“¿Tiene un acontecimiento que ser real para que se acepte como verdad, o la creencia en su verdad ya lo hace real aunque no sucediera lo que presuntamente ocurrió?”, se pregunta Paul Auster (Newark, 1947) hacia el final de su vigésima novela, “Baumgartner” (2023; Seix Barral, 2024; traducción de Benito Gómez Ibáñez). La cita se extrae directamente de “Los lobos de Stanislav”, un breve ensayo en torno a un viaje que el autor emprendió a Ucrania para conocer el pueblo de su abuelo –publicado en 2020 en ‘Babelia’– y que aquí reproduce palabra por palabra. Es una pirueta que, aunque ya ha usado con anterioridad, pueda hacer sugerir que estamos ante otra obra de pirotecnia posmoderna y con una historia más grande que la vida, pero este “Baumgartner” tiene poco que ver con el Auster que aprendimos a amar durante la etapa imperial que media entre “La trilogía de Nueva York” (1985-1986) y “Brooklyn Follies” (2005) ni con el de la sonada reinvención en clave Gran Novela Americana que fue “4 3 2 1” (2017). Y, aunque parezca lo contrario, esto es una gran noticia para sus lectores.
Después de la expansión de “4 3 2 1” llega una contracción hacia un relato sobre una vida memorable, sí, pero también toca con los pies en el suelo, asomándose a las páginas el Auster más cálido y conmovedor que se recuerda. Claro que las últimas noticias sobre el delicado estado de salud del autor contribuyen a que el corazón se te haga añicos en algunos pasajes. Especialmente en un final tan lógicamente abierto, al fin y al cabo aquí el neoyorquino vuelve a insistir en la imprevisibilidad del azar, como simplemente perfecto. Aquí estamos ante un hombre en paz con lo que el destino le prepara.
Baumgartner es un escritor septuagenario –toma, claro– y viudo desde hace una década, al que conocemos una mañana escribiendo una monografía sobre Kierkegaard, pero que es interrumpido por una serie de catastróficas desdichas: se quema la mano con un cacillo, habla por teléfono con la hija de su señora de la limpieza –cuyo padre se ha cortado dos dedos en el trabajo– y se cae por las escaleras del sótano, dañándose la rodilla, mientras atiende a un empleado de la compañía eléctrica. Es un inicio tan liviano, tierno y profundamente divertido en su tono ingenuo y tragicómico que algunos se apresurarán a tildar “Baumgartner” de obra menor.
Pero la novela es mucho más que eso y sus constantes cambios tonales la convierten en un Auster esencial: desde el rollo buddy book que se lleva con el joven y bonachón empleado de la eléctrica hasta un pasaje surrealista en el que nuestro héroe tiene un sueño en el que habla por teléfono con su difunta esposa. Porque en cuanto la mente de Baumgartner lo lleva a recordar su vida con ella, la novela activa el habitual modo de narración en forma de muñecas rusas del autor, que inserta en la obra toda serie de escritos autobiográficos de los dos protagonistas. La novela, al final, alumbra sobre lo que significa estar enamorado de alguien y sobre qué le ocurre a una pareja cuando una de sus mitades falta. Sus constantes viajes por los caminos de la memoria no hacen más que electrificar el poder del relato. ∎
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