El cuarteto de Leeds inaugura su segundo álbum con “Under The Glass”, carta de presentación que suena a fanfarria de bienvenida, fuego controlado y performance underground. A Luciel Brown –voz principal, guitarra y teclados–, Rob Riggs –bajo, teclados y voz–, Michael Ainsley –percusión y voz– y Ewan Barr –guitarra– se les adscribe de forma lógica y perezosa al cajón de sastre del post-punk. Suenan un poco a sus paisanos The Pop Group, puntualmente a Siouxsie, pero en su ecuación entra el drone, el free jazz, ángulos del poliedro sonoro de Mar Otra Vez –Chris Duffin, productor y quinto miembro del grupo, haría de Corcobado con su saxo venenoso–, Bush Tetras con menos funk y más junk, Water From Your Eyes pero sin sintes, y menos indie pop, Squid hervidos a 200° centígrados y, por supuesto, algo de nu wave versión brit siglo XXI.
En el fondo de Drahla palpita un esotérico pero tierno corazoncito. “Venus” lo visibiliza: es una pieza a piano de apenas dos minutos, eso sí, con texto surrealista –“Sometimes you fall into yourself / Venus reached over me as though I was not there”– y voz robotizada. Escuchar “angeltape” del tirón puede ser una experiencia catártica y abrasiva, pero el sonido de Drahla, siendo tenso y alambrado, nunca se enmaraña. Tienden a reducir el dulzor de la melodía, circulan por una acerada vía rítmica sobre la que descargan duelos de guitarra que remiten unas veces a Richard Lloyd (Television) y otras a Javier Colis (Demonios Tus Ojos). El bajo también protagoniza cortes con imágenes tan sugerentes como “Talking Radiance” o “Concrete Lily”.
Otra de las etiquetas que se les asigna oficialmente es la de “experimentalistas de rock artístico”. Después de su primer álbum –“Useless Coordinates” (2019)–, el COVID y cambios internos superados con la incorporación de Barr, la banda británica avanza leguas esquivando viejas formulaciones hacia quizá alguna forma de hyperrock. Más frescos, extraños y atrevidos que hace cinco años, el cuarteto británico se postula como una banda de enorme poder de sugestión empleando las herramientas basales de siempre. Su sonido ha ganado en transparencia, las disonancias se inscriben en un contexto más armónico y la constante variación de ritmos y tempos resulta consistente –estrategia sonora que nunca es sencillo de mantener con frescura a largo plazo sin volver al formato más tradicional de canción, algo que Drahla parece que tratan de evitar a toda costa–. El raro magnetismo de Brown también se ve multiplicado por unos caracolillos góticos a lo Estrellita Castro que recuerdan al corte ocular de “Un perro andaluz”. Factores diferenciadores por ahora suficientes para que su propuesta no acabe en un cul de sac. ∎
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