En los últimos tiempos, Arctic Monkeys nos habían acostumbrado a esperar una remodelación importante de su sonido con cada nuevo álbum, pero con “The Car” alargan el camino emprendido en “Tranquility Base Hotel & Casino” (2018), aquel (inesperado) disco de aromas jazz sobre un resort de lujo en la luna. De nuevo, Alex Turner ha elegido el piano como instrumento principal, y su banda, más que tirar la casa abajo, construye elegantes grooves en segundo plano. El futurismo ya ni siquiera existe a nivel conceptual: “The Car” es un claro homenaje a la discoteca del padre saxofonista de Turner.
La novedad son las cuerdas, que por momentos incluso pueden imponerse a la banda: Turner y el productor James Ford han creado un puñado de imponentes arreglos luego depurados por Bridget Samuels, colaboradora de Mica Levi en alguna de sus bandas sonoras. Cuerdas novedosas en la banda, que no en su líder: como en “The Age Of The Understatement” (2008), primer disco de The Last Shadow Puppets (su grupo paralelo con Miles Kane), las orquestaciones de David Axelrod parecen principal fuente de inspiración.
El comienzo es simplemente espectacular. “There’d Better Be A Mirrorball” debe ser una de las mejores y más maduras (en el mejor sentido) partituras de Turner, quien se desliza aquí en seductor modo crooning, medio conversacional, por un paisaje musical de aires sutilmente cinematográficos. A la altura del estribillo, alguien se lo ha llevado al coche, seguramente para darle una charla de ruptura/despedida. Según algunos oyentes, esto es separación romántica. Según otras lecturas, estaríamos ante una metáfora de la separación del grupo de los fans ganados en su primera época o con el R&B y rotundo “AM” (2013), algunos de los cuales podrían no haber aceptado la reciente mutación lounge rock.
Este cronista cree más en la primera lectura, aunque el resto del repertorio de “The Car” se base menos en historias románticas que en la observación medio distanciada, como en un trastorno de despersonalización-desrealización, de lugares y formas de vida tan estilizados como alienantes. Ahí queda esa exhibición de “muestras de afecto en formación” y forzados estrujones de manos en “I Ain’t Quite Where I Think I Am”, sorprendente inmersión en un funk blaxploitation con manierismos vocales a lo David Bowie. El narrador de “Sculptures Of Anything Goes”, único tema con reflejos del sonido “AM”, parece arrepentirse de haber sacrificado el amor verdadero y una vida tranquila a cambio de promesas de eternidad: “Cafés de la mañana en el pueblo con espías retirados hace poco / Ahora esa es mi idea de un buen rato”. Algo más adelante, en “Big Ideas”, Turner canta, más claro imposible, sobre “la balada de lo que pudo ser”.
En el intento de no aburrir o, sobre todo, no aburrirse, Turner suele optar en el disco por un curioso falsete que al principio intriga y, a la altura de “Jet Skis On The Moat” o “Body Paint”, ya se acepta sin problema. Incluso cuando las canciones empiezan a ser algo intercambiables, a lo largo de la segunda mitad del álbum, el claro empeño en cultivar la sensualidad casi perdida de Curtis Mayfield o Marvin Gaye hace que el proyecto caiga simpático. En la final “Perfect Sense”, la referencia parece más cercana a nivel geográfico y vital: ¿está haciendo Turner un avance de su posible carrera como crooner rock al estilo de Richard Hawley, otro icono musical de Sheffield? Quizá. ∎
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