El grupo granadino liderado por Antonio Arias se ha ido confirmando a través de las décadas como un sensacional interlocutor con obras y personalidades diversas, sin renunciar a su propio mundo musical, en constante proceso de rearticulación. En otras palabras, han mantenido diálogos artísticos tanto con voces externas –vivas o muertas– como con ellos mismos, razón por la cual la banda nunca descendió a los infiernos de la irrelevancia. Aquí interaccionan con Luis Buñuel, y si bien no es la primera vez que se zambullen en el legado de un director de cine –recordemos su “Val del Omar” (1998)– es preciso clarificar que, igual que en ese caso anterior, no pretenden elaborar una banda sonora, ni tampoco esbozar impresiones derivadas de los filmes del aragonés, sino más bien documentar su particular encuentro con la obra escrita del cineasta, menos conocida. En este sentido, el álbum no es una simple “adaptación”, “homenaje” o “acompañamiento”: es algo totalmente nuevo.
Dada su demostrada habilidad por evocar la penumbra, el conjunto sorprende ya de entrada, en “Palacio de hielo”. Como no podría ser de otra manera, la introducción al universo buñueliano debe sonar onírica, y ciertamente los primeros segundos de sintetizadores responden a esa necesidad; sin embargo, es una ensoñación resplandeciente, para nada perturbadora. La incorporación de capas y elementos también soleados –incluyendo un guitarreo jangly– confirma esa tendencia, rematada por una coda instrumental que transmite euforia. Ya de inmediato sorprende el ingenio inherente a la decisión de musicar así una prosa breve (donde el cineasta contempla cómo le arrancan los ojos a su propio esqueleto ahorcado) que en otras manos se habría vulgarizado como mera secuencia tétrica sin atisbo alguno del humor o el éxtasis inherente al surrealismo. En “Una jirafa”, inspirada en una de las mayores troleadas artísticas de Buñuel, prosiguen con esa carrerilla enardecida, ahora con más pesadez rockera, contundencia percusiva y riffs afilados, aunque con un intervalo contemplativo. No es hasta la tercera pista, “Me gustaría para mí”, cuando asoma dramatismo en un sentido más estricto: irrumpe un ominoso pasaje electrónico al cual suman una trepidante batería y ululaciones espectrales. A pesar de este trasfondo instrumental severo, en su interacción con los versos Arias abraza una sensibilidad pop, y logra transformar lo absurdo del texto en algo bello.
“Bacanal” no traiciona su título: si bien las campanadas de una iglesia –un sonido muy reminiscente de la obra fílmica del calandino– introducen el tema, lo que sigue es más bailable que grave. Inspirándose en una de las imágenes más potentes del poema (esa danza de San Bartolomé con un fauno), el tema navega por los canales más festivos del imaginario religioso. Sin abandonar la luminosidad, en “Polisoir milagroso” logran una imaginativa comunión orgánica entre letra e instrumentación. Aprovechan la referencia de uno de los versos a Luis XV para crear una vetusta sonoridad propia de la corte de Versalles, barroquismo que transforman en psicodelia de la escuela de los 60, con algún que otro toque circense. La lírica estrambótica (dedos que se convierten en flores y semáforos que gritan) marida perfectamente con ese ambiente, y por un momento el grupo parecería transformarse en El Niño Gusano.
La segunda mitad del disco puede que pierda hasta cierto punto esa frescura inicial, pero también alcanza cotas más intensas, con cortes mastodónticos como “Al meternos en el lecho”, una odisea cuya primera etapa de regusto cósmico consiste en humanizar unos versos desconcertantes, y cuya segunda parte se sumerge en cadencias y melodías a priori árabes-orientales que rozan la hipnosis; una experimentación que nunca resulta clínica y se clausura con un anonadante diálogo instrumental entre guitarras. “No me parece ni bien ni mal” prosigue con la propensión a mezclar con naturalidad tonalidades dispares: pasajes melodramáticos que evocan el rasgueo de una mandolina al estilo napolitano rodean un tramo más liviano de organillo juguetón y bajo elástico. Muy original es el inicio de “Pájaro de angustia”: una grabación de 1924 de “Limehouse Blues” seguida de un audio de Buñuel hablando de esa pieza. La banda utiliza la recreación vocal del ritmo que hace el cineasta para arrancar su canción, que se convierte en una de las más monumentales y rockeras del disco. Condimentan la épica con esbozos precisos de sintetizadores y electrónica progresiva.
“El perro andaluz” es Lagartija Nick en estado de gracia, un vibrante recorrido por distintas inquietudes del grupo –desde el pop ortodoxo hasta sonidos aventuristas, desde la ligereza hasta la rotundez– anclado con total libertad en el imaginario poético buñueliano. Es admirable la inventiva compositiva y estilística que aquí demuestran, pero quizá su mayor virtud sea la capacidad de generar, a partir de unas fuentes originales muy complejas, una música que no es ni académica, ni secamente cerebral, ni machacona, ni un mero pastiche, sino un cálido abanico de emociones y estados anímicos. ∎
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