“Titane” ha propulsado a Julia Ducournau a la primera línea del cine contemporáneo. Su histórica Palma de Oro en Cannes ha hecho de esta cinta en la que los géneros se confunden tanto como la carne y el metal uno de los hitos de la temporada. Hablamos con su directora sobre la monstruosa humanidad de sus personajes.
Cuando Julia Ducournau estrenó “Crudo” (2016) pasó a formar parte de la nómina de una nueva generación de cineastas que parecía estar predestinada a remover los cimientos del género fantástico y de terror al abordarlo desde una perspectiva femenina que rompía con toda la herencia heteropatriarcal. Se trataba de liberarse de todas las convenciones represivas, de dilapidar los tabúes y situar a la mujer en el centro del relato no como objeto pasivo, sino como sujeto activo capaz de generar una verdadera transformación dentro del sistema.
La concesión de la Palma de Oro a una película como “Titane” (2021) puede que constituya el paso definitivo dentro de ese proceso de cambio. Por primera vez una mujer, Ducournau, ganaba en solitario este galardón –en 1993, Jane Campion la obtuvo por “El piano”, ex aequo con “Adiós a mi concubina” de Chen Kaige; y en 2013, el jurado consideró que las actrices Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos eran tan autoras de “La vida de Adèle” como su director, Abdellatif Kechiche–, y lo hacía con una película inclasificable, de esas que están llamadas a marcar una época, que suponen un antes y un después, que lo trastocan todo por su manera de abordar temas incómodos y dilemas morales que forman parte de nuestro tiempo, atravesados por una contundente radicalidad expresiva.
Julia Ducournau concibe su cine como una experiencia catártica. Sus personajes se encuentran en los márgenes de lo socialmente aceptado y buscan su lugar en el mundo a través del descubrimiento de su propia naturaleza. Se trata de procesos de transformación que nos llevan de un estadio a otro y que nos conducen por una serie de impactos sensoriales que apelan a los instintos más básicos y animales, entre los que se encuentra el sexo, la rabia, la violencia y también el amor.
Sus criaturas son a la vez víctimas y verdugos, se condenan al mismo tiempo que se liberan a través de ese arco de metamorfosis que sufren sus cuerpos. Si en “Crudo” la protagonista descubría su verdadera identidad al probar la carne humana, en “Titane” lo hace tras mantener relaciones sexuales con un coche y quedar embarazada de la máquina. Así, emprenderá un camino de no retorno que parte de la destrucción para terminar desembocando en la creación, la de una nueva entidad que fusiona lo orgánico y lo tecnológico, lo femenino y lo masculino. Un ser del futuro, como la propia película.
Resulta complicado hablar de “Titane” en términos narrativos, porque precisamente Ducournau intenta escapar de esa constricción y todo su peso castrante. Su cámara se sitúa desde el primer momento a la altura de una joven, Alexia (Agathe Rouselle), que, tras sufrir de pequeña un accidente de tráfico, lleva implantada en el cráneo una placa de titanio. En cierto modo, esta particularidad le ha hecho perder parte de su humanidad. No ha encontrado su lugar en un mundo particularmente hostil marcado por la relación tóxica con su progenitor (interpretado por el cineasta Bertrand Bonello). No sabe establecer vínculos con las personas que la rodean si no es a través de la violencia y no sabe cómo manejar su sexualidad y la cosificación a la que es reducida.
Tras un estallido de auténtica psicopatía, huirá haciéndose pasar por un joven desaparecido hace años, Adrien, al que su padre, Vincent (Vincent Lindon), busca con desesperación al mismo tiempo que lidia con un trauma psicológico y con su decrepitud física. Dos seres heridos que se entenderán sin palabras, quizá porque el único lenguaje universal en realidad es la confianza, la empatía y la ausencia de prejuicios. La narración se irá transformando al mismo tiempo que también cambia el cuerpo de Alexia/Adrien. Podríamos decir que la segunda parte es el reflejo de la primera, ya que la directora establece un juego de espejos entre ambas mitades que terminarán complementándose de una manera reveladora, conduciéndonos desde el caos a la aceptación.
Desde tus primeros trabajos, el cuerpo femenino y su transformación se han convertido en el eje de las historias.
Para mí la libertad pasa por la transformación de los cuerpos. Siempre he tenido muy claro en mi cabeza que tienes que ser muchos para llegar a ser uno. La identidad es una cuestión de capas. Hay que ir pelándolas hasta llegar a la esencia, para estar más cerca de la verdad sobre ti mismo. Estamos condicionados por los constructos sociales que nos categorizan y es precisamente lo que nos hace más daño y nos impide escuchar lo que late en nuestro interior. La norma, y en consecuencia la normatividad en cuestión de géneros, nos asfixia, nos anula. Yo quiero romper en mis películas con todo eso, liberar a los personajes de ese peso y dejarlos fluir más allá de las representaciones arquetípicas. Por eso, planteo mis historias como un recorrido en el que hay criaturas que van mutando, hasta que en las escenas finales asistimos al paso final de esa mutación que las convierte en seres más fuertes que por fin se aceptan como entidad independiente.
En tus películas hay también un discurso en torno a la naturaleza de los monstruos.
