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Fuera de Juego

Manolo Sanlúcar, el alma de seis cuerdas

El 27 de agosto falleció Manolo Sanlúcar (1943-2022) en un hospital de Jerez de la Frontera. Insuficiencia renal. Tenía 78 años de edad y andaba mal de salud desde hacía tiempo. Deja un legado de impresión, el de un maestro de maestros total. El de todo un señor. Sabio, humilde y trabajador. En la guitarra flamenca, donde su discografía ha marcado senda, y en lo que es ser un artista comprometido y noble, un cabal de los pies a la cabeza.

01. 09. 2022

Sorprende, por no decir que conmueve, oír a la hermana de Manolo Sanlúcar (Manuel Muñoz Alcón era su nombre bautismal; en sus comienzos artísticos primero vino el de Manolito el de Sanlúcar y poco después el universal) comentar cómo su hermano mayor nunca fue niño. No lo recordaba jugando, pues siempre jugaba a trabajar. Lo cuenta ella, Mari (que falleció el pasado febrero), en el documental “Manolo Sanlúcar, el legado” (Juanma Suárez, 2019). Y lo corrobora en el mismo filme el propio Manolo, con su padre, Isidro (él murió en 2005), recordando por ahí la primera nana que le enseñó, la del “niño Manolico no tiene cuna, yo no soy carpintero y le voy a hacer una”. Pero fue en realidad Manolo quien construyó su propia cuna a lo largo de su carrera, ese moisés donde mecer el flamenco de su muy querida Andalucía (nació en la gaditana Sanlúcar de Barrameda el 21 de noviembre de 1943) para convertirlo en un arte planetario.

Manolo no se movió nunca de su sitio. Pero su sitio nunca estuvo quieto. Tiempo y espacio. Como él mismo explicó, cuando la libertad desembocaba en libertinaje él se hermanaba con lo ortodoxo. Y cuando lo ortodoxo no dejaba moverse al artista entonces él se situaba en lo heterodoxo, defendiendo el derecho del músico a equivocarse y a no ser prejuzgado en su búsqueda. Pero siempre que fuera cuidando los cánones, sin tirar las columnas del templo ni los principios básicos y bendiciendo a los mayores. Rechazaba lo de alterar solo por alterar. De ahí que conectara tan rápido y fácil con Enrique Morente, con quien compartió la fortaleza de defender ideas que tropezaban con la tradición.

Ese camino hacia adelante lo recorrió siempre –y hay que subrayar lo de siempre– con un inalterable sentido de la constancia y la responsabilidad (afirmaba que heredado de su madre, Josefa), convirtiendo en ilusión de normalidad un estajanovismo que lo llevaba a autoexigirse, en sus rutinas de aprendizaje y ensayo, a unos niveles tan elevados como los que él sentía que la guitarra le exigía a él: diez o doce horas diarias, las que hicieran falta, hincando los codos. Si te entregas a la sonanta con esfuerzo y desde el recogimiento, decía, ella te dará lo que te corresponda, porque es justa, pero si la abandonas no te dará nada. Mientras que en estos años de abundancia que ahora terminan hemos profanado palabras virtuosas como “sobriedad” o “austeridad” (que de sinónimos de fortificante hemos convertido en ídem de contrariedad), Manolo hizo de ellas capa y sayo, su fuente de autodominio. “El mundo ha degenerado al quedar marcado por la filosofía del menor esfuerzo; de rebajar la carga que nos obliga. Cálculos retorcidos de quienes buscan vaciarnos de nosotros para instalarse ellos”, escribió en su web.

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