Por Álvaro Corazón Rural→
13. 10. 2022
Recuerdo hace años, enredando en la hemeroteca, encontrar un editorial desesperado en una antigua revista deportiva de finales de los 70. El autor se quejaba de que el fútbol estaba en declive. El motivo que citaba me llamó poderosamente la atención. Decía que no tenía sentido luchar, que la juventud se veía más atraída por el cine y el rock’n’roll. Era algo que, leído en el siglo XXI, te dejaba de piedra. Hacía tiempo que toda la población, no solo la juventud, estaba entregada al fútbol.
Esa decadencia setentera está asumida, lo que no se tiene claro es cómo llegó la resurrección. Los aficionados discuten si fue por la “Quinta del Buitre” o por el “Dream Team”, pero están ambos equivocados. Fue la televisión. Cuando este medio era hegemónico y diversificó su oferta con las privadas y el satélite, el fútbol superó con creces al resto de oferta de entretenimiento y hasta a la religión católica romana. Ahora internet ha cambiado el paradigma y el fútbol vuelve a sufrir porque ve que se le van las nuevas generaciones. Eso sí, ahora no son infieles al balón con el rock’n’roll, sino con los videojuegos.
A los chavales que la vean quizá les pueda sorprender cómo el neonazismo y los cánticos racistas campaban por sus respetos, pero la paradoja es que en aquella época era impensable –o un dato curioso en el resto de Europa– que un partido ultraderechista tuviera representación parlamentaria como ocurre hoy. Igual les puede llamar la atención el comportamiento chabacano de los presidentes de los clubes o los hirientes insultos que se dedicaban los periodistas, pero hoy el programa de televisión de fútbol más visto es una charlotada con todos esos ingredientes multiplicados e hipervitaminados. A poco que se piense, surge la duda de si ese tiempo podría ser menos sofisticado pero... ¡un mundo mejor!
Lo que es evidente que ha cambiado es el discurso público. Los presidentes de los clubes de fútbol aquí entrevistados lo ponen de manifiesto, pero cabría no exagerar. Aunque todos sostuvieran enfrentamientos dialécticos interminables en las páginas de los periódicos, el que lleva el peso de lo estrambótico es Jesús Gil y Gil. El resto hasta parece gente razonable y con la cabeza muy bien amueblada. Hasta Manuel Ruiz de Lopera resulta entrañable, y eso que su faceta como usurero en la Sevilla que ya no existe daría no para un documental aparte, sino para una novela balzaquiana.
Un hecho curioso es que la serie se detenga tanto tiempo en la figura de Teresa Rivero, la mujer del presunto empresario y estafador condenado en firme José María Ruiz Mateos. Rivero acabó como presidenta del Rayo Vallecano por imposición de su cónyuge, cuando en realidad era una ama de casa del Opus Dei, madre de 13 hijos, que no entendía nada de fútbol ni se esforzaba en disimularlo. Su mandato fue algo surrealista, pero duró casi dos décadas, en las cuales puso en marcha una sección femenina del club que obtuvo el primer título oficial que ostenta el Rayo. Intente explicárselo todo, en su conjunto, a un extranjero. Solo así se puede entender la complejidad rica en matices de este episodio.
Quizá la parte más cruda sea la referida a la homofobia. Evidentemente, ahí sí queda claro que esa sociedad fue anterior, pero incluso en discursos como el que se muestra de Ramón Mendoza, explicando torpemente que nunca rechazaría a una hija por ser lesbiana, se ve más apertura de miras de la que puedan tener muchos actualmente, cuando estas cuestiones ya están plenamente desarrolladas y asumidas por la sociedad no extremista, la que se encuentra en fase menguante en este futuro tan ideal. Esa es la parte más escalofriante de este viaje a los 90. Esa sociedad del exabrupto, más tosca y menos sutil en sus formas, sería lo que fuese, pero no era de agitar antorchas, como ocurre ahora. ∎
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