Lo llamaron “el Salinger del pop”, aunque él no se negó a publicar nada, simplemente no le hicieron ningún caso después de grabar dos discos sensacionales para Decca, “Bill Fay” (Decca-Deram, 1970) y “Time Of The Last Persecution” (Deram, 1971). Se conformó con lo que parecía su destino. Pero como un Nick Drake que simplemente hubiera estado en letargo durante cuatro décadas para resurgir en la madurez y reafirmar su talento único, Bill Fay (1943-2025) tuvo en la trilogía creada para el sello Dead Oceans desde 2012 su ocasión de completar la gran obra que llevaba dentro. Y, en su etapa de despedida, de mostrarse sereno, agradecido, en comunión con la naturaleza, la gente y las cosas básicas de la vida, en plenitud creativa para dotar a sus melodías a menudo tristes de un poder balsámico, reconfortante y conmovedor. La voz y el piano de aparente fragilidad que se asientan en los fundamentos de la sabiduría y la humildad para transmitir al mundo una emoción inusitada; el sentir del cantor conforme con lo que le ha tocado vivir no por resignación, sino como una capacidad de adaptación que combate todos los males de la ambición.
Sus lamentos se deben en todo caso a la observación del daño que el hombre inflige a sus semejantes, a la naturaleza o al mundo en general más que a frustraciones o angustias personales. No tiene más intención que la de mostrar su honestidad a través de sus canciones, con la convicción de que el amor es el motor de la vida. Conceptos básicos que expresa desprovistos de cualquier artificio. “Hay milagros / en los lugares más extraños / hay milagros allá donde vayas”, cantaba en “Cosmic Concerto (Life Is People)”.
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