Empecemos por el final: los premios. El estadounidense Nana Kwame Adjei-Brenyah (Spring Valley, 1991) ha ganado con “Friday Black”, su primer libro (publicado en 2018 y ahora disponible en castellano), el PEN/Jean Stein Book Award –por su originalidad, mérito e impacto–, ha sido reconocido –lo seleccionó Colson Whitehead– como uno de los cinco autores menores de 35 años más destacados por la National Book Foundation, ha quedado finalista en la categoría de mejor debut del National Book Critics Circle’s John Leonard Award y tiene a George Saunders, y eso es como recibir otro premio, como aplicado mentor oficioso (“el talento inmenso de Adjei-Brenyah hace que estos cuentos penetrantes sean enormemente seductores, gracias a unos personajes que se hacen querer enseguida, resolutos, cargados de emoción y sentimiento, capaces de ver el mundo como un lugar bendito y maldito a la vez”, ha dicho de Nana quien fue ganador del premio Booker en 2017 con “Lincoln en el Bardo”, también elegido mejor libro del año por Rockdelux).
“Te puedo dar ojos nuevos, ojos que vean, que no lloren”, se lee en la página 102, en el relato “El hospital donde”, uno de los doce que conforman este epatante y descolocante libro, que en su contraportada es descrito como un retrato distópico de la Norteamérica actual. Aunque más bien me ha parecido lo contrario: un retrato actual de la Norteamérica distópica, un viaje del presente al futuro más que del futuro al presente, pues con los ojos que nos presta Adjei-Brenyah vemos sobre todo, y con claridad –con esa crudeza que impide llorar, por lo mucho que asombra–, nuestro pasado mañana. Nuestro girar la esquina, que él nos pinta como un más de lo mismo pero bastante más pavoroso: la progresión geométrica de la mierda que ya nos llega por la cintura. Vemos un horror venidero (la multiplicación del consumismo, la violencia y el disparate ético) que se nos muestra más institucionalizado y asumido que en la actualidad, perfeccionado en su generación de esa felicidad con que se atonta al siervo contento de estar domado. Por eso asusta: nos enseñan el viernes (sí, imaginado, pero tan verosímil) y es peor que hoy lunes (“las noches eran oscuras porque las compañías del gas y de la electricidad habían decidido que ya bastaba”, también de la página 102).
A pesar de estar especiado con humor, ni que sea el de la rama grotesca, el tono latente del libro es siempre salvaje, de rescoldos bajo la ceniza: como cuando un padre de familia blanco decapita con una sierra eléctrica a cinco niños negros solo porque se ha sentido amenazado por ellos; o como cuando en un parque temático los racistas pueden convertir en cruel realidad sus más depravadas fantasías xenófabas –disfrazadas de ejercicios de justicia–; o como cuando en un Black Friday los clientes se asesinan entre sí para poder colmar sus delirios consumistas.
El autor logra situar al lector en el centro de todos esos relatos con su aguzada prosa. Tanto lo logra que le hace sentirse como al niño protagonista del titulado “La época”, el que al inicio del mismo dice “no me va bien en el colegio porque a veces me dedico a pensar cuando debería estar aprendiendo”. Ese niño al que le da por pensar mientras intenta mantener la cordura y la probidad, solo ante el peligro, en un mudo de curacerebros envenenados. “La gente dice ‘vendes tu alma’ como si fuera algo fácil. Pero tu alma es tuya y no está en venta. Por mucho que lo intentes, sigue ahí, esperando a que te acuerdes de ella” (de la página 135). ∎
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