La tercera temporada de “Succession” (HBO, 2018-) arranca con Siobhan “Shiv” Roy (Sarah Snook)) dando su primer discurso desde que tiene un cargo importante en Waystar RoyCo, la megacorporación creada por su padre, Logan Roy (Brian Cox), quien tuvo que dar un paso al costado tras las denuncias que lo pusieron en una posición más que incómoda al final de la anterior entrega. Su hijo Kendall (Jeremy Strong) –el más interesado en ocupar el lugar del padre– dijo allí que Logan sabía que en los cruceros de la compañía se habían cometido violaciones y otros desmanes, y que todo eso se había tapado, escondido bajo la alfombra. Y, con la guerra desatada entre padre e hijo, a Logan no le quedó otra que “bajarse” del cargo, al menos desde lo formal, ya que en el fondo sigue manejando los hilos de todo. Y en uno de los puestos de poder puso a Shiv, quien, como Michael Corleone en la trilogía de “El padrino” de Francis Ford Coppola, pasó de ser la díscola de la familia –la que no quería saber nada del negocio– a ser algo así como la mano derecha del “capo”, su padre. Es ahí cuando la chica toma el micrófono y ante todo el personal de la empresa comienza con un preparado discurso lleno de banalidades acerca de cómo la compañía superará la crisis y saldrá fortalecida. En el fondo de la sala, a través de eficazmente distribuidos altavoces, empieza a sonar “Rape Me”, de Nirvana. Y mientras los efectivos de seguridad tratan de apagar todo sin poder hacerlo rápido como para que no arruine la presentación, la canción crece y crece –como todas las de la banda de Kurt Cobain– en volumen, intensidad y fiereza. Shiv deja el escenario, se encierra en su oficina y se larga a llorar.
En dos minutos, “Succession” presenta todo su ancho mundo de posibilidades, sus conflictos, la forma en la que lidia con un tema muy específico (la complicada línea sucesoria de una compañía de billonarios, el uno por ciento del uno por ciento) y con las consecuencias en el mundo real que sus manejos y actividades tienen. Crea, además, una rara relación entre el espectador y los personajes; tipos que son despreciables y encantadores a partes iguales, personajes que seguramente odiaríamos en la vida real pero a los que observamos lidiar con emociones y frustraciones muy humanas y reconocibles. Como los personajes de “Mad Men” (2007-2015) o “Los Soprano” (1999-2007), sabemos que en el fondo no tienen nada bueno para vendernos –la principal arma de poder de los Roy es una cadena de noticias tipo Fox News–, pero no podemos evitar adentrarnos en las tensiones que los habitan, en el drama personal de cada uno de los involucrados en estos juegos de manipulación, codicia y engaños. Son hombres horribles, rodeados de un aura trágica, que a veces apuestan por encima de sus posibilidades aun con la evidencia de que, tarde o temprano, volarán demasiado cerca del Sol y no les quedará otra que estrellarse. No por nada Don Draper no hacía más que caer y caer a lo largo de todas las aperturas de la serie de Matthew Weiner.
Los Roy se resisten a la caída, especialmente el patriarca Logan. Y juegan, como en un cóctel shakespeariano, todos los juegos de poder imaginables, desgarrándose las vestiduras entre sí una y otra vez sin pensar jamás en las consecuencias. Un poco “Hamlet”, un poco “El rey Lear” y con una buena dosis de “Macbeth”, la serie del inglés Jesse Armstrong es un reflejo de un mundo desigual que no se cuenta desde la perspectiva de las víctimas del sistema, sino desde el punto de vista de los victimarios. No hay dedos acusatorios levantados en cada línea de diálogo ni personajes que tengan una conducta moral intachable y antagonicen con ellos. No está –o todavía no apareció– el abogado honesto que los llevará a juicio ni el político que les pondrá límites. No, son todos parte de la misma gran corporación en una serie que adora la contradicción, la ambigüedad, la ironía. La intrusión de la canción de Nirvana en el momento preciso es el ejemplo perfecto de la lógica de “Succession” y de su potencia. Ese escrache hace pasar al espectador de la sonrisa a la incomodidad y de ahí a la tristeza en cuestión de segundos.
Y lo que uno no debería nunca olvidar al ver la serie es que se trata en buena medida de una comedia; una con la estructura más clásica imaginable. Las líneas de diálogo feroces dichas a toda velocidad, el humor punzante, las salidas ingeniosas, el ritmo desenfrenado en el que los personajes y el mundo de “Succession” se mueve bien podría haber salido de esas comedias periodísticas de la Edad de Oro de Hollywood, como “Luna nueva” (1940), de Howard Hawks, o “Historias de Filadelfia” (1940), de George Cukor. Dicho de otro modo: si uno aplica ese estilo y formato, ese tipo de personajes y ritmo, a una trama más cercana a la de “El padrino”, quizá podría dar con la alquimia que hace funcionar a esta serie casi perfecta. El humor disimula la brutalidad de las lanzas que los personajes se disparan entre sí en una ficción que no tiene un miligramo de sentimental aunque jamás cae en el cinismo. Los personajes pueden ser crueles, pero la serie no lo es. Hasta el acto más monstruoso que cada uno de ellos es capaz de cometer no los transforma en monstruos. O sí, pero, como Don Draper, Tony Soprano o Walter White, son nuestros monstruos, esos que aprendimos a aceptar –si no a querer– pese a sus evidentes zonas oscuras y hasta terribles.
