Lo divino y lo profano se dan la mano en un disco que, en manos algo menos diestras, podría haber caído en el pozo de la pretenciosidad. Por suerte, Raúl Martí Chelet, que es el nombre del joven valenciano (afincado en Madrid durante el último lustro) que se oculta tras el alias creativo de Queidem, muestra un precoz dominio de las intensidades. Un arte de cierta contención, que hace que este debut largo intrigue pero no empalague, incluso llegue a seducir a lo largo de casi todos sus 31 minutos, dispuestos en once canciones. No es ni corto ni largo. Ni demasiado solemne ni demasiado trendy. Ni clásico ni tampoco precisamente futurista. Y habita un lugar escasamente explorado en castellano: el del romanticismo digital a lo James Blake, fundido con el minimalismo pianístico de la escuela de Satie, que tanto ha reverberado estos últimos días con la muerte de Sakamoto, uno de sus más atildados discípulos. Los ritmos sutilmente quebrados y los arabescos melódicos rezumantes de delicadeza.

La sombra del primero es especialmente notoria en la voz en falsete y la salmodia de fondo que inyecta cierta espiritualidad ancestral a “Canción desesperada”. También en el ritmo dubstep de “Perdiendo amores” (colabora El Hijo) y en el emocionante crescendo crujido por los beats de la confesional “Marti R”, seguramente su composición más completa, definitoria y expansiva. El influjo del segundo se aprecia claramente en la evanescencia de “Hojas de cuarzo”, espirales de piano mullendo una historia velada por Auto-Tune. En casi todas late el anhelo amoroso, la obsesión por hacerse visible ante la persona deseada y la búsqueda de una identidad en la que reafirmase. También la vida y la muerte flotando, como dos caras de la misma moneda. Sentimentalismo sin dobleces y emulsiones de trascendencia a las que en ningún caso deshonra, porque en su forma de somatizar el melodrama pop, el barroquismo, la música coral o la sinfónica, la canción de autor o la indietrónica, todo resuena con una madurez impropia de un debut. ∎