Como todo lo que nos llega desde ultratumba a los que, por suerte o por desgracia, seguimos batallando, el último disco de Leonard Cohen (1934-2016), producido por su hijo Adam Cohen y con la colaboración, en calidad de homenaje a la leyenda, de numerosas voces e instrumentistas de sobra conocidos (desde Beck hasta The National, pasando por los españoles Javier Mas y Sílvia Pérez Cruz), se recibe como velado, inevitablemente, por ese halo sobrenatural que otorga la consciencia del estatus de desaparecido del cantautor. El paso al más allá parece siempre elevar, promocionar al difunto artista a unos niveles de excelencia vetados incluso para los vivos muy excelentes.

No obstante, una vez rompemos la fina y dulce telaraña del misterio, no nos hallamos precisamente ante un disco excelente. Pero es justamente esta calidad mediana (que en ningún caso es mediocre), junto con la abrumadora evidencia de la vejez desbordante del autor, lo que nos devuelve, vivo como nunca, al Cohen más terrenal, más humano, más autoconsciente de su imperfección, todo a través de una voz que ya no canta, que solo recita, una voz quebrada y rumorosa que murmura en tonos bellísimamente cavernosos.