Cuando estalló la pandemia en marzo de 2020, Philip Glass se encontraba en mitad de una gira mundial. A los 83 años que tenía entonces, se encontró con un inesperado período de soledad, sin visitas a los escenarios ni a estudios de grabación. A medio camino entre la terapia ante el shock y el reencuentro con un viejo amigo, el compositor volvió a tener tiempo “para tocar el piano”, en sus propias palabras. Un regalo en mitad del drama.
El resultado de aquellas largas sesiones de interpretación con su mítico piano Baldwin en su apartamento neoyorquino se recogen ahora en este álbum que sirve como segunda parte espiritual de “Solo Piano” (1989), rescatando piezas de su propio repertorio. La sensibilidad innata de Glass para la melodía y la emoción contenida se filtran desde el primer compás, desde la primera tecla que pulsa en “Opening”. Pero hay diferencias con aquel trabajo publicado hace 35 años. El propio músico de Baltimore lo explica: “Ya no escribo música como la de entonces, por eso me intriga la persona que la compuso (…). Todos cambiamos, es algo inevitable. No soy el mismo como compositor ni como intérprete, ni siquiera como oyente”.
El principal cambio es el hallazgo de una libertad total en la composición. Escuchando las creaciones del estadounidense parece que las estuviera imaginando en el momento, sin miedo a que las ideas se amontonen sobre sus dedos, buscando caminos musicales a medida que interpreta la partitura. Es más que evidente en “Mad Rush”, el fragmento más largo del disco y que tiene tres minutos más que la original (concebida como una conmemoración de la visita del Dalai Lama a Nueva York en 1979). La música de Glass se proyecta a través de sus dedos, dejando volar libre al piano y escapando de lo que pone en el papel. Una manera de conducir los impulsos del alma, que se mueven en repeticiones subyugantes de efecto hipnótico.
El propio piano Baldwin adquiere aquí la categoría de personaje principal, casi a la altura de quien lo toca. Se trata de un instrumento con más de 35 años de vida, herramienta fundamental para Philip Glass y sobre el que se nota el paso del tiempo. No suena perfecto y es quizá lo que dota a esta sesión de una magia extra. Evidentemente, está perfectamente afinado, no se trata de eso. Pero los agudos se notan más frágiles que las frecuencias medias y graves y por momentos da la sensación de que las teclas se agolpan unas sobre otras, como si desearan ser aporreadas por las manos de su dueño. Ocurre en “Metamorphosis 1”, con unos acordes restallantes en las octavas centrales que se comen la melodía aguda. El cierre es para “Truman Sleeps”, su composición para la película “El show de Truman” (Peter Weir, 1998), que aquí es tratada con máxima contención, como luchando contra la melancolía inherente a la pieza.
Con 87 años y siendo una reverenciada figura de la música popular de nuestro tiempo, parece casi ficción rememorar la controvertida que fue su irrupción en el mundo de la música clásica. En un multiverso paralelo al de la música pop, Glass frustró y escandalizó a puristas con sus repeticiones sonoras y se enfrentó hasta a situaciones violentas por su manera libre y radicalmente personal de entender la música. Tras un libro de memorias y una retrospectiva llevada al límite del detalle, esta reinterpretación de piezas emblemáticas está llena de vida y lleva al oyente a ese apartamento neoyorquino. Cerrar los ojos es imaginarse a uno mismo allí, en la más desbordante intimidad, escuchando al maestro con su piano, como una invitación única al universo interior de Philip Glass. ∎
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