Álbum

José Ignacio Lapido

A primera sangrePentatonia, 2023

30. 06. 2023

Una pandemia y una reactivación de 091 han mediado entre la última entrega de José Ignacio Lapido y esta, pero nadie lo diría. Seis años han pasado, pero sus canciones siguen obedeciendo a unos códigos igual de reconocibles. Aspiran a ser clásicos instantáneos del rock en castellano. Preservan esa hechura. El noveno álbum a su nombre tampoco es una excepción en tan inmaculado trayecto. Si acaso impera menos urgencia en ritmos y un enfoque de más largo alcance en los textos, de una serena trascendencia. Entre la lucidez y cierta perplejidad, el granadino sigue diseñando viñetas que explican el mundo en el que vivimos desde una acotación de la realidad que siempre activa los resortes de una poética de lo cotidiano. Un lirismo que no empaña cierto aliento notarial (ahí está su faceta como columnista) sin anclajes obvios y que sigue destilándose desde la autogestión. Sin peajes ni tasas. Es Lapido, y lo tomas o lo dejas. Hasta su voz sigue sonando prácticamente igual que siempre, sin ese grano ni esa textura rugosa que asoma en ciertas gargantas cuando se asientan en la veteranía. Nadie diría que escuchas a un tipo de 61 años. También repite Raúl Bernal compartiendo labores de producción, con la eficiencia acostumbrada.

Proliferan aquí los guiños a libros de estilo clásicos e incluso ciertas autorreferencias que no eran tan habituales: en “Curados de espanto” evoca una mortalidad que merece ser desprovista de tanta gravedad con un infeccioso riff de guitarra y una mención a “aquel que imaginaba tormentas” que enlaza con los 091 de hace treinta años, mientras que el swing de “Arrasando” enlaza temáticamente, como bien recalcaba aquí mismo César Luquero hace unos días en entrevista con su artífice, con aquella “Luz de ciudades en llamas” de 2001, una de las canciones señeras de los inicios de su carrera en solitario. Si alguien se ha ganado el derecho a jugar con sus propios espejos, ese es él.

Malos pensamientos” chapotea con soltura en el fango del blues-rock, con otra ración de riffs canónicos y ese ritmo a lo Bo Diddley ralentizado. “Creo que me he perdido algo” ilustra la confusión de esta era de sobreinformación (o desinformación, directamente) y redes sociales salidas de madre con una factura muy a lo Nueva Orleans, entre lo criollo y lo latino. “Nadie en su sano juicio” ahonda en esa idea, erigiéndose sobre la dinámica de un teclado boogie, mientras que el capítulo de baladas va bien servido con “De cuando no había nacido” o la clausura de “Tiempo muerto”, ambas talladas con el molde de esas canciones que nacen para perdurar.

Lo más pop del disco, sin duda, emerge en “Antes de que acabe el día”, “Uno y lo contrario” y esa “No hay nada más” que, por su porte pianístico y su melodía (un poco Kinks y también un poco Beatles), me recuerda inevitablemente a Luis Prado y sus Sr. Mostaza. Quizá me pese (a mí y a muchos otros) el recuerdo de discos tan sobresalientes y enérgicos como Cartografía” (2008), pero estas once canciones bien pueden aspirar a competir con aquellas o con cualquiera de sus otras puntuales entregas. Y eso, al fin y al cabo, es hablar de un nivel que minimiza la ausencia del factor sorpresa. Así de mal acostumbrados nos tiene. ∎

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