtud, a Godard se le ha reprochado ser estetizante, pedante y cerebral, a lo que se podría replicar –y él lo respaldaría– que el cine no es ni debe ser la realidad. El cine es un fantasma.

Jean-Luc Godard, en 1963, durante el rodaje de “El desprecio”. Foto: Jean-Louis Swiners / Gamma-Rapho (Getty Images)
Jean-Luc Godard, en 1963, durante el rodaje de “El desprecio”. Foto: Jean-Louis Swiners / Gamma-Rapho (Getty Images)

Los “Años Karina” acaban mientras se enamora de Anne Wiazemsky, nieta de François Mauriac, tras verla en la pantalla de los dailies de “Al azar de Baltasar” (Robert Bresson, 1966), como vio a Karina tras descubrirla en un anuncio de jabón en un cine. Pero, sobre todo, los “Años Karina” acaban porque la política gana peso en el discurso del cineasta. “La chinoise” (1967) es el reflejo de las conversaciones que escucha a los compañeros de clase de su nueva novia y se acaba convirtiendo en un panfleto maoísta sin disimulo alguno, rodado con el lustre de un esteta –una de sus últimas colaboraciones con Coutard– y de algún modo pregón inicial de los hechos de Mayo del 68, donde hace de vedette/poster boy tanto en las manifestaciones como en el festival de Cannes. En “Week-end” (1967), el llamado por el mismo Godard “fin del cine” –más bien fin de “su primer cine”– ya es una obra de revolución, de poso amargo, tan descreída como “Saló, o los 120 días de Sodoma” (Pier Paolo Pasolini, 1975) y que dispara contra toda convención social. Tras esta última obra y un documental para The Rolling Stones destrozado por el productor y recuperado bajo el nombre de “Sympathy For The Devil (One Plus One)” (1968), Godard se oculta con Jean-Pierre Gorin bajo el nombre de Grupo Dziga Vertov. Trataban de poner imágenes al servicio de la revolución adoptando el uso del vídeo como única herramienta válida y renegando de toda su obra anterior.

Tras una última obra firmada con Gorin, “Todo va bien” (1972), protagonizada por Jane Fonda e Yves Montand, inicia una nueva etapa de experimentación donde mezcla autobiografía, diario, reflexión estética, crítica y revisión histórica: “Ici et ailleurs” (1976) o “Carta a Freddy Buache” (1982). En 1980 vuelve al cine convencional ya instalado en Suiza con “Salve quien pueda (la vida)”. El Godard que viene es irreconocible. En obras como “Pasión” (1982), “Nombre: Carmen” (1983), “Detective” (1985) y, sobre todo, en “Yo te saludo, María” (1985) va cien pasos por delante de cualquier creador. Ha abandonado el esteticismo pop y se revela como un artista e inventor de imágenes y narrativas inéditas. Reinventa el montaje de nuevo, manipula texturas e introduce capas y capas de significado. Las imágenes claras y limpias conseguidas en esta época son por sí solas justificación suficiente para su excentricidad. Por cierto, cada vez que se habla de nuevas narrativas se debería repasar esta etapa para advertir de la ingenuidad del uso actual.

En el festival de Cannes, en 1987. Foto: Getty Images
En el festival de Cannes, en 1987. Foto: Getty Images

Sin embargo, su obra más monumental culmina con la finalización de una muy personal historia del cine en ocho entregas en modo de monólogo interior y diálogo con los maestros: “Historia(s) del cine” (1989-1999). Un intento de dar razón al lenguaje visual como elemento civilizador. La obra se antoja casi elaborada a mano por la manipulación desatada en posproducción, ralentís, repeticiones, reencuadres, rotulación, tintado. La mirada libre sobre los clásicos y el recurso de una mirada transversal que revela costuras ocultas entre épocas, autores, gestos hacen de esta obra una reflexión excéntrica y solitaria. En ese sentido, las últimas cintas del franco-suizo como “Elogio del amor” (2001), “Film socialisme” (2010) o “Adiós al lenguaje” (2014) basculan entre ficciones y ensayos visuales de hondas ramificaciones ya no solo en la cultura de la imagen, sino en la práctica filosófica y política. Cuando acabó de crear imágenes, Godard había llevado al límite las posibilidades expresivas de su camino con el lenguaje audiovisual, en un compromiso vocacional férreo.

