Una de las grandes paradojas del melómano contemporáneo es el apego al concepto de álbum. Si el LP de 12 pulgadas nació para dar cobijo a unos tres cuartos de hora de música y las grandes obras del rock de los 60 y 70 se concibieron con esta limitación en mente, el CD amplió el panorama a los 74 minutos sin pérdida de calidad de sonido. Buena parte de nuestra forma de escuchar y concebir la música nace del afecto a una limitación material que murió en el mismo momento que empezamos a concebir la escucha como un acto intrínsecamente unido a internet, a la descarga y al streaming. “Once Twice Melody”, teóricamente el octavo álbum de Beach House, es lo que en otros tiempos hubiera sido un doble álbum presentado a plazos. Una colección de cuatro EPs. Un testimonio de un momento creativo. ¿Cómo concebimos la idea del disco cuando el oyente lo fragmenta a su antojo?

Igual que ocurre con el cambiante tracklist del “Donda” (2021) de Kanye West, es difícil despegar el análisis de “Once Twice Melody” de esa peculiar forma de presentarlo en sociedad. Han sido cuatro meses de cierto protagonismo, de poder digerir lentamente las canciones. Victoria Legrand y Alex Scully se han producido a sí mismos por primera vez, en un gesto de ambición creativa, como lo es el juntar nada menos que 18 canciones. Se lo pueden permitir. Levantaron casi en soledad el revival del dream pop que ha llenado festivales y playlists la pasada década, le dieron fuste a un género que estaba en la lona con discos excelentes como “Devotion” (2008) o “Bloom” (2012) y han mantenido una carrera sin altibajos desde entonces. Se podría discutir incluso si su mejor disco salió ya avanzada su carrera, como atestigua el emocionante “Depression Cherry” (2015).

La gran paradoja de “Once Twice Melody” es que su ambición choca a menudo con un cierto conformismo sonoro. Sigue habiendo un talento melódico innegable, y capacidad de encontrar un tono que tiene algo de hímnico sin perder calidez (“Superstar”, que tiene los versos más emocionantes del disco; “Hurts To Love”, ¿posiblemente la canción del grupo que mejor encajaría en una pista de baile?). Se pierde algo cuando la opulencia de los arreglos entierra las canciones, ya sea por la vía orquestal de “Pink Funeral”, la tendencia shoegaze de “Only You Know” o la mezcla over the top que Dave Fridmann entrega en la excesiva “Finale”. Sorprende en algunas ocasiones, como en “Runaway”, donde juegan evocadoramente con el vocoder, o en “Masquerade”, donde hay pasajes perturbadores. Pero la sensación final, extraña, es que el disco no es tal. Que como obra unitaria “Once Twice Melody” puede llegar a ser algo arisco. Hay ecos de The Cure y de indietrónica dosmilera, de Air y de Moroder, pero en última instancia suenan muchísimo a sí mismos. Han llegado a ese momento en la carrera de un grupo en el que se tiene tanta personalidad que son imitados, no imitadores.

¿Qué responsabilidades tenemos como oyentes ante un proyecto así? ¿Somos capaces como aficionados a la música de no terminar de hacer un pequeño Frankenstein en forma de lista de reproducción con las ocho, diez, doce canciones que más nos gustan de un disco que requiere casi hora y media de atención? Beach House han parido un proyecto al que a veces le falta el aire, en parte por culpa suya (las declaraciones de Victoria apuntan a un proceso de creación obsesivo, meticuloso, sin casi estímulos externos, lo cual ha tenido su eco en una mezcla que a ratos resulta abrumadora), pero también en parte por nuestra culpa, porque ya no sabemos cómo enfrentarnos a un álbum de esas dimensiones y esas ambiciones. Es, en última instancia, un trabajo imperfecto, pero un proyecto que se desmarca de esa idea del disco como unidad sonora, que va más allá, que no es un desafío al mercado, pero que nos pone en una posición incómoda como oyentes sin dejar de dar grandes canciones. ∎