Nacho Vegas cerró ayer, 30 de enero, en el Auditori de Girona (sala Montsalvatge), la octava edición del festival NEU!, certamen que arrancó el 26 de noviembre con El Petit de Cal Eril y que, pese a diversos aplazamientos por razones pandémicas, ha ofrecido varios conciertos de nivel. Por ejemplo –y por supuesto–, el de Rodrigo Cuevas (14 de enero). Y, en menor medida, el de Pol Batlle & Rita Payés (23 de enero), a quienes se unió Sílvia Pérez Cruz en un tema.
Nacho Vegas inició su carrera en solitario en 2001, a bocajarro, con “El ángel Simón”, canción sustancial que marcó su trayectoria. El asturiano, en su pase en Girona, inició el bis con, precisamente, la recuperación de esta demoledora pieza cargada de mitificación y desgarro. Este manifiesto de presentación con el que nos golpeó a todos en su álbum de debut, “Actos inexplicables”, sigue mostrándose, más de veinte años después, tan sorprendentemente impúdico como aquel día. Por eso suena tan real; la historia de la muerte de su padre fue, entonces, el primer aviso de la magnitud de las tragedias “auténticas” o ficcionadas que nos iba a explicar, como si de cuentos fantásticos se tratasen, el que fuera guitarrista de Manta Ray. Y, con el tiempo transcurrido, se puede afirmar sin dudar que su carrera está repleta de instantes similares a ese gran momento iniciático. Honestidad brutal sin edulcorantes: Nacho Vegas, con talento y cero prejuicios, transparentando sus vivencias como motor de su acto creativo.
Con toda la carne en el asador, los miembros de su banda –los habituales Joseba Irazoki a la guitarra y Manu Molina a la batería, y los nuevos Ferran Resines a los teclados, Hans Laguna al bajo y Juliane Heinemann a la guitarra– interpretaron “El ángel Simón” como si les fuese la vida en ello; parecían los Bad Seeds de Nick Cave aireando la estancia de un cadáver al que se le rendía un tributo pagano. Tras ese primer bis llegó el segundo y último: nada más y nada menos que “El hombre que casi conoció a Michi Panero”. Otra de sus cimas memorables, que concluyó con el megáfono de mano como recurso efectivo de comunicación para multiplicar el efecto de una despedida. Qué gran canción, con el “shalalaralalá” que, a su modo, homenajea el “doo do doo do doo do doo” de las “colored girls” de Lou Reed en su “Walk On The Wild Side”.
Son títulos que perduran porque impactan emocionalmente en sus seguidores, quienes se identifican con la “música trascendental” de Vegas. El público enloqueció con esa doble apuesta ganadora, a la que había precedido otro doblete histórico en la última recta del concierto: primero, “La gran broma final”; a continuación, “La pena o la nada”. Dos cumbres de su carrera que sellan textos definitivos para la posteridad. De la segunda, de su trabajo con Bunbury (“El tiempo de las cerezas”, 2006), una gloriosa parte (con citas a Katy Jurado, Townes Van Zandt, Juana de Arco y “el santo a punto de perder la fe”) que concluye con “Entre el dolor y la nada, elegí el dolor”. Catarsis en el auditorio: manos en el aire, euforia, gritos. Antes, con “La gran broma final”, la secuencia cinematográfica de aquella famosa ruptura con Christina Rosenvinge –“No sé cómo no lo vi llegar”–, gente en pie.
El espectáculo había arrancado con “Belart”, el tema que abre su novísimo “Mundos inmóviles derrumbándose” (2022). Nacho Vegas, con su elegante traje, propio de un crooner antiguo, y micro en la mano –como si rezase con él–, declamó poéticamente: “No falta luz; falta un cielo. Faltas tú, falta un cielo”.
Le siguió el tempo country-rock de “Detener el tiempo” (de “El manifiesto desastre”, 2008): confesional aprendizaje con el “Blonde On Blonde” de Dylan y certificación de que “Entre libros y canciones, un día pensé que tal vez el tiempo se podría detener”. Ilustrado de vieja escuela.
