Para un autor como
Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964), que siempre se ha sentido cómodo habitando las zonas grises que dividen la ficción de la autobiografía, parecía obvio que su primera novela en trece años, un portento de casi 700 páginas que ya ha sido descrito como su mejor trabajo desde
“American Psycho” (1991), sería una gran obra de autoficción con tintes de Bildungsroman, pero también de
slasher y hasta de thriller (homo)erótico. Pero si algo nos ha enseñado su bibliografía previa, como también el prólogo lleno de exceso de esta novela, es que si un error no debemos cometer es el de fiarnos del narrador. Por mucho que esta vez, sorpresa, se llame Bret Ellis y no, pongamos, Clay Easton.
“Los destrozos” (“The Shards”, 2023; traducción de Rubén Martín Giráldez) nos sitúa en el culmen de lo que Ellis llama la “América imperial”: una adolescencia llena de luces de neón, de paseos en descapotables por las colinas de Beverly Hills, polos Ralph Lauren de cuello subido, Wayfarers, música new wave, fiestas con estrellas de Hollywood, cocaína y sexo explícito a los dos lados de la acera. Bret está en su último año de instituto, la elitista Buckley School, tiene una novia que es hija de un productor de cine acaudalado, sus mejores amigos son la reina de su clase y el capitán del equipo de fútbol americano, todos ellos de belleza pornográfica, y está escribiendo lo que se convertirá en su debut literario,
“Menos que cero” (1985). En su último curso antes de la universidad, todo parece ir como la seda siempre que nuestro protagonista interprete el papel del “protagonista tangible”: el chico bien hetero que ama a su esposa, está siempre al lado de sus amigos y se aplica en los estudios. Pero la máscara cada vez es más difícil de llevar y las aventuras sexuales con compañeros masculinos de la clase, imposibles de disimular.
Todo se desmorona cuando se presenta en el instituto un chico nuevo, Robert Mallory, de pasado oscuro y porte apolíneo, a la vez que en Los Ángeles empiezan a sucederse episodios macabros en los que un asesino en serie, el Arrastrero, secuestra, tortura y mata a chicas de la zona. Las novelas de Easton Ellis siempre se han alimentado del tedio y la angustia existencial, con las escenas sucediéndose en un embotamiento engañosamente repetitivo, de un cierto espíritu nihilista. Aquí pasa lo mismo que sienten sus protagonistas, absolutamente nada. Pero este mecanismo narrativo, el de convertir la novela en un
slasher no exento de
gore, es sumamente eficaz a la hora de añadir brío a la novela y convertirla en un auténtico pasapáginas. Y eso que, estáis advertidos (aunque a estas alturas ya no debería sorprender), sus primeras 300 páginas son una sucesión de párrafos descriptivos del ambiente del que Ellis no parece olvidarse, pese a que han pasado cuarenta años de los hechos, de cómo vestían, qué comían, qué drogas tomaban, por dónde conducían y qué escuchaban estos personajes. ¡Al fin y al cabo, estamos hablando del mismo hombre que escribió “American Psycho” y “Menos que cero”!
Ellis ya se había consagrado en la literatura anestésica y aquí ese sentimiento se culmina al ritmo de una “Vienna” de Ultravox que va reapareciendo en diversos pasajes.
“It means nothing to me”. Pero es que en “Los destrozos”, además de ser una gran obra de autoficción, el autor quiere contarnos muchas cosas, y todas las cuenta de fábula. Los destrozos también podrían ser los añicos en los que se convierte algo frágil que cae al suelo y se rompe. En este caso, la personalidad fracturada de un personaje en conflicto consigo mismo. Un chico al que el aislamiento y las emociones reprimidas lo llevan a actuar diferente de lo que piensa y sumirse en una espiral cuesta abajo de paranoia y obsesión.
“Si pudiese precisar el punto de inflexión, el colapso, el reordenamiento de nuestro mundo, recuerdo una tarde de playa en el Jonathan Club en octubre de 1981 como el principio del fin de algo. [...] Nunca volví a caminar por la vida sin los efectos del trauma que me produjo”, rememora cuando la narración ya ha alcanzado un punto de no retorno. Esa pérdida es, claro, la inocencia, ese momento en el que nunca volveremos a ser tan jóvenes, atrevidos y bellos como entonces, en el que ya solo queda cargar con el dolor y la brutalidad de la vida adulta. Y “Los destrozos” quizá simplemente sea su manera de lamerse las heridas y, quién sabe, cerrarlas por fin cuatro décadas después. De escribir una nostálgica carta de amor a una época, la última en la que fuimos felices, que nunca volverá. ∎