Se ha comentado mucho que Tiburcio de la Llave, alias Tito (Valdeverdeja, Toledo, 1957), se adelantó con la serie “Soledad” a las reivindicaciones actuales de la España vaciada. Pero si las problemáticas que leemos en sus primeras páginas –elaboradas originalmente entre 1980 y 1983– nos recuerdan a situaciones actuales es porque estas, en realidad, vienen de lejos. La despoblación del mundo rural ha sido un proceso lento pero imparable desde el primer éxodo a las grandes ciudades, en los años 40 y 50, y el abandono que sufre hoy es consecuencia de una deliberada falta de políticas para impedirlo. Los recuerdos de la infancia de Tito –emigró con su familia a Francia en los 60– en el campo castellano le impulsaron a dibujar estas historias costumbristas con un espíritu infrecuente en su época, la del boom del cómic adulto de finales de los 70 y primeros 80, más dado a la fantasía y la ciencia ficción: admitamos que es divertido imaginar la perplejidad del lector estándar de revistas españolas como ‘Comix Internacional’ (1980-1992) al encontrarse estos relatos protagonizados por ancianas haciendo ganchillo o pastores solitarios.
Cascaborra Ediciones recupera aquellas historias y el resto de la serie, en buena parte inédita en España (significativamente, fue publicada en origen por editores francobelgas), en una colección de seis álbumes de los cuales han visto la luz los dos primeros con traducción de Lorenzo F. Díaz. El primer volumen, “Soledad. La última alegría”, contiene ocho piezas que van presentando a diversos personajes y construyen un fresco vivo del ficticio pueblo de Soledad. El estilo gráfico de Tito se aleja de la habitual representación deformada de la España negra, mediante el uso de colores vivos y la renuncia a la caricatura y sus connotaciones, para abrazar un realismo fotorrealista muy en boga entonces –basta pensar en “Nova-2” (1981-1982) de Luis García– que confiere aire documental a las historias, pero que paga un peaje evidente en la falta de dinamismo y la extrañeza que provocan muchas expresiones faciales al pasarlas por el filtro del dibujo. Cuando las escenas son más contemplativas o se limitan a tranquilas conversaciones este grafismo funciona bien, pero en los momentos de acción física muestra todas sus carencias.
Sin embargo, el mayor interés de la serie radica en el comentario político que late por debajo de lo que parecen meros “fragmentos de vida” de los habitantes del pueblo y que dibujan un panorama de la Transición muy diferente al habitual, centrado en el mundo urbano. El pueblo, lejos de ser un espacio de paz bucólica, es semillero de odios, pensamiento reaccionario y conservadurismo servil porque la bota del cacique no desaparece: solo se transforma. El relato del maestro que intenta en vano pelear para que no se cierre la escuela ante la pasividad amedrentada de los vecinos o el conflicto de clase que se intuye detrás de la historia de crimen pasional que ocupa todo el segundo volumen –“Soledad. El objetivo”– son dos de los mejores ejemplos de una serie cuya recuperación hay que celebrar, aunque se habría agradecido que se hubiera acompañado de un mínimo aparato crítico. ∎
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