Con él no solo muere el último gran cineasta. El hueco que deja es un lugar tan vacío que costará hacer entender a las generaciones venideras por qué falta una pared entera de la casa. Muere un modo de entender las imágenes como herramienta atesoradora de la razón y la emoción. Qué envidia da quien tiene toda su obra por ver, para pelearse con ella. Aunque quizá Jean-Luc Godard llevaba muerto hace mucho tiempo. De hecho, se moría a cada poco. Le dio tiempo a ser un bebé, un cachorro, un joven turco, un clásico, un dinosaurio, un fósil y un trozo de ADN encontrado en un poco de ámbar. Quien vivía en Rolle –la ciudad suiza donde falleció ayer, 13 de septiembre– no era el iconoclasta moderno de cuya primera película teníamos gastado el VHS. El maestro de “Historia(s) del cine” no era mago de la imagen pop regurgitada en los últimos tiempos por Tumblr, Pinterest y una horda de publicistas.

Jean-Luc Godard, 2001. Foto: Christophe D’Yvoire / Sygma (Getty Images)
Jean-Luc Godard, 2001. Foto: Christophe D’Yvoire / Sygma (Getty Images)

Godard fue un creador continuamente ocupado en quemar etapas, en no volver nunca a lo pretérito porque ya estaba pensado, en hacer avanzar su sistema de pensamiento –y en consecuencia el estético– en un ejercicio de lucidez y coherencia único. Pero también fue un producto paradójico de su tiempo: centrifugado por un maoísmo de postal que en cierto momento hizo atractiva la lucha armada mientras que disfrutaba del privilegio burgués en todos los sentidos. Ese Godard existió. Como el cretino y el malhumorado.

Más que el rosario de epifanías audiovisuales, quizá la mejor obra sea el propio relato de Godard. Una obra controlada hasta el final, desde una histórica obsesión morbosa con la muerte sin dejarse abandonar al final imprevisto, sino escribiendo las últimas líneas él mismo en un suicidio asistido. JLG decidió dejarnos, dicen, no enfermo, pero sí agotado de vivir.

Godard ya no está. Pero nos queda lo mejor de él. La obra de Godard. El magisterio de Godard. Ramón Ayala

Godard en diez filmes. De la subversión al ensayo, del pop a Mao

Sintetizar el universo godardiano en diez películas –de las 130 que realizó entre largos, cortos, documentales, filmes militantes, vídeos y trabajos televisivos– es tarea condenada al fracaso, pero revivir al menos esa decena puede resultar reconstituyente incluso para aquellos que no lo toleran, les molesta o les gusta poco. A quienes no les gusta nada es imposible convencerlos. Prefiero el “Nadie como Godard” de Alain Bergala que el “¡Me cago en Godard!” de Pedro Vallín, así que esto es una alabanza en forma de diez perlas de un cineasta que no todo lo hizo bien, pero que siempre intentó que todo lo que hizo estuviera un paso por delante de su tiempo.


“Al final de la escapada” (1960)

Citas a Bogart y a Sam Fuller: el plano subjetivo de Jean Seberg mirando a Jean-Paul Belmondo a través de una revista enrollada está tomado del plano subjetivo desde el interior de un rifle del western fulleriano “Cuarenta pistolas” (1957). Reinvención de la luz en el cine con la iluminación de unos flexos rebotados contra el techo. Presencia de Jean-Pierre Melville, un icono para los cahieristas. Subversión del halo trágico y romántico del film noir. El ‘New York Herald Tribune’ en los Campos Elíseos. Travelín final arrebatado siguiendo al moribundo Belmondo, otra vez coincidente con la escena de clausura de un filme de Fuller, “Bajos fondos” (1961), rodado el mismo año.


“Vivir su vida” (1962)

Si Godard inventó la modernidad –no en solitario, porque en esa lucha también estuvieron Ingmar Bergman, Jacques Rivette, Karel Reisz, Nagisa Ōshima y Michelangelo Antonioni– posiblemente sea por el bellísimo plano de Anna Karina llorando mientras ve en una sala de cine a la Maria Falconetti de “La pasión de Juana de Arco” (1928), de Carl Dreyer. Este filme construido en doce retablos, con planificaciones de lo más arriesgadas en las secuencias de conversaciones, y adaptación a esos tiempos modernos de la prostituta Nana de la obra de Émile Zola, reinventó la fotogenia cinematográfica.


“El desprecio” (1963)

La isla de Capri, el rodaje de una nueva versión de “La Odisea” realizada por un director llamado Fritz Lang a quien interpreta Fritz Lang, tensiones con el productor (Jack Palance), diatribas del guionista (Michel Piccoli), equívocos de la actriz (Brigitte Bardot) y muchas reflexiones sobre el estado del cine a costa de una novela de Alberto Moravia llevada por Godard a su terreno. El autor (JLG) y la gran estrella (BB) frente a frente, con Godard ya muy seguro de sí mismo. Del filme se desprendería el magnífico documental “El dinosaurio y el bebé” (André S. Labarthe, 1967), en el que Godard y Lang conversan sobre el cine en general y las películas de ambos en particular.


