Si algo honró a El Último de la Fila en los veinticinco años transcurridos desde su disolución oficial fue la radical negativa a explotar la nostalgia: nunca quisieron publicar un recopilatorio, un disco en vivo ni productos similares. Pero todo cambió sorpresivamente cuando, en 2015, comercializaron la caja “Historia de una banda (Autobiografía sónica)”, en la que Manolo García y Quimi Portet recuperaban parte del material de sus dos grupos anteriores, Los Rápidos y Los Burros, e incluían un directo de El Último de la Fila. En cierto modo, “Desbarajuste piramidal” se puede considerar la continuación lógica de aquel movimiento si no fuera porque, como ellos sostienen, todo ha sido producto de la casualidad. En este caso, el juntarse para preparar un tema en homenaje a Àngel Casas y que eso derivase en sesiones y más sesiones regrabando parte de su repertorio por puro placer. Aquel “old joy” –parafraseando el título de la película dirigida por Kelly Reichardt en 2006– que suele ser la razón de moda para justificar las reuniones de la mayoría de los grupos.

Es bien conocida la querencia del dúo catalán por revisar sus canciones, desde aquel notorio “Nuevas mezclas” (1987) hasta las transformaciones que iban ofreciendo habitualmente en cada gira. Siempre vieron sus temas como entes en constante evolución y, desde este punto de vista, la reimaginación de veinticuatro piezas de su catálogo (en realidad, veintitrés más “Navaja de papel”, original de Los Rápidos) no debería ser tan sorpresiva. La pregunta de rigor es si resulta pertinente, si tiene algún sentido, y si el resultado vale la pena. Y la respuesta en todos los casos es que no. Como dice Manolo García en el vídeo promocional con que han acompañado al lanzamiento, han hecho como una liofilización de las canciones. Yo diría que, además, las han gentrificado. Las han desprovisto por completo de la urgencia, el desaliño, la tensión y la zozobra juvenil que hizo tan arrebatadoras sus grabaciones originales (en especial las de los años ochenta) para aplacarlas, ralentizarlas, edulcorarlas, dotarlas de serenidad, concisión y brillo. Incluso homogeneizarlas en el tipo de arreglos e interpretaciones, siempre prístinos y delicados. Nos encontramos con la obra de dos sexagenarios imponiendo su visión actual sobre su obra de veinteañeros, pero sin lograr que el poso del tiempo les otorgue una nueva sabiduría. Al contrario, pierden su fuerza, su encanto, su poder de evocación emocional y su sensación de verdad. Si la memoria sentimental del que esto escribe recuerda cada palabra y acorde de “El loco de la calle”, “Son cuatro días”, “Aviones plateados” o “No me acostumbro” como brotando de sórdidos tugurios de algún barrio de la Barcelona de antes de 1992, ahora parecen emerger del hilo musical de una cadena de hoteles con olor a ambientador. Sin ser una sensación tan frustrante, se parece bastante a la escucha del muy similar “Songs Of Surrender” de U2 (2023).

No pongo a prueba la sinceridad de García y Portet en este intento, básicamente porque no tenían ninguna necesidad de hacerlo, pero sí lamento su autocomplacencia y falta de riesgo artístico. Es cierto que García canta con mayor soltura y naturalidad, no tan forzado o amanerado como en muchas de sus grabaciones en solitario, y que Portet ha adquirido una nueva elegancia en su forma de tocar la guitarra. Hay bastantes punteos brillantes en el disco, especialmente en “Mar antiguo” y “Dios de la lluvia”, diría que las únicas que no desmerecen de las versiones originales. Pero, como me dijo el vocalista en una entrevista no muy lejana, invocando a un lugar común, “al lugar donde fui feliz no quiero volver”. Entonces ¿por qué, y por qué de esta manera? ∎