Volvió al disco nuevo con la sutil “El don de la ternura”: Nacho habla más que canta, las cuerdas sintetizadas reclaman protagonismo, el piano dirige, los coros ululan con dulzura y el hilado de las cenefas de la melodía es pura artesanía.
En “La séptima ola” Vegas se colgó por fin la guitarra, que utilizó en poquísimos temas. Joseba Irazoki se lució en el puente. Oleadas de otros fragmentos del propio Vegas vienen a la cabeza.
Luego, “Ser árbol” (de “Violética”, 2018) o la necesidad del amparo, con Hans Laguna sentado tocando su bajo; después, la preciosa versión del “Summer’s End” del cantautor de folk-country John Prine en asturiano, “Muerre’l branu”, gentileza del escritor Pablo Texón; Prine murió en 2020 y esta canción pertenece a su último disco en vida, el “The Tree Of The Forgiveness” de 2018.
“Ciudad vampira” fue la única muestra de su político “Resituación” (2014). Correoso country tabernario con sorna y crítica. Irazoki al banjo.
Con “Lo que comen las brujas” regresó a “La zona sucia” (2013), el álbum de “La gran broma final”: cuento perverso pero tierno.
La tristísima “Hablando de Marlén” del EP “Esto no es una salida” (2006), con ese arranque a lo Sabina cogiendo carrerilla, demostró pertenecer, no obstante, a la esencial escuela Smog por la que siempre sintió devoción.
Y la estelar “Ramón In”, pieza de resistencia del disco, es una ranchera contenida que explota en la rabia reivindicativa hacia un personaje entrañable. La voz de Juliane se convirtió en el responso, Irazoki incendió la hoguera con su guitarra y Nacho cogió el megáfono para expandir el mensaje. Recuerda al Leonard Cohen producido por Phil Spector (“Death Of A Ladies’ Man”, 1977). Otra letra descarnada para la colección: “Una noche Ramón me la chupó y luego se quedó dormido”. Muchos aplausos.
“El mundo en torno a ti” mostró que en los temas de Nacho Vegas hay más de una canción escondida, cual capas de cebolla aparentemente ocultas. Aquí, por ejemplo, el cambio inesperado que la dulcifica cuando falta un minuto y medio para acabar, con un quiebro melódico que apunta a bonita composición de música ligera finalmente no desarrollada.
En “Big Crunch”, casi rap, Irazoki dobla voces y responde al comandante Vegas. Autodefinida como “canción, panfleto, bomba contra el capitalismo” –y así se ponen las cartas sobre la mesa y se evitan posibles críticas al respecto, si las hubiese–, se llevó la segunda gran ovación previa a los bises ya comentados.
Nacho Vegas hace tiempo que se convirtió en un clásico, el más clásico de su generación; de hecho, artísticamente, ya nació siéndolo. Su imagen siempre se visualizó como de otra época. Ahora, en este disco, adopta un tono más intimista y sosegado. Respaldado por el nuevo núcleo barcelonés creado por Resines, Laguna y Cristian Pallejà (responsable del sonido en directo y coproductor de “Mundos inmóviles derrumbándose” junto con Resines), el asturiano parece iniciar una nueva etapa musical, aunque su raíz de folk-rock siga estando siempre presente en su repertorio. Humanista y bienintencionado, con este notable “Mundos inmóviles derrumbándose” suma más canciones sagradas a su repertorio de joyas históricas (lástima que no tocase “La flor de la manzana”, una de las mejores).
Antes, Gáldrick teloneó el concierto de Nacho Vegas. Artista que publicará próximamente su disco “Luz de fondo” en el sello del propio festival (Neu!). En compañía de Enric Teruel (creando paisajes ambient y acompañándolo a la guitarra), ofreció un corto recital de cantautor rock urbano con secuencias nocturnas que (a mí me) recordaron a un barrido rápido de Hilario Camacho, Primavera Negra, Chris Isaak, Chromatics y Joaquín Pascual. Sugiere mucho, sí, pero, por ahora, concreta poco. ∎
Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.