El bolero: ahondando en heridas abiertas, es el (masoquista) bálsamo a algunas de las más bellas historias de (des)amor jamás cantadas. Al bolero le pertenece el rango máximo de ejecución emocional al respecto de los desaguisados del corazón; de la dignidad de este: ese mundo de derrota, perdición, angustia, celos, infidelidad e infelicidad.
Es la canción por excelencia, la que acoge todo lo bonito de lo malo, la que ampara el victimismo de la cosa bien dicha: la entrega, la renuncia, el himno de los perdedores que no luchan por dejar de serlo más allá de una esperanza remota, improbable. Y todo cantado a la perfección. Se necesitan voces que acaricien las palabras, que se enamoren de ellas con esa necesidad de aferrarse a algo preciso que acabe siendo, también, precioso.
Mayte Martín, en su acercamiento al género acompañada del gran –y siempre polémico–
Tete Montoliu, da una nueva muestra de su progresivo y vertiginoso crecimiento artístico, se diría ya que sin límites posibles. Hace suyo el discurso de algunos de los más clásicos boleros, anteponiendo su liderazgo en la cronología de las palabras, silabizándolas a su antojo –con una leve y quizá innecesaria sudamericanización en la pronunciación de la c–, pero sin el capricho de fragmentarlas para hacer notar su personalidad, sino dejando imponer esta con la sutiliza de un dominio no forzado, con un detalle exquisito en la sensibilidad de un decir muy personal que también es universal: podría ser cualquiera, pero al final solo es ella.
Y Tete Montoliu, como siempre, jugando a niño ingenioso que, agradecido, espera el cariño del público. También como siempre, maestro bregado en mil batallas que, aun adaptándose más de lo que en él es habitual al guion de la noche –grabación de disco en directo, este pasado verano–, no puede evitar salirse de los renglones para sobrexponer una indudable calidad que él siente pero no ve y que se empeña a toda costa que el público vea, primero, y sienta, después.
Este es un epílogo razonable para los que todavía tenemos en la memoria aquel antológico concierto en el Festival de Blues de Cerdanyola de 1994, una de las más inspiradas cumbres de la lucha de egos artísticos jamás vistas por aquí, entre el patetismo de una situación confusa, imprevista, y el genio absoluto de lo indomable. Aquel inesperado experimento (el depredador y la superviviente) tocó el cielo allí; dos años después, aquí está el disco. ∎