Bajo
Suscripción
En toda la cara. Sin compasión. Brutal. Así suena el álbum de debut de Chat Pile, uno de los discos más feroces que podrán detectar sus radares auditivos esta temporada.
Escondidos bajos los alias de Raygun Busch (voz), Luther Manhole (guitarra), Stin (bajo) y Cap’n Ron (batería), el cuarteto de Oklahoma City ha modelado en “God’s Country” uno de los paisajes más devastadores y desesperados de los Estados Unidos de hoy, un país al borde del colapso agrietado por el deterioro medioambiental y las desigualdades sociales.
Espoleados por dos EPs autoeditados en 2019 –“The Dungeon Earth” y “Remove Your Skin Please”, recopilados en 2020 por Reptilian Records–, han logrado en su primer álbum condensar toda la cólera que les provoca las injusticias de un entorno y un sistema político y social que es incapaz de ofrecer esperanza a sus moradores.
Que su single del año pasado fuera una reconstrucción de “Roots Bloody Roots”, el tema que abre el “Roots” (1996) de Sepultura, ya puede dar una pista sobre las opciones estéticas de la banda: rock de alto voltaje eléctrico empantanado (para bien) en los fangos del hardcore y del metal sin complejos.
Desde el nombre –Chat Pile se refiere a los residuos tóxicos que dejaron las minas abandonadas en Picher, una población casi fantasma del condado de Ottawa en Oklahoma–, el cuarteto pone las cartas sobre la mesa y advierte que el contenido de “God’s Country” no ofrece menús amables ni autocomplacientes. Aquí hay una avalancha de sonido inmisericorde guiada por la voz desesperada e intimidante (pero vulnerable) de Raygun Busch.
Desde la inicial “Slaughterhouse” y su retrato de la producción industrial de carne (“Haunted building / Haunted life / And all the blood / All the blood / And the funckin sound, man / You never forget their eyes”), pasando por “Why”, el demoledor daguerrotipo de la gente sin hogar (“Why do people have to live outside / In the brutal heat or when it’s bellow freezing / There are people that are made to live outside / Why”), que califican como “real american horror story” y “fuckin tragedy”, todo en este País de Dios suena al borde del hundimiento, encolerizado y atormentado, con algún momento para la introspección (“Pamela”: inspirada, confiesan aquí, en el slasher “Viernes 13” y en las páginas de “Beloved” de Toni Morrison) o para el spoken word terrorífico (“I Don’t Care If I Burn”).
El disco también dirige su afilado objetivo hacia el abuso de drogas (“Wicked Puppet Dance”) y la epidemia de las armas de fuego (“Anywhere”: “It’s the sound of a fuckin gun / It’s the sound of your world collapsing”), para terminar con los monumentales nueve minutos de “grimace_smoking_weed.jpeg”, epílogo-resumen de una montaña rusa de síncopas y explosiones, de voces iracundas y de guitarras belicosas, donde el ADN de Big Black (uno de sus referentes más nítidos) se eleva con todo su dañino esplendor.
Los cuarenta minutos de “God’s Country” le sacan la lengua a esa coletilla absurda de “el rock ha muerto”, hacen pupa, arañan y le dan un chute oxigenante a las neuronas dormidas. En su campo de minas caben la desesperanza y la oscuridad, pero también se erige en una guía sónica sobre la resistencia y la resilencia. Es una crepitante hoguera de cuyo fuego todos salimos purificados. ∎
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