“Banda aparte” (1964)

Otro thriller travestido de comedia con una gran escena musical –Godard ya había revisado el género en “Una mujer es una mujer” (1961)– y las tribulaciones de tres jóvenes amigos (Anna Karina, Sami Frey y Claude Brasseur) por las calles de París. Muy icónica, inspiraría el nombre de una escuela de cine barcelonesa –Banda Aparte–, de la compañía de producción de Quentin Tarantino –A Band Apart– y de una melancólica película –“Le Week-End” (Roger Michell, 2013)– que reproduce, con un matrimonio maduro y desgastado por el tiempo, la escena del baile en el bar.


“La mujer casada” (1964)

Otro dechado de virtudes fotogénicas, con la secuencia inicial en la que los brazos, piernas, vientres y nucas de los amantes en la cama se ven fragmentados. Soberbio trabajo de fotografía en blanco y negro de Raoul Coutard, una vez más, para un sutil estudio de los deseos y dudas de una mujer casada respecto al egocentrismo y la vanidad de su esposo y su amante. Jean-Pierre Léaud dejó de ser Antoine Doinel para convertirse en asistente de dirección de Godard, la némesis de su descubridor, François Truffaut.


“Pierrot el loco” (1965)

Adaptación muy particular de una novela del escritor estadounidense de serie negra Lionel White llevada a los confines del nihilismo y la estética pop. En la primera secuencia, Belmondo le lee a su hija pequeña consideraciones sobre Velázquez y otros pintores y le dice a su esposa que dejar que la niñera vaya al cine a ver “Johnny Guitar” (1954) de Nicholas Ray es la mejor forma de instruirse. Después, Belmondo se topa con Sam Fuller en una fiesta y este le cuenta lo del cine como un campo de batalla. Observando emocionalmente el cine americano de los años 50, el de la “Generación de la violencia”, Godard trazó su propio camino en el cine negro de los 60.


“La chinoise”
(1967)

Tras su virulento retrato de la sociedad de consumo en “Week-end”, sintetizado en el famoso y larguísimo travelín por una carretera repleta de coches accidentados, Godard rodó en el mismo 1967 su primera conversión al ideario maoísta, piedra de toque para su posterior práctica del cine militante con el Grupo Dziga Vertov. Léaud, Anne Wiazensky –la segunda esposa del director– y la malograda y radicalizada Juliet Berto protagonizan este panfleto pop, estridente y provocador, lúdico y satírico, en la antesala del Mayo francés de 1968.


“Sympathy For The Devil (One Plus One)”
(1968)

¿Godard versus The Rolling Stones? No exactamente. En su recorrido por los movimientos contraculturales de la segunda mitad de los 60, haciendo hincapié en los Panteras Negras, el director visita al grupo de Mick Jagger en el estudio de grabación. El resultado –solo una parte del filme– es un estupendo documento musical sobre cómo la canción “Sympathy For The Devil” va adquiriendo su forma toma a toma. Circulan dos versiones, la montada por Godard y la editada por los productores de la película.


“Salve quien pueda (la vida)”
(1980)

Tras sus trabajos televisivos de los años 70, Godard volvió a un cine más o menos narrativo y “digno” de estrenarse en salas con este filme sobre tres personajes desubicados emocional y sexualmente. Isabelle Huppert encarna a una prostituta que podría haber sido amiga de Nana, y Jacques Dutronc y Nathalie Baye son dos amantes separados: ella se apellida Rimbaud y él, Godard. El director volvería a cierto primer plano comercial con este filme y los siguientes “Pasión” (1982), “Nombre: Carmen” (1983) y “Yo te saludo, María” (1985).


“Film socialisme”
(2010)

Tan bella como inaccesible, tan compleja como orgánica, “Film socialisme” llevó a Godard a cotas de expresión inimaginables filmando con la cámara de un móvil. Un crucero por el Mediterráneo con turistas que no saben apreciar lo que ven, aunque entre ellos están Patti Smith y el filósofo Alain Badiou. Montaje en colisión de imágenes de Nápoles, Barcelona, Odessa, Palestina, y Andrés Iniesta conviviendo con Velázquez y el Quijote. El filme-ensayo en toda su dimensión. Dejó plantado al festival de Cannes porque no quería que se hablara de él en vez de hablarse de la película. Nadie como Godard. ∎

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