La monstruosidad está en todos nosotros. La criatura de Frankenstein mira a su creador y en su retina se ve reflejado, y lo curioso es que se humaniza a través de la violencia. Todos contribuimos a generar monstruos de alguna manera, son fruto de nuestra sociedad. De hecho, la palabra “monstruo” viene de “mostrar”; es decir, que se nos está revelando algo, se nos indica y señala. Los rechazamos porque condensan el lado más oscuro de la naturaleza humana.
¿Cómo empatizar con ellos? A través de su fragilidad. Son seres incomprendidos, que son rechazados porque no son humanos. En “Titane” intenté que el espectador estableciera una conexión con Alexia a través de su cuerpo y de lo que este está experimentando. Al principio está vacía, no tiene sentimientos, es una psicópata. Pero podemos entender su dolor, tanto físico como emocional, porque es un sentimiento universal, y a partir de ahí recorrer con ella ese camino desde la destrucción a la reafirmación.
A pesar de todos los discursos e interpretaciones que pueden desprenderse de la película, apuestas por una narración en la que cobra una mayor importancia la fisicidad y la experiencia orgánica.
Eso estaba ahí desde el inicio del guion. No quería que hubiera muchos diálogos, ni subrayar la historia con palabras, prefería narrar a través de las imágenes. El tema principal es el amor y tenía claro que el relato correría a través de los cuerpos. Tanto Alexia como Vincent no se aceptan como son, están peleados con su apariencia física, se rechazan, se magullan, se hacen daño y necesitan repararse, tanto por fuera como por dentro. Otra decisión importante fue alejarme de manera consciente de la clásica estructura en tres actos y darle una importancia fundamental al arco de transformación de los personajes para que tuviera un sentido más orgánico. Quería empezar la película de forma muy barroca, muy saturada, para finalizar con algo tan simple como dos personas que se abrazan.
Cuando se estrenó la película en el Festival de Cannes se habló de una nueva interpretación de la Nueva Carne, del cine francés extremo y de las nuevas teorías feministas, como el manifiesto cíborg de Donna Haraway. ¿Sientes alguna vinculación con estos movimientos?
Lo cierto es que mis influencias son muy clásicas. Por supuesto, no puedo obviar a David Cronenberg como referente, pero también lo son Pier Paolo Pasolini, Federico Fellini o el fotógrafo Robert Mapplethorpe. Me gustan los creadores que han cambiado de alguna forma la manera de pensar o de acercarse al arte, que han establecido nuevos códigos de aproximación a las imágenes y han configurado una forma inédita que ha supuesto una ruptura convulsiva.
¿Consideras que tu cine es transgresor?
Me molesta la palabra “provocación”, porque implica gratuidad, y en mi caso busco justamente lo contrario, establecer un diálogo y crear un debate. Me siento más cómoda con el verbo que con el adjetivo, con “provocar”, porque sí quiero que mis películas generen un estado de ánimo en el espectador, que provoquen cosas en él, que los sacudan. La provocación, sin embargo, me parece muy improductiva, no sirve para nada.
Al igual que los personajes, la propia película va mutando de género a cada momento.
Me gusta que mis películas sean impredecibles, que el público no sepa demasiado de los personajes y reaccionen al mismo tiempo que sus impulsos. Intento jugar con todas las herramientas que tengo a mi alrededor, con todos los géneros, porque quiero que estén todos presentes para impactar, para emocionar, para desubicar. Que haya thriller, melodrama, humor, fantasía, violencia y lágrimas. Cada filme se convierte así en un campo para la experimentación, pero en “Titane” todavía adquiere un sentido más profundo porque, como dices, la película va mutando en consonancia con la evolución de los personajes. No se trata de hacer un batiburrillo de ideas y meterlas todas porque sí, han de tener un sentido muy preciso y configurar un equilibrio. Pero en general prefiero abrazar la extrañeza, me parece una sensación muy difícil de determinar y que genera mucha inquietud. Al mismo tiempo, quería abordar muchos conceptos que no se pueden simplificar, así como todas las ambigüedades, y para eso era imprescindible abandonar las certezas y abrazar el misterio.
Las canciones pop adquieren una importancia fundamental en tus películas. En “Titane” encontramos temas de The Kills, Future Islands o Caterina Caselli y da la impresión de que esas escenas están coreografiadas y planificadas al ritmo de la música.
Eso es así porque escribo el guion pensando en esas canciones en concreto. Si no me hubieran cedido los derechos hubiera sido un drama, porque la narración está orquestada en torno a esos momentos musicales. Y no solo a nivel visual, también las letras de esos temas son determinantes para contar la historia. Quería que sonara “Nessuno mi può giudicare” en el mayor estallido de violencia del filme, cuando ella mata a todo el mundo. Fue mi primera elección consciente. La escena del baile sobre el coche con el “Doing It To Death” de The Kills quería que fuera puro fuego, pero en ella vemos a una mujer objetualizada. Sin embargo, al final, cuando se sube al camión de bomberos, se expresa tal y como es, con todo lo aprendido. Es Alexia, es Adrien, es todo al mismo tiempo, lo masculino y lo femenino. Se trata de introducir mensajes significativos dentro de ese espacio sonoro. Y en el caso de “Light House”, de Future Islands, se produce la primera comunicación visual entre los personajes y a partir de ahí surge la conexión. Tiene que ver también con la forma en la que se expresan los cuerpos a través de la música, que me parece una forma de extremada pureza, entre la seducción, la catarsis y la reafirmación. ∎
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