Solo Sufjan Stevens gana en ambición a la joven
Joanna Newsom, pero ella acaba de crear, dos años después de su subyugante debut,
“The Milk-Eyed Mender”, el disco más extrañamente atrevido y lujoso de la new weird America. Aquí hay una gran historia: solo cinco temas, de entre siete y dieciséis minutos; una primera sesión de voz y arpa grabada por Steve Albini en una penumbra iluminada por velas, meses de intercambio de correos con Van Dyke Parks para ver cómo encajaban los arreglos para una orquesta de treinta y cinco piezas y, finalmente, mezclas a cargo de Jim O’Rourke. La propia Joanna pintada en portada al estilo decimonónico alemán y un título que hace referencia a una ciudad hundida según una leyenda bretona.
Todas sus canciones se pueden entender como cartas a seres queridos o reflexiones de-mí-para-ti salvo
“Monkey & Bear”. Esta se recubre de sonidos propios de Disney –o incluso de “Pedro y el lobo”, de Sergei Prokofiev– para seguir el formato fábula en una narración alucinada sobre la historia de amor entre un mono y un oso.
“Emily” se presenta como un homenaje a su hermana, quien además hace coros en el mismo tema, un delirio cósmico-poético que invoca el poder de los meteoritos. El momento más intimista llega en
“Sawdust & Diamonds”, la única que ha quedado desprovista de acompañamiento orquestal. Si las canciones se sitúan en un mundo atemporal de leyenda,
“Only Skin” introduce rompedores anacronismos (si así se pueden considerar), como la presencia de aviones negros y pistolas. La larga suite se debate en una duda amorosa perturbada por el fugaz acompañamiento vocal de su novio, Bill Callahan (Smog). Orquestaciones libérrimas que aparecen y desaparecen de forma casi esotérica y, en brevísimos pero hermosos destellos, el mismísimo Van Dyke Parks al acordeón forman parte tanto de esta como de la final
“Cosmia”, una canción de nido vacío menos extravagante, con la melodía de arpa más contagiosa del disco y el recuerdo de Björk en un horizonte brumoso.
Newsom se confirma como una letrista fenomenal y, aunque sus historias puedan ser algo herméticas, sus juegos de palabras y sonoridades lingüísticas –potenciadas por la sinestesia de orquesta y arpa– persiguen la estela de Lewis Carroll de una forma solo superada en la actualidad por Stephin Merritt. Su voz, aunque pueda volverse rutinaria o cargante en temas tan largos, mantiene un singular encanto. Hay un evidente peligro de que la autocomplacencia del proyecto provoque una rápida pérdida de atención por parte del oyente más apresurado. Por ello se recomienda tomárselo como si fuese un libro-disco y seguir cada texto con atención al tiempo que discurre la música. La experiencia gana muchos enteros y se vuelve poderosamente disfrutable. ∎