La última película de Wes Anderson expande el idilio del director estadounidense con una cierta “idea de Europa” presente en varias de sus obras. Analizamos su nuevo festín visual para desentrañar qué tradición cultural hace palpitar sus coloristas imágenes.
“La Crónica Francesa” (2021), la nueva obra de Wes Anderson, reúne varias voces periodísticas y narrativas en cuatro relatos cinematográficos englobados en una trama mayor, que pende del suplemento cultural de un periódico de Kansas elaborado en Francia que da título al filme. Esta columna vertebral está auspiciada por la muerte del director de la revista, Arthur Howitzer Jr., interpretado por Bill Murray. Cuatro cortos, como en aquellas películas europeas de episodios de los sesenta y setenta… solo que de la mano de un solo autor, en lugar de la reunión de cineastas que proponían dichos omnibuses. Cada relato esconde sus propias sorpresas visuales; unas originalísimas, otras caprichosas y unas terceras calcos de obras de cineastas del panteón de la cinefilia (es fácil encontrar aquí guiños a Tati, a Godard o a Clouzot).
Cuando ya nos hayamos enfrentado a todas las posibles lecturas de vuelo raso sobre la película de Anderson, a la enumeración de sus manías y lenguaje de realización, las odas y querellas por su tendencia a constreñir con paletas de color la dirección de arte, su capacidad para reunir elencos all-star (aquí comparecen, además de Murray, habituales de su cine como Tilda Swinton, Owen Wilson, Willem Dafoe o Edward Norton, además de incorporaciones como las de Timothée Chalamet, Elisabeth Moss, Lyna Khoudri y Benicio del Toro) y otras excentricidades vistosas, habrá que plantearse por qué pese a todo el cineasta texano ha conseguido ser un autor con todas las de la ley desde una aparente ligereza de las formas. Por qué más allá de ser generador de una tendencia de Pinterest e icono de altar de influencer, es una figura culturalmente significativa.
Una pregunta pertinente puede abrir un canal de especulación lo bastante rico para construir quizá no una tesis, pero sí un hilo rico en entradas y meandros que configure un acercamiento a la cuestión de si estamos ante un corpus de obra relevante. Un buen principio sería preguntarse en qué momento Wes Anderson ha dejado de ser un cineasta americano. O, formulado de un modo más específico: ¿ha dejado Wes Anderson de ser un cineasta culturalmente alejado de lo americano para abrazar abiertamente la tradición europea? Insisto, es más una sensación que una pregunta que obligue a una respuesta rotunda.
Partamos de la base que a día de hoy estamos culturalmente dominados por lo que dicta Estados Unidos. Una ideología que de fondo tiene el nuevo amanecer y el futuro al volante, la búsqueda pragmática de la utopía, un asunto descrito hasta la saciedad con consecuencias sociales, políticas y culturales de calado hondo que se empezaron a describir en 1835, a través de “La democracia en América” de Tocqueville, y tienen su últimas desembocaduras en la vida digital e hiperconectada y un capitalismo deshumanizador (los cines periféricos pueden responder a la cuestión de si se puede culturalmente ir en contra de esta corriente principal).
Según el pensador franco-estadounidense George Steiner, en su ensayo-conferencia dictada en Ámsterdam “La idea de Europa” (2005), el llamado viejo continente resulta, en cambio, algo así como un“lieu de la mémoire”. Un espacio donde las calles no se numeran o se le ponen nombres de árbol como en Estados Unidos, sino que recuerdan a poetas, científicos y hombres y mujeres de estado y religión. Donde se recuerda todo: los momentos estelares de la humanidad, pero también las guerras, las matanzas, los fanatismos, o se encuentra el sentido de la vida escuchando un fragmento de una misa de Bach. Trasluce un sistema cultural de enanos a hombros de gigantes, de agentes culturales subidos a una tradición que se recuerda y, ojo aquí, sobre la que de alguna manera existe respeto y nostalgia. Steiner añade a la europeidad algunos rasgos más: el paisaje caminable, el café como lugar de intercambio cultural y algo que no es poca cosa, la alimentación continua de Atenas y Jerusalén como origen de la cultura del pensamiento y de la religión que, aunque fuente de sangre y desgarros, ha traído grandes frutos tanto a la filosofía como al arte. De un modo realista, hemos de ver esto como un sistema de representación que cada vez está más fuera del mainstream cultural, acercándose a la periferia.
