Solo con
las dos primeras notas de la guitarra con trémolo que utiliza Angelo Badalamenti se abren las puertas de un nuevo mundo que ha conducido al medio televisivo a conquistar a todos los reticentes de la pequeña pantalla, ahora devotos de un culto llamado “Twin Peaks”. No es únicamente, pese a lo argumentado por la “intelligentsia” de cada país, el respeto que se profesa a
David Lynch; llegado un punto, cualquier personaje del telefilme posee las características necesarias para crear un enganche inmediato a ese mundo insano y arrebatador donde el Agente Cooper, Ben Horne, el sheriff
Truman o ese despliegue de bellezas femeninas se mueven… o mueren; la delicia de lo perverso, el surrealismo llevado a través de un buen cupo de capítulos donde cabe de todo: es la fusión del cine y la televisión, mil y una historias desarrolladas con tal sentido del humor que es imposible desdeñarlas. Pero Twin Peaks no existe, si no es en las mentes del equipo creativo de la serie, o por lo menos no existe como tal; y ahí está lo maravilloso del cine, o de la televisión. Lo sorprendente del asunto es la gran cantidad de fanáticos que se dirigen a los pueblos y lugares donde se rodó la ficción, en una especie de peregrinaje que aúna intelectuales defensores del medio televisivo como herramienta de comunicación, hippies que ven la resurrección de la literatura beat, amantes de Buñuel y, en fin, un buen montón de Peaks Freaks; confieso que yo fui uno de ellos.