La potencia de “Succession” está en su capacidad para reflexionar sobre el poder desde el poder mismo. Armstrong hace funcionar a los personajes en una burbuja permanente, sin casi contacto con la realidad ni con las consecuencias de sus actos. Van de sus limusinas a sus helicópteros y de ahí a sus aviones y a sus islas privadas y a sus hoteles de lujo y a sus paraísos fiscales sin mezclarse con otros que no sean parte de su círculo íntimo, de ese encantador infierno que habitan. Y en esa elección de tomar distancia del mundo real –en esa negación, dirían algunos–, esos poderosos existen y funcionan, construyen sus fortunas, derraman su influencia y controlan lo que los demás hacen, ven, leen, compran o, algoritmos mediante, piensan. Sobre el papel, uno podría decir que no se toca el tema de la pandemia en esta nueva tanda de episodios, pero a la vez es tan cerrado el mundo en el que se mueven los protagonistas que bien podríamos estar ante una de esas burbujas en las que todos conviven y ni siquiera hacen falta tapabocas.
Hacia la segunda mitad de la temporada, la serie se alejará un poco de la rivalidad intrafamiliar inicial y se meterá en un tema aún más espinoso que tiene que ver con la relación entre el poder real y el poder formal. Primero, los Roy pondrán en evidencia su fortaleza tratando de minar el poder presidencial mediante los medios de su corporación. Y luego, usarán su peso político para fortalecer o desechar candidatos electorales, en función de sus propios beneficios y potenciales ventajas. El lobby corporativo, se sabe, es parte esencial de la política (y no solo de la estadounidense) y lo que hace “Succession” es, directamente, desnudarlo al máximo y dejarle al espectador la pregunta en el aire: ¿a quién elige uno cuando elige a un presidente?, ¿quiénes son los que verdaderamente manejan los hilos, el llamado “poder real”?
“Succession” es una serie que tardó casi una temporada completa en convencer a la crítica estadounidense de que era digna de ser atendida, valiosa. Es que en estos tiempos tan “actualizados”, nadie quería ver otra historia sobre los problemas de hombres blancos millonarios haciendo de las suyas. Pero Armstrong no bajó la guardia ni intentó adaptarse al “signo de los tiempos” cambiando el eje, la perspectiva o balanceando el esquema racial y de género que presenta el relato. Se mantuvo fiel a la lógica de su propuesta y, convengamos, también a la de ese mundo, habitado por criaturas como el cruento Logan, su atribulado hijo Kendall, la cada vez más influyente Shiv, el ácido y muy gracioso Roman (Kieran Culkin) y el despistado Connor (Alan Ruck), por citar solo a los miembros centrales del Clan Roy. La suya es una mecánica familiar perversa que queda claramente representada en los títulos de presentación de los episodios. En esas imágenes en Super 8 de la infancia de los Roy están resumidas la relación y las tensiones entre los personajes.
La otra rueda clave de “Succession”, acaso la más importante de todas para hacer que estos otros elementos funcionen bien juntos, es su elenco. Hacer que ese mundo áspero de relaciones económicas agresivas, de maltratos familiares constantes y traiciones que se montan sobre traiciones no sea desagradable requiere de actores capaces de volver carismático al más cruel de los empresarios. Y aquí hay un equipo que, sin una estrella protagónica definida, funciona a la perfección en conjunto, maneja el idioma de la propuesta como un entrenado equipo de algún deporte grupal. Además de la disfuncional familia, la serie cuenta con personajes inolvidables como Tom (Matthew Macfadyen), el eternamente angustiado y tenso marido de Shiv, la siempre ubicua Gerri (J. Smith-Cameron) y, sobre todo, el “primo Greg” (Nicholas Braun), acaso el personaje con el que el espectador más se puede identificar, un outsider dentro del grupo, alguien que nunca tiene mucha idea de qué es lo que está haciendo ni por qué. Son sus dudas, sus contradicciones y sus miedos los que humanizan el circo en el que se mueven.
Y si hay algo, finalmente, que la serie captura a la perfección es la incómoda y muchas veces performativa relación entre las corporaciones y la opinión pública. Acaso esa sea la única diferencia entre los empresarios más veteranos como Logan, que no temen ser vistos como agresivos y todopoderosos magnates de la vieja guardia, y la nueva generación, con una conciencia sobreactuada y una responsabilidad social que en realidad no tiene, como el que milita una causa social a través de una foto en Instagram. “Optics” es un término que usan los Roy más jóvenes, que casi no se despegan de sus teléfonos móviles. ¿Cómo se ven? ¿Qué dicen en Twitter de ellos, para bien o para mal? ¿Qué tienen que hacer para no quedar fuera de la conversación ni ser vistos como el enemigo? Es así como funcionan, con el objetivo de mejorar esas “ópticas”, haciendo el papel de corporación cuidadosa, cuando en realidad les importa muy poco todo lo que no tenga que ver con aumentar sus ganancias, crecer en influencia y lavar sus pecados. En su constante necesidad de dominarlo todo, Waystar Royco no tiene pruritos en cerrar bajo cuatro llaves sus secretos más oscuros ni en usar a personas cercanas como “chivos expiatorios”, pero públicamente querrán mostrarse educados, prolijos, responsables. Como Mark Zuckerberg cada vez que se disfraza de cordero al dar testimonio sobre las actividades más abusivas de Facebook, los Roy más jóvenes son los reyes del doble discurso. Y el cambio generacional es, simplemente, una cuestión de ópticas. No importa, realmente, lo que se hace. Lo que importa es cómo se ve. ∎
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