Pero volvamos a la idea de la Europa que tiene como rasgo la mirada al pasado. Anderson, bajo la ligereza de la superficie de unas ficciones que empiezan como juegos de patio de escuela y acaban atenazando el corazón, viene coqueteando desde “Vida acuática” (2004) con la nostalgia al pasado cultural europeo. Desde el modo de vivir al sentido de la vestimenta. En “Viaje a Darjeeling” (2007) el trazo lo ponía el corto “Hotel Chevalier”. Y lo que en un principio se puede tomar como una excentricidad o un homenaje o un capricho de cineasta esteta se va solidificando cuando se usan materiales literarios de Roald Dahl –“Fantástico Sr. Fox” (2009), su primera incursión en la stop-motion– y finalmente se dedica una película al estilo de temática y prosa del europeísta por excelencia, Stefan Zweig, en “El Gran Hotel Budapest” (2014).
“La Crónica Francesa” no hace más que confirmar esta tendencia. Si bien, por lo que respecta al elemento nostálgico e irreal es evidente hay que ir más allá. Anderson se sube al barco de la cultura europea de después de la Segunda Guerra Mundial. Un momento de actividad artística fascinante que recogía lo mejor de dos mundos: la tradición del viejo continente y la sangre fresca del nuevo. Los expatriados escribiendo literatura, inspirada por ejemplo en la potencia de Joseph Roth o Isaak Bábel, en ciudades europeas, fundando revistas literarias en la capital del Sena (la siempre brillante ‘The Paris Review’) y con Estados Unidos dedicado a insuflar capital a través de un plan de ayudas a economías devastadas por la guerra que dieron como fruto recuperaciones milagrosas y el florecimiento de las artes. Particularmente, las cinematografías francesa e italiana.
Un cine y cultura cuyos temas y métodos tienen reflejo en “La Crónica Francesa”: el Godard de mayo del 68 de “La chinoise” (1968) o incluso el blanco y negro de Philippe Garrel en el episodio protagonizado por Timothée Chalamet (cuyo personaje se llama “Zeffirelli” de modo nada casual). Sus manifiestos, su concepto de liberación sexual. La cultura gastronómica del episodio “jamesbaldwiniano” de Nescaffier (Steve Park) como algo tan enriquecedor para el espíritu como la obra de Montaigne, amén del acercamiento al polar francés. El paisaje de la villa de Ennui y el encuadre a caballo entre el Hergé de Tintín y las guías de ciudades para niños del ilustrador checo Miroslav Šašek. La idea de artista maldito y sus características asociadas: locura, pobreza, candor en la figura del personaje encarnado por Benicio del Toro, Moses Rosenthaler (el conteo de apellidos judíos en la obra de Anderson, identificados como guardianes de la cultura, es llamativo y tiene algo de reivindicativo), donde hay ecos de Rimbaud y Van Gogh, además del pertinente guiño cinéfilo a “La bella mentirosa” (1991) de Jacques Rivette, basada en la obra de Balzac.
Lo que produce este punto de confluencia hecho película no es una negación de la cultura norteamericana y una subida a los altares de todo lo europeo. Aquí se dan la mano. Formalmente, el cine de Wes Anderson es más de los Lumière que de Edison, más de Hergé que de Stan Lee, aunque es incapaz de abandonar los logros de la cultura americana, la fiereza y concisión de su prosa (¿quién renunciaría a la escritura eléctrica y escultórica, a las bellas estructuras de J. D. Salinger, James Salter, James Baldwin y Peter Matthiessen?), el desparpajo de sus personajes, el sistema de comedia que levantó Preston Sturges. Es una mirada al pasado donde vivir con un pie en cada orilla del Atlántico era posible y enriquecedor. O la validación de que cierta cultura pop puede ser alta cultura. Y en este ejercicio de nostalgia es donde podemos bautizar a Anderson como un europeo nacido en Houston, Texas.
Más allá de que “La Crónica Francesa” sea un festín visual entretenidísimo, las imágenes de la película poseen algo que nos obliga a adaptarnos a ella. No es amable con su audiencia. No busca gustar como un mero entretenimiento. Hay que esforzarse por entrar en la obra y explorarla. Parar, pensar, informarse y volver a ella. Verla es una experiencia agotadora. El ojo sabe que se ha perdido mil detalles en el primer visionado. Sumemos esto a la creación del punto de confluencia de las dos orillas generado a través de los años por Anderson y podremos concluir que, más allá de ser un “modernito”, es un cineasta que navega en la corriente de creadores clásicos que cabalgan sobre la tradición y, en su caso, mirando al futuro de la forma a través de un lenguaje personal y cada vez más depurado. Un autor de los que crean belleza que aclara el espíritu y creen en una humanidad más noble y digna. ∎
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