Álbum

Pixies

DoggerelInfectious-BMG, 2022

14. 10. 2022

You know, I know that you don’t really hate me / But I suppose that I probably irritate you / (…) Don’t waste your time on me. Estas palabras, que inauguran el cuarto álbum del grupo bostoniano tras su reformación, parecen meticulosamente diseñadas para provocar a los amantes del subtexto. ¿Nos está ofreciendo Black Francis, en bandeja de plata, un suculento guiño a la bilis colectiva que suscitó la aparición de Indie Cindy” en 2014? Sea cual sea su perspectiva sobre esa acrimonia generalizada, lo cierto es que a estas alturas es una rabia caduca: aquellos oyentes que acabaron aceptando la obvia realidad de que Francis experimentó, naturalmente, una evolución musical en su época como Frank Black y con los Catholics, y que sería absurdo esperar un reciclaje artificial de sus incendiarios ímpetus de juventud, comprenden perfectamente por qué en un disco como el presente los instantes donde intenta forzar la voz para resucitar su yo gritón (“Dregs Of Wine”) o ronco (“Get Simulated”) se hallan entre los más incómodos del álbum.

Pero sería un error cínico insistir en la idea de que el proyecto no es más que una estrategia para proseguir su carrera en solitario con un nombre más rentable, ya que el input del resto de miembros (y, por ende, la presencia difusa de los tonos y sonidos típicos de la primera etapa del grupo) es quizá aquí más indiscutible que en las tres anteriores obras, aunque canalizado desde la “madurez”: ya sea la batería persistente de David Lovering, los punteos característicos de Joey Santiago y la voz de apoyo de una bien integrada Paz Lenchantin (que, si bien nunca podrá escapar a su condición de trasunta de Kim Deal, en ningún momento chirría, conformándose con ornamentar el canto de Francis en vez de darle una réplica directa). En este sentido, es curiosa la confluencia, en “Nomatterday”, de las letras antes mencionadas con la base instrumental (e interpretación vocal) que más recordaría a los Pixies de antaño, e incluso más peculiar la decisión irreverente de cambiar de ritmo y melodía en la segunda mitad del tema –tras un contundente puente instrumental– como si quisieran conflagrar ya de entrada las expectativas de los fans puristas más anclados en el pasado.

No obstante, aunque la progresión musical de Francis pueda ser tolerada e incluso disfrutada a lo largo del disco, menos permisible es su ofuscamiento lírico. Si bien la sensibilidad poética nunca fue su fuerte, varias de sus imágenes y conceptos ocupan un lugar privilegiado en los anales del indie. Aquí la mayor parte de las letras resultan desganadas o poco pensadas, con canciones que no parecen tratar de nada en concreto y se reducen a lugares comunes y retahílas de ideas lanzadas a boleo –en el mejor de los casos– o frases directamente bochornosas –en el peor: “all I ever wanted was your skin for to touch”–; o, en ocasiones, a ambas cosas: esa serie de referencias animalescas en “There’s A Moon On”, una especie de saludo desconcertante a la puerilidad del rock’n’roll primerizo. Es cierto: arrojar palabros solo porque riman oportunamente o suenan cojonudos (incluyendo un par de reincidencias de su histórica fijación en el español) son estrategias que le funcionaron en los 80 en parte debido a lo virulento y espasmódico de los sonidos, pero no cuajan bien con una música más “madura”. Quizá la pieza más ofensiva en lo que a esto se refiere es “You’re Such A Sadducee”, con díadas fonéticas carentes de lógica o impacto (“economy / deuteronomy”, “soliloquy / ventriloquy”) que huelen a fallidas improvisaciones en el estudio.

Dejando a un lado esa dificultad de hallar alguna trascendencia racional o emotiva en lo que se narra y evoca, un segundo posible problema del disco es su tendencia a refugiarse en cierta fórmula compositiva –al rasgueo acústico de Francis se suma la maquinaria rítmica batería/bajo, la voz medio inocente/medio ensoñadora de Lechantin y la afilada guitarra de leve regusto surf/spaghetti wéstern de Santiago (que alcanza cotas brillantes, como su transformación en Duane Eddy en “Vault Of Heaven” o en Dick Dale al final de “Who’s More Sorry Now?”)– que, si bien someten a variaciones, podría entumecer las orejas del oyente, especialmente en la segunda mitad del álbum (a excepción del cierre con “Doggerel”, un refrescante pero tardío cambio de rumbo). Ninguna canción es pobre, y la mayoría vienen bien cargadas de sensibilidad melódica, pero es solo cuando Francis desempolva su capacidad por los ganchos y la inventiva armónica cuando las pistas despegan con convicción. Es decir: el sonido atrofiado y unos acordes un poco anónimos acosan tanto temas trepidantes (“Dregs Of Wine”) como pastelosos (“Pagan Man”, que en un universo alternativo bien podría figurar en los repertorios de Neil Young o los Creedence); pero también pueden encontrarse destellos de una banda eficaz, más interesada por un pop-rock exuberante de dirección orquestal que por antiguas dinámicas de calma/ruido, como “Haunted House”, con un Francis inspirado al micrófono (utilizando perfectamente su timbre agudo e incluso flirteando con un falsete controlado para acentuar la cadencia de los versos) y un pegadizo estribillo celestial que, aumentado por el canturreo-cascada de Lechantin, rezuma una extraña nostalgia por el doo-wop y el R&B de los 50.

“Doggerel” es un disco de música alternativa perfectamente potable con sus altibajos comprensibles (incluyendo una producción bastante comprimida cuya excesiva calidez se agradece en algunos temas y se aborrece en otros) que ni cosechará nuevos fans ni perturbará la indiferencia de esos negacionistas que promueven la narrativa de la “zombificación” de la banda. Los neo-Pixies de hoy día generan, sin tener que falsear su identidad, canciones con otro espíritu; y el interés del repertorio resultante, apreciable y criticable como el de cualquier otro grupo, recae precisamente en la posibilidad de asistir a la evolución de sus inquietudes e intereses. ∎

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