Álbum

Amaia Miranda

Cuando se nos mueren los amoresVida, 2022

10. 03. 2022

Si acaso quedara suelto algún mochilero sensible obsesionado con las grabaciones inéditas de Nick Drake sepultadas en algún cobertizo de Far Leys, puede dejarlo estar de momento. En primer lugar, porque va a ser muy difícil que salga a la luz nada nuevo del genial artista inglés, y menos en una finca que ya ni siquiera pertenece a su familia. Pero, sobre todo, porque no hace falta irse tan lejos con Amaia Miranda recogiendo de una forma tan clasicista y aplicada –al menos cuando se trata de ejecutar su depurado fingerpicking con la guitarra acústica– el testigo de una consanguineidad estética que permanece bien arraigada en el imaginario colectivo de varias generaciones.

“Cuando se nos mueren los amores”, cuya canción homónima, extraída como single digital, se inspira en “Fleabag” –la serie protagonizada por Phoebe Waller-Bridge en la que da vida a un personaje proclive a los monólogos interiores–, es el primer álbum de Amaia Miranda, guitarrista bilbaína nacida en 1993 cuyas influencias no solo la unen al autor de “Fruit Tree”, sino a una tradición que vive erróneamente encasillada en el folk y donde entrarían Joni Mitchel, Adrianne Lenker o Cecilia. A esta última recuerda Miranda cuando emplea el inglés con un tono desenfadado y mucho menos castizo –este sí que es un rasgo generacional– en “Free Soul Girls”. Su primer EP, “Home” (2016), estaba cantado íntegramente en este invasivo latín moderno, pero Miranda ha decidido cantarlo esta vez casi todo en castellano, salvo otra pieza: “Agur esan”.

Es la indisciplina de “Agur esan” –“decir adiós”–, por estar cantada en un nada impostado euskera, por su sensibilidad flamenca y por aglutinar la temática de “Cuando se nos mueren los amores” –el paso del tiempo, la transición hacia una nueva fase, la calma de una aceptación en absoluto paralizante–, una de las canciones que apuntan a esa madurez que ya se vislumbra en el segundo EP de Miranda, el instrumental “O U T P U T 1” (2020). Pero esta consumada guitarrista opta ahora por añadir la sonoridad nasal de su nada desdeñable voz, y lo hace de forma excelente, aunque no sea espectacular, ni falta que le hace, mientras demuestre este mismo dominio en la modulación y en la elección de composiciones. ¿Alguien se atreve a discutir el susurro recursivo de Nick Drake o el falsete juvenil de Van Morrison? Te gusta, o no te gusta.

Tipos que no se distinguen precisamente por su sentido del humor, algo que Miranda hace de pleno en la sonriente “Tocas el mundo”, en cuyo itinerario de crecimiento personal hay margen para pechos, azaleas y… “brócolis, lechugas, patatas y apios”, entre otros argumentos vegetales que, esta vez sí, y aunque sea anecdóticamente, nos precipitan de cabeza en el mullido pajar del folk, desde el que se resurge con briznas en los labios y versos como “perdiste acaso algo de luz por el camino, pero ahora nadie dirá que tu sombra ha empequeñecido”. Miranda opta, de forma igualmente sabia, por la contención, con excepciones como el saxo con sordina de la instrumental “Atlas”, uno de los mejores cortes del álbum, o “Hay una voz”, con un arreglo de piano mínimo y sutiles aromas cariocas, un poco a lo José Mauro, misterioso autor brasileño que, por cierto, sin tener una garganta excepcional, también sabía cantar admirablemente.

Es difícil imaginar mejor debut largo que el de “Cuando se nos mueren los amores”, un disco desnudo pero optimista, de autodescubrimiento y de iluminación por lo minúsculo. Sus canciones fueron grabadas en una sola toma buscando conservar las imperfecciones, disonancias y ambientes del antes, el mientras y el después, con un centro espacioso y hondo en hechuras y lenguajes que tampoco tiene reproche. Acostumbrada a acompañar otras voces con su guitarra virtuosa –ha formado dúo con la vocalista barcelonesa Raquel Lúa–, Amaia Miranda parece estar encontrando al fin la suya propia. ∎

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