Libro

Warren Ellis

El chicle de Nina SimoneAlpha Decay, 2022

10. 02. 2022

Londres, 1999. Se celebraba la séptima edición del Meltdown. En años anteriores, este festival de música, cine y arte había tenido de curators a Elvis Costello, Laurie Anderson y John Peel. En 1999 le tocó a Nick Cave, que seleccionó, entre otros, a Nina Simone, Gary Lucas, Bryan Ferry, Lee Hazlewood, Kylie Minogue, el proyecto de Hal Willner sobre Harry Smith, y Dirty Three. El violinista de este trío australiano, Warren Ellis (Ballarat, Australia, 1965), ya llevaba años colaborando en los discos de Nick Cave & The Bad Seeds. “Nina Simone era una diosa para mí y para mis amigos”, escribe Cave. Al comenzar su actuación, la noche del 2 de julio de 1999, Simone “se sentó en el taburete del piano Steinway. Se sacó un chicle de la boca y lo pegó al piano”. Una vez finalizada la actuación, transformados todos en un éxtasis colectivo, Cave vio, cuando estaba a punto de marcharse, “a Warren trepar al escenario, parecía poseído; se dirigía hacia el Steinway”.

Las frases de Cave pertenecen al prólogo que ha escrito para “El chicle de Nina Simone” (“Nina Simone’s Gun”, 2021; Alpha Decay, 2022), el particular libro en el que Ellis explica aquella experiencia transformadora a la vez que habla de sí mismo, de otros recuerdos. El chicle que Simone dejó abandonado en su piano en aquel verano londinense de 1999, y que Ellis rescató para guardarlo como oro en paño en la toalla con la que la cantante y pianista se había secado el sudor del rostro –las connotaciones religiosas del sudario aparecen casi sin ser invocadas–, es tanto el centro del relato como el acicate del mismo: desde el principio sabemos que, veintiún años después de aquel concierto, Cave se lo pidió a Ellis para que formara parte de la exposición sobre su obra organizada por la Biblioteca Real Danesa de Copenhague. La exposición se tituló “Stranger Than Kindness” y uno de los objetos más preciados que albergó fue la famosa goma de mascar de Simone, situada en un pedestal de mármol dentro de una vitrina forrada de terciopelo, con temperatura controlada y un pequeño foco amarillo. Una reliquia. Una veneración.

En su primer libro, que es relato, ensayo, autobiografía y no ficción al mismo tiempo, la mano derecha de Cave acude al chicle de Simone para desvelar sus experiencias desde muy joven. Primero fue el acordeón. Después el violín. También la flauta. Mezclado con las oraciones que él, sus hermanos y su padre realizaban cada noche antes de acostarse; la visión, que le persiguió durante años, de un grupo de payasos acampados en el jardín de la casa familiar; los contrapesos que recogía y guardaba como amuletos de la suerte; la caja en la que su padre guardaba las letras de las canciones que escribía, así como sellos con su nombre y vinilos de 78 rpm de Hank Williams, Little Richard y Chad Morgan. Después tuvo que decidirse entre aceptar un trabajo fijo como gerente del McDonald’s o irse con el violín y la flauta a la universidad de Melbourne para estudiar música. Siguió el consejo de su profesor de flauta. Y ahí comenzó todo. Sobre la música, poco más hay que decir: Dirty Three, Nick Cave, los Bad Seeds, Marianne Faithfull, varias bandas sonoras para cine y teatro…

Ellis empieza reproduciendo los WhatsApp que se envió con Cave a propósito del chicle y la exposición, pero luego aparecen los ecos de su experiencia vital, cuando partió para Londres en 1988 en pos de una chica de la que se había enamorado, escuchando el casete de una cantante griega de los 70 en un dictáfono con altavoz integrado; cuando se fue a la escocesa localidad de Inverness y tocaba el violín en la calle o después, cuando, viajando por Hungría, perpetraba canciones con una flauta húngara que le habían regalado “como si fuera Ornette Coleman. Un día, en un bus camino a Viena, sin querer me senté encima”. En la primera época de Dirty Three, cuando los viajes eran para actuar y no solo para conocer mundo, Ellis tallaba su violín con una navaja o un sacacorchos y en los huecos resultantes ponía calcomanías con calaveras, anclas o el cuerpo de una mujer decapitada. Así era Ellis, y así nos lo explica.

El libro regresa a Nina Simone, en 2013, cuando Ellis le confirma a Cave que tiene el chicle y que aquel fue uno de los mejores conciertos que ha visto en toda su vida. Ahora la goma de mascar reaparece en el relato para estabilizarlo, para que no olvidemos dónde empezó todo en esta narración en primera persona. Al hacerse pública la anécdota en “20.000 días en la Tierra” (2014), el documental sobre Cave dirigido por Iain Forsyth y Jane Pollard, la gente empezó a preguntarle de qué color y tamaño era el chicle y si había llegado a mascarlo. Y esto nos lleva a Simone en general, al día en que un individuo abordó a Ellis en plena calle, le dijo que tenía un enorme talento como violinista, lo llevó a su casa y le puso los primeros discos de la cantante de “Sinnerman”: “Hasta entonces había creído que la de David Bowie era la versión original”, recuerda Ellis. El libro va deslizándose hasta los preparativos para preservar el icónico cliché y el posterior confinamiento a causa del COVID-19, trufado de fotos de él de joven, de Simone en la actuación londinense, maletas de recuerdos, la bolsa de la tienda Tower Records en la que guardó la toalla con el chicle dentro… Si al principio parecía el conmutador de la historia, sin más, el chicle de Nina Simone se revela una meta absoluta, un objeto medular, del que se acaba desprendiendo el itinerario vital de Ellis antes y después de conocer a Cave, hasta disolverse, en la última hoja, con el llanto emocionado del violinista frente a la tumba de Ludwig van Beethoven en Viena. ∎

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