Kathleen Hanna (Portland, 1968) no quiere hablar de Kurt. Kathleen prefiere dejar el pasado atrás. Me lo advierte su mánager con respetuoso tono de advertencia, instantes antes de la videollamada que vamos a mantener. Nada de husmear en su vida con Adam Horovitz, de los Beastie Boys. Nada de retorcer la lengua en la herida de los abusos sexuales contemplados. Nada de preguntas con pretensiones de grandilocuencia existencial que dejen al interrogador en una posición ventajosa frente a sus declaraciones mal interpretadas. Este último punto no lo dice la mánager. Lo digo yo. Porque después de leer la autobiografía “Rebel Girl. Mi vida como una feminista punk” (Liburuak, 2024; segundo mejor libro-pop del año según Rockdelux) no cabe duda de que debe de tener los ovarios como globos aerostáticos por los zutanos anónimos que redirijan sus palabras hacia declaraciones de gresca y vicio por la polémica más desnortada. No aquí. No en esta guardia. A la comadre de las riot grrrls se la respeta. Eso no quiere decir que se le baile el agua. Solo que se la tiene en cuenta como artista, como persona y no como titular. Te copio, Kathleen, manejaremos el octanaje con sumo cuidado.
Al otro lado del charco, en California, una mujer de 56 años risueña, de perfiles visuales amigables, me saluda con la efusividad de un Teletubbie. Lleva el contorno de los ojos pintados y un trapito discreto. Nada soez, ni despendolado. Me veo entonces proyectado en la cuadrícula minimizada de la derecha… ¡Puñetas, llevo una camiseta de Nirvana con la jeta de Kurt Cobain! “Seguro que va a creer que le estoy vacilando”, pienso. Decido ir de cara. Mencionar el elefante en la habitación antes de que le dé un trompazo. Ni siquiera he acabado de presentarme y me disculpo por el estampado. No sabía, Kathleen, el subconsciente, la resaca, ya me entiendes… Hanna, como hará a lo largo de toda la conversación, sonríe. Se toma con ironía el patinazo. “Da igual”, responde, “da igual”…
¿De verdad esta señora de aura cálida y tierna es la misma que hace décadas se escribía “zorra” en la tripa y se daba de hostias con cromañones machirulos en los conciertos de Bikini Kill? ¿La misma que sufrió agresiones machistas a cascoporro, estuvo cerca de violaciones casi mortales y fundó un movimiento femenino tan corajudo como temerario? Cuesta creerlo. Pero de eso han ido siempre las canciones de esta guerrera vocal de agudo aullido: de romper con el prejuicio. De desafiar la norma. Quizá su tiempo de trinchera haya acabado, aunque sigue presentando batalla. Sea como fuere, a miles de kilómetros de distancia, Kathleen Hanna se presta a la conversación, y habla por los codos con descaro y un refrescante sentido del humor.
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