El título, “SUPERBUCLE”, no es solo una referencia directa a la repetición: es una espiral, una forma de retorno en la que las estructuras se reconfiguran y las ideas giran, pero no se deshacen, se transforman. Yawners, en su tercer álbum, juega con esta paradoja: cómo mantenerse en movimiento sin romper el ciclo, cómo redefinir el mismo terreno sin traicionar lo que se es. “SUPERBUCLE” es un disco que revisita el sonido de la banda, pero lo hace con un matiz que solo puede entenderse como un refinamiento, un ajuste en la dirección que antes parecía obvia pero que ahora se siente rica en nuevas capas.
La base de Yawners ha sido siempre clara: el power pop de los noventa, el indie rock con las huellas de The Lemonheads y The Breeders, las guitarras de Superchunk. En ese sentido, el álbum no reinventa el género, pero tampoco se conforma con una reproducción mecánica de lo conocido. “SUPERBUCLE” es un paso hacia una producción más cuidada, más sofisticada, que remite a bandas actuales como Alvvays y Charly Bliss, pero que nunca pierde la esencia de un sonido crudo y directo. Es un trabajo que no se ve obligado a ser maximalista, sino que demuestra que hay belleza en lo sutilmente refinado.
“Las horas pasan” inicia con una guitarra limpia, como un patrón meticuloso, una secuencia que se repite, casi insidiosa, mientras la batería marca un ritmo casi hipnótico. La canción no busca la explosión; su pulsión es más contenida, como una tensión que no necesita resolver. Hay algo en la forma en que el tema se desarrolla, un sentido del tiempo que se dilata sin perder nunca su ritmo. Esta estructura controlada, casi programática, es un ejemplo claro de cómo Yawners juega con el concepto de repetición sin caer en la monotonía. La canción se siente como un espacio en el que todo avanza sin que se note, como si fuera necesario que se repitiera varias veces para que pudiéramos entender su real complejidad. Esta manera de equilibrar la intensidad recuerda a las dinámicas que propone “Growing Up” (2022) de The Linda Lindas, aunque con un enfoque menos frenético y más introspectivo, similar en espíritu a la contención melódica de “I Want to Grow Up” (2015) de Colleen Green.
En “Merienda-cena”, la letra se transforma en una observación casi microscópica de lo cotidiano, una escena que podría parecer trivial, pero que se convierte en el centro de una reflexión sobre el paso del tiempo y las relaciones. Aquí, Yawners no se limita a pintar la escena; la lleva al terreno emocional con una aproximación minimalista que recuerda a artistas como Courtney Barnett, quien también trabaja con la cotidianidad, pero sin que esa cotidianidad sea un lastre, sino una vía de escape para profundizar en lo que a menudo se deja pasar por alto. La producción, una vez más, evita el exceso: los arreglos están medidos, las capas de sonido son sutiles pero potentes, y la voz de Elena Nieto se mantiene cercana, casi transparente, de modo que el mensaje no se diluya entre la producción.
“El intruso” cambia el tono con una energía más directa, casi mecánica, donde la batería y la guitarra crean un patrón que parece no desviarse nunca de su curso. Hay algo de krautrock en su insistencia, aunque el envoltorio sigue siendo claramente power pop. Es una canción que funciona como una especie de pulsación, un latido que no se detiene. En contraste, “Self-diagnose” tiene un aire más errático, con cambios de ritmo que rompen la linealidad del álbum, jugando con una estructura menos predecible, incorporando silencios y explosiones controladas.
“Dolor en el pecho” y “1 de enero” son, de alguna manera, el núcleo emocional del disco. La primera es la más densa en términos sonoros, con guitarras que crean una sensación de peso, de algo que oprime sin necesidad de ser ruidoso. La segunda, en cambio, juega con la idea del tiempo de una manera más explícita. Es una canción que parece girar en torno a sí misma, sin llegar a resolverse del todo, como si el mismo título ya nos estuviera advirtiendo de que su destino es simplemente continuar.
“La inverosimilitud” introduce un cambio de registro. Hay una ligereza en la melodía, pero también un aire de resignación en la voz. Es el tipo de canción que se siente como el final de algo, pero sin dramatismo. Más que un cierre, es una constatación: otro ciclo empieza, las cosas siguen, el bucle se mantiene.
La recta final del álbum se mueve entre la introspección y el desenlace. “Sálvame” tiene un carácter casi espectral en su producción, con un uso del espacio que la hace sentir más grande de lo que realmente es. Su progresión recuerda a cómo bandas como Japanese Breakfast han aprendido a jugar con la densidad de los arreglos sin perder la esencia melódica. “La estrella eres tú”, en cambio, es un regreso a la inmediatez, una descarga que podría haber estado en los primeros discos de Yawners, pero que aquí suena más refinada, menos dependiente de la velocidad.
En un panorama musical saturado por el revival de los noventa, donde lo auténtico y lo derivativo se confunden hasta el punto de volverse indistinguibles, “SUPERBUCLE” no busca imponerse con estridencia, sino afirmarse con precisión. No es un disco que reclame atención de inmediato, pero se instala de manera sigilosa, dejando su rastro en cada repetición. Yawners no pretende reinventarse ni romper con lo previo: lo suyo es la consolidación, el ajuste fino, los movimientos mínimos que, bien ejecutados, terminan por cambiar el dibujo completo.
En tiempos donde el maximalismo parece la única respuesta posible, donde todo debe ser más grande, más ruidoso, más inmediato, “SUPERBUCLE” se permite lo contrario. Hay fuerza en lo contenido, en lo reiterado con matices, en lo que respira sin apuro. No es el loop que agobia, sino el que insiste hasta revelar nuevas formas dentro de sí mismo. Más que una evolución explosiva, Yawners confirma aquí que ha encontrado su lenguaje dentro del power pop y el indie rock no en la acumulación, sino en la claridad. Y en esa claridad, en esa repetición que nunca es idéntica, es donde se esconde su verdadero encanto. ∎
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