Silencio. Se rueda. O se graba. Uke no se dedican a hacer películas. Aunque podrían. Su último álbum nació de una suerte de road movie nunca llevada a cabo, y corrobora que su universo es tan rico en matices y en códigos visuales, también literarios, que podría dar para eso, para rodar toda una película. Hay otros mundos. Y el suyo es uno más. Y bien proteico.
Es este su cuarto álbum en quince años. Un trayecto también jalonado por cinco EPs. Sin prisas. Con tacto artesanal. Sin el menor reparo en las modas. Sin aprecio alguno por las tendencias. Sin apenas runrún mediático. Podrían haber salido de cualquier época indeterminada. Del pasado, del presente o incluso de un futuro aún por definir. O directamente de una órbita paralela. Todo en ellos evoca una borrosa irrealidad, en la que una belleza ciertamente indescifrable, siempre al borde del sigilo, es su máxima divisa. Detentan una estética muy propia, que transpira por cada recodo de su obra. Ya sean portadas, fotografías, clips. Y sus colaboradores se ahorman a su discurso solo por la hoja de servicios que los avala, y no por el relumbrón popular que pueda irradiar su currículo.
El hechizo de esa duermevela que despliega sus encantos sin premura, con cinemática parsimonia, se advierte ya desde el primer corte, una instrumental “Solaris” que evoca episodios de la infancia de Roberto Martín, madrileño (ex-Niza) que se estableció en la costa valenciana no solo para descubrir que allí el sol luce distinto, sino también para dar con su media naranja en lo vital y en lo creativo, Laura Soriano. Ella embrida con la misma sutileza que él, con ese deje vocal arrastrado y aparentemente flemático, entre Cecilia y Nico, una “Lo vulgar” que niega la mayor: su propio título.
Entre medias, cubriendo el rango entre esos dos austeros polos expresivos, este disco de título tributario al cine de Louis Malle, grabado entre 2020 y 2021 en el Barrio de Roca Cúper (Meliana), Valencia, Madrid, Nashville y Posadas (Argentina), se erige en su más diversa y completa colección de canciones. Su trabajo de mejor acabado y más hondo calado.
El country folk polvoriento con guitarra de Javier Colis en “La culpa” (que podría haber firmado hace unos años Nacho Vegas), la batería marcial de la argentina Manuela Giménez y la trompeta fronteriza de Ernest Aparisi en la delicada “Hinojo”, la cadencia de bossa nova de “La destrucción o el amor”, un tema con madera de clásico instantáneo, aderezado con el concurso del bajo de Matt Swanson y los sintes de Tony Crow (ambos de Lambchop) y la guitarra de Alex McManus (Bright Eyes, Vic Chesnutt), el aire a wéstern casi gótico y muy solemne de “Coltrane” o esa hipnótica letanía electrónica que es “Adiós muchachos”, junto a los trinos que orlan el minimalismo pianístico del tema titular que sirve de cierre son argumentos que justifican sobradamente que “Au revoir les enfants”, en un principio editado solo en descarga digital, vaya a tener su plasmación física en febrero en Discos Belamarh.
Parafraseando torticeramente a Daniel Johnston y Los Planetas (ustedes me perdonarán), siempre tiene que haber un camino para que las cosas hechas así, con mucho arte y no poco amor, nos encuentren al final. Claro que sí. ∎
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