Bill Callahan y –especialmente– Bonnie Prince Billy son músicos expertos en convertir los teóricos despojos en gemas. No hay material de desecho para ellos. Poco importa que hablemos de versiones de material ajeno, reinterpretaciones del propio o proyectos paralelos que nacieron con la hechura del capricho. Asombra cómo en este disco, nacido a raíz del tiempo libre que la pandemia les procuró al dejarlos varados en casa y lejos de la carretera, convierten lo recreativo en un crisol de hallazgos. Sin atisbo de complacencia. Un pozo de sorpresas que, por lo general, añade intensidad a los cortes originales, ya que nos topamos con 19 composiciones de otros artistas (excepto dos, que son una de cada uno de ellos) para las que contaron con un puñado de músicos relativamente afines, casi todos compañeros de sello en Drag City. Predomina el censo de músicos de esa Chicago en perpetuo idilio con la inquietud y la experimentación. Se nota que, por suerte, carecían de directrices previas. Y que los kilómetros (la gran mayoría se gestaron a distancia) no fueron lastre para su frescura.

Conscientes de que la mejor versión es aquella que insufla espíritu renovado al original para dotarlo de nuevas lecturas, y no la que se refugia en una reverencia mal entendida, los dos gigantes de la música de raíz norteamericana se emplean a fondo a lo largo de una hora y media que puede ser digerida como colección de canciones, pero también como una lógica secuencia. Un tapiz de la música norteamericana de las últimas décadas, de extracción nada obvia. Al contrario. Desde que arranca “Blackness Of The Night”, relectura del clásico de Cat Stevens para la que cuentan con la guitarra de Azita Youssefi, hasta el “She Is My Everything” de John Prine, con la ayuda de Richard Bishop. Esas dos versiones se cuentan entre las más próximas al ideario original con el que brotaron, pero son la excepción: prima aquí el realce de la capacidad expresiva, o al menos del caudal de intensidad, de casi toda la materia prima.

En alianza con el siempre imaginativo Sean O’Hagan (Microdisney, The High Llamas), logran que el “Wish You Were Gay” de Billie Eilish se convierta en una doméstica pieza de synthpop burbujeante. También que “Rooftop Garden”, de la época más hogareña y menos disruptiva de Lou Reed, cobre un inquietante giro gracias a un George Xyoluris que logra que su laúd (un laouto griego, en realidad) parezca la viola de John Cale en cualquier inquietante letanía de los primeros The Velvet Underground. También que el molde crooner de “I Want To Go To The Beach” de Iggy Pop mute en dub espacial de la mano de Cooper Crain (Bitchin Bajas). O que el exquisito jazz pop de “Deacon Blues” (Steely Dan) se revele como delicado arrullo acústico con Bill MacKay redondeando el triángulo equilátero.

Incluso cuando se releen a sí mismos son incapaces de hacerlo desde las medias tintas: “Our Anniversary” (Smog) deja de ser una sutil reflexión envuelta en celofán para trocar en una enorme bola de electricidad estática que se arrastra con la cargada cachaza de unos Crazy Horse, gracias también a la colaboración de Dead Rider; mientras que el folk de “Arise, Therefore” (Palace) deviene en electrónica de vertedero con Ben Chasny, de Six Organs Of Admittance, situándola más cerca de Suicide o A.R.E. Weapons que de Hank Williams.

Dejando que la guitarra de Mick Turner (The Dirty Three) enturbie la psicodelia del “Sea Song” de Robert Wyatt mediante una épica circular y obsesiva, o que el góspel folk de Johnnie Frierson en “Miracles” se arrime al tecno-pop en baja fidelidad con Ty Segall, la dupla maravilla y se doctora en el arte de hacer que (casi) nada sea lo que parece a primera vista. Con la prestancia de los mejores prestidigitadores. Estos dos podrían tropezar por la calle y convertirían el traspié en una pieza de arte performático. ∎