En la limitada discografía de Drake, especialmente en “Pink Moon”, es posible (e incluso fácil) establecer una cronología de su depresión. Aun así, resulta demasiado arriesgado y forzado mezclar el arte con la vida real, sacar conclusiones, interpretar angustia en cada rima, utilizar conjeturas externas para explicarnos su mundo interior. Según Cally, exdirector creativo de la oficina londinense de Island Records, quien, junto a la hermana de Drake, Gabrielle, maneja el legado póstumo del músico, este grabó “Pink Moon” en una época de remisión temporal de su depresión y, por tanto, el disco no debería interpretarse con su enfermedad en mente.
“Nick era incapaz de escribir y grabar cuando sufría períodos de depresión. Cuando grabó ‘Pink Moon’ no estaba deprimido, y además estaba muy orgulloso del disco, como testifican algunas cartas que escribió a su padre al respecto”, insiste Cally.
“Para algunos periodistas y escritores este hecho es bastante frustrante, ya que no refleja sus propias impresiones sobre el álbum. A Nick le desconcertaban mucho dichas impresiones. Creo que los discos de Nick son tan comprendidos como incomprendidos. Y es ahí donde reside su gran belleza y su bienvenido misterio. Por lo que al creador de los discos se refiere, bueno, nadie lo vio nunca como tal”.
Reconozco el riesgo de falsear la verdad que comporta mezclar al artista con su obra. Pero eso no quiere decir que pueda evitar hacerlo.
Yo me convertí de forma tardía al culto de Drake. Supe de su existencia mucho antes de meterme de lleno en sus discos, en septiembre de 2001, a principios de mi primer semestre en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Vivía en una pequeña ciudad a la orilla del río Hudson, a unos 35 kilómetros al norte de Manhattan, por lo que me desplazaba en tren y en metro, arriba y abajo, de norte a sur. Cada mañana me colgaba la mochila al hombro (llena hasta los topes de libros, papeles, chocolatinas a medio comer, bolígrafos birlados de hoteles, tarjetas de metro, pilas de recambio, etc.), cogía un termo de café templado, me apartaba los mechones rubios húmedos de los ojos y, medio dormida, me adentraba en la mañana fría y gris, justo al alba, para conducir hasta la estación de tren de Croton-Harmon en mi pequeño Honda plateado. Agazapada en el andén, iba metiendo CDs en mi destartalado discman, desesperada por encontrar la banda sonora ideal para un viaje que ya empezaba a parecerme épico y ridículo.
Cada mañana, de lunes a viernes, entraba atropelladamente en el mismo vagón, esperando encontrar un sitio junto a la ventana. Me quitaba la mochila y me acurrucaba en un asiento pegajoso de vinilo azul, levantaba las rodillas y las apoyaba contra las paredes de madera falsa del vagón y miraba, sin verlo, el río Hudson, llano y sin color, arrastrándose contra la escarpada cara oeste de las montañas Palisades. Desde Croton hasta la calle 42, en pleno centro de Manhattan, mi tren serpenteaba por la orilla este del río, resiguiendo sus suaves curvas; detrás de la ventana de plástico rayado veía pilas de vías oxidadas, viejas vallas rodeadas de malas hierbas, latas de cerveza vacías acumulándose en aparcamientos vacíos. Leía las señales y los nombres de las estaciones como si fuesen poesía: Panel de Control de Puertas Automáticas, Palanca de Emergencia, Válvula de Frenado de Emergencia. Ossining, Scarborough, Phillips Manor, Tarrytown. Irvington, Ardsley-on-Hudson, Dobbs Ferry, Greystone, Glenwood, Yonkers.
A mediados de septiembre ya había perfeccionado mi rutina: sacaba los libros, me tiraba el café encima, anotaba mentalmente que debía comprarme un termo nuevo, sacaba el billete para enseñárselo al revisor y me ponía unos viejos auriculares recubiertos de gomaespuma. Escuchar discos, observar el fluir del río (cada vez menos caudaloso a medida que llegaba al puente de Tappen Zee, más marrón al acercarse al Bronx, y desapareciendo del todo al llegar a Harlem), apartarme cada vez que otros pasajeros intentaban llegar a la puerta de salida: era la mejor parte de un día cruelmente largo.