La cantautora Silvana Estrada ya llamó la atención en 2017 con “Lo sagrado”, disco grabado a medias con el guitarrista jazz Charlie Hunter, pero “Marchita”, su primer álbum en solitario, sabe a comienzo, a (auténtica) declaración de intenciones. Arreglos todavía más depurados, voces de una emoción atávica y primordial, letras que articulan lo indecible a base de imágenes y metáforas de poderes extraños: Estrada bucea en la raíz para salir disparada hacia el infinito.
En el origen de todo, como sucede en tantos buenos discos, está el final de un amor. La artista mexicana ha tratado de transformar lo peor en lo útil. Bueno, ¿de verdad lo peor? Quizá no. Ella misma ha hablado de la tristeza como “un sentimiento importantísimo en la vida de cualquier persona”, y cree que es “muy pedagógico sentir una pena así de grande, porque te permite entenderte, conectar contigo y conocerte”. La abraza como Chavela Vargas, a la que creció escuchando. Su santoral incluye también a iconos más pop como Natalia Lafourcade, Julieta Venegas o Mon Laferte, con las que ha compartido directos.
En “Marchita”, Estrada suena a brillante heredera de esos grandes nombres, pero sobre todo suena precozmente solo a ella. Impone su frágil seguridad poco a poco y sin aspavientos, confiando en su voz y su cuatro venezolano como elementos más que suficientes para atraparnos en un primer momento: “Más o menos antes”, brevedad magnética sobre lo difícil de acostumbrarse a una ausencia. “La corriente” trae un cuatro más rítmico, un piano tímido y, cerca del final, cuerdas, vientos y coros, todo ello tratado con la mayor sobriedad posible por el productor Gustavo Guerrero. Cuando, por fin, se suma la percusión en “Te guardo”, el efecto es sutilmente impactante.
Dicha canción, dedicada a la presciencia del desastre romántico, suena todavía más embrujada y emocionalmente certera que en el EP “Primeras canciones” (2018), que recogía también “Sabré olvidar”, rehabilitada en “Marchita” con unos arreglos de cuerda (de Juanma Trujillo, como en el resto del disco) y una belleza general a la altura de todo lo esculpido por Matthew E. White en los Spacebomb Studios de Richmond. Palabras mayores.
Movida por un decidido a la par que refinado espíritu de experimentación, Estrada puede optar por un pulso casi electrónico (“Tristeza”) o jugar con ecos espaciales (“Casa”, en la que algunos instrumentos parecen llegar desde otra habitación) para buscar el sonido que refleje cada matiz de su aflicción. En el desenlace opta por un instrumental: “La enfermedad del siglo”, revisión de “Más o menos antes”, es decir, cierre de un bucle perfecto. Su título no hace referencia a la COVID-19, sino a una enfermedad de este y otros siglos, la del amor, el amor en sus variadas expresiones.
Incluso antes del final del viaje de “Marchita” llegó la catarsis: Estrada dejó fuera del disco algunos temas por ser “demasiado alegres” y piensa reunirlos en un EP que escucharemos, con suerte, alrededor de la primavera, época de florecimiento y esplendor. ∎
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