En “Possessor Uncut” (2020; Movistar+, 2021), la película donde Brandon Cronenberg dignifica el refrán “de tal palo tal astilla”, Tasya Vos (Andrea Riseborough) es una asesina a sueldo que coloniza la mente de un individuo-huésped para cumplir sus sangrientas misiones de forma vicaria. Con Colin Tate (Christopher Abbott) se encuentra con la horma de su zapato: el cerebro de este hombre se rebela contra su invasora, y esa rebelión cristaliza en un torbellino de imágenes donde la fusión de conciencias y subjetividades delatan ya no un yo escindido, sino un yo derretido. Podríamos decir que esas imágenes de rostros blandos y cortes abruptos, que evocan un cine de vanguardia de corte pesadillesco, son imágenes-límite, que abisman bordes y fronteras para evidenciar la resistencia de lo real a dejarse devorar por lo imaginado o lo alucinado, una de las grandes obsesiones de la historia del cine fantástico, que, en la contemporaneidad, no ha hecho sino expandirse en clave cósmica.
Decía Wittgenstein que el sujeto es un límite del mundo. Precisamente desde esa idea, Eugenio Trías desarrolla la “filosofía del límite”, en la que entiende, como Kant, que la razón empieza a pensar hasta dónde termina el saber para dar cuenta de dónde nace la fe. El límite no es una barrera, sino una puerta. Por ahí se cuelan visiones que provienen de dos dimensiones distintas de la conciencia, la de la percepción y la de la creencia. No es extraño, pues, que fuera el padre del autor de “Possessor”, David Cronenberg, el que convirtió la pantalla de la televisión en una frontera lábil, penetrable, en la que la cabeza de un ejecutivo de televisión participa en una felación catódica, absorbida por los labios carnosos de la imagen electrónica. En “Videodrome” (1983), el cineasta entendía que toda imagen-límite adquiere la potencia de la disolución del cuerpo, desafiando toda noción de realidad. Buscar dónde acaban las imágenes como reproducción de lo que vemos para representar lo que sentimos, en eso consiste la voluntad creadora: en una película como “Bliss” (2019), el agresivo viaje lisérgico de Joe Begos, una droga entre anfetamínica y alucinógena transforma a una pintora en una artista de la autodestrucción, plasmada en un cuadro que despertaría la envidia de Dorian Gray.
No se puede hablar de límites si no se habla de cuerpos. Lo sabía David Cronenberg y lo sabía Claire Denis cuando adaptó a Jean-Luc Nancy en “L’intrus” (2004). Lo que se planteaba el filósofo francés en una de sus obras magnas, “Corpus” (1992; Arena Libros, 2003), es precisamente qué sentido tiene el cuerpo cuando se lo sitúa fuera de toda significación. El cuerpo, dice, es la letra que no podemos leer. No es extraño, pues, que el cine fantástico contemporáneo esté poblado de cuerpos que son imágenes que no podemos ver. Imágenes que están al límite de la visión: los cuerpos solarizados, sangrantes en su angustiosa blancura, los cuerpos en negativo de “La vie nouvelle” (2002) de Philippe Grandrieux, que se plagian, como fotocopias perversas, en el largo flashback de “Beyond The Black Rainbow” (2010), ópera prima de Panos Cosmatos, donde lo blanco y lo negro parecen dibujar formas humanas como manchas de Rorschach, abriendo la escena a una interpretación creativa y liminar. La misma que encontraremos en la escena inicial de “Under The Skin” (2013), donde un cuerpo copia a otro –dos sombras– sobre un fondo blanco. La asombrosa película de Jonathan Glazer tiene una hermosa y perturbadora secuencia que pone en relación la idea de los cuerpos y los límites de una forma prácticamente literal. El momento en que Scarlett Johansson empuja, cual sirena poligonera, a su objeto de seducción a una piscina de densísima agua negra es significativo: mientras ella consigue caminar sobre las aguas oscuras, él se sumerge en ellas encontrándose con otro cuerpo masculino, otra víctima, que no resiste a su tacto, arrugándose como una piel sin sustancia, una mancha. Esa imagen-límite, que parece inspirada en una pintura de Francis Bacon, nace de la oposición entre un cuerpo que domina su figura y un cuerpo figural, que deshace sus límites. En esa contienda entre cuerpos sólidos y gaseosos, que acaban representándose en una suerte de plasma informe, se debate el cine fantástico contemporáneo.
La alienígena que interpreta Scarlett Johansson mira, desde un feroz contrapicado, el cuerpo hundido de su víctima. Su mirada es divina, demiúrgica, la mirada de una entidad superior. “Under The Skin” también pone en discusión un conflicto de escalas. ¿Qué separa lo micro de lo macro? ¿Qué hay en ese intervalo entre límites opuestos? Puede haber la constelación de un ojo como una conjunción astral, confrontada con el primerísimo primer plano de una hormiga. Es curioso el modo en que una película tan adelantada a su tiempo recoge, en cierta forma, las imágenes-límite de sus predecesoras. Ahí está la hormiga reina victoriosa del final de“Phase IV” (1974), después de reducir las dimensiones de lo humano a un carnaval de planos disociados. Ahí está, por supuesto, el viaje astral de “2001, una odisea del espacio” (1968), en la que Keir Dullea se entrega a un estallido de luz y color que no es más que una autopista hacia el final del tiempo. A esas alturas, las imágenes de las películas de Saul Bass y Stanley Kubrick desbordan la pantalla, cruzan fronteras, abisman nuestra percepción, para prepararnos para ese momento de “High Life” (Claire Denis, 2018), fundamental en la historia del cine fantástico reciente, en la que un padre y una hija entregan su amor a una tormenta solar. Qué mejor límite que el del fuego y la divinidad, que lo queman todo. ∎
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