Bajo
Suscripción
Suenan los primeros arpegios de guitarra de “Dark blue”, el inicio del álbum de debut de caroline, y el embrujo es instantáneo. Entra la voz, repitiendo como un mantra “I want it all”, mientras la instrumentación, reptante y devocional, va colmándose con sonidos de violín, percusión, chelo y bajo. Son más de seis minutos hipnóticos que sirvieron de presentación de la banda británica en el lejano 2020, aunque el proyecto se ha ido madurando con mucha calma y tiene su origen en 2017 en un dúo iniciado por Casper Hughes y Jasper Llewellyn y que fue engordando hasta acabar en una formación de ocho miembros que se reparten clarinete y flauta, guitarras eléctricas y acústicas, saxofón y trompeta, chelo y percusión, bajo y violín, piano y órganos, además de voces. ¿Excesivo? Sobre el papel puede parecerlo, pero el resultado lo desmiente: la música de caroline discurre orgánica y cristalina, respira con una naturalidad asombrosa y reescribe de manera sorprendente conceptos aparentemente tan manidos como folk, slowcore o post-rock. Parecen llegados desde otra dimensión, absorbiendo en un tránsito casi ceremonial los despojos de la tradición con una madurez abrumadora.
“Good morning (red)”, el segundo corte del álbum, avasalla con una dentellada de poesía sónica que a mitad de trayecto parece replegarse entre golpeteos de percusión y diminutos riffs de guitarra mientras desgrana una letra de un pesimismo lacerante: “(Can I be happy) / Good morning / (In this world?) / It’s that time again”.
La miniatura de “desperately” (“Desperately, I / Complicate your life”), atravesada por un sombrío violonchelo, enlaza con los seis minutos largos de “IWR”, uno de los pináculos del disco, con sus voces en modo coral y unas guitarras acústicas que van sumando tensión a un crescendo de violín que nos hace vislumbrar la silueta de los Apalaches.
En una época donde la uniformidad parece ser el traje que mejor le sienta a todas las vertientes de la música pop(ular), caroline demuestran en tres cuartos de hora que todavía es posible sorprender (y sorprenderse) con un planteamiento que rechaza amoldarse a los parámetros más previsibles. Su música parece flotar sin un destino definido entre silencios y puntuales centros de gravedad tensionada –deténganse en la segunda parte de “Engine (eavesdropping)” antes de que esta caiga en el casi silencio absoluto–, pero es esta (aparente) dispersión la que termina por construir una atmósfera global que fascina y magnetiza.
“Skydiving onto the library roof”, con sus contrastes entre la placidez y el ruido (y ecos, parece, de ignotas marchas militares), es otro de los momentos elevados del álbum. Da paso al instrumental “zilch” (una reinterpretación en hueso de las dinámicas del slowcore), abriendo la puerta a un final “Natural death” que en sus casi nueve minutos condensa todo lo que hemos escuchado en las canciones precedentes. Una canción-serpiente que zigzaguea y se enrosca, se repliega y se expande, acaricia y perturba. Belleza electroacústica entre el relámpago y el mimo (y, en algunas partes, con esquirlas del “The Black Angel’s Death Song” de The Velvet Underground). Pase directo a las listas de los discos del año. ∎
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