La música es una presencia constante en la breve biografía de Daniela Díaz Costas. La cantante y compositora viguesa, de 23 años, ha dedicado media vida a estudiar el grado profesional de música y guitarra clásica en el conservatorio de su ciudad natal. Una enseñanza reglada, exigente, que compatibilizó con las obligaciones impuestas por la secundaria y que la dotó de conocimientos para abordar con desahogo su primer registro fonográfico. “Terminé en el conservatorio y agradezco mucho que mis padres me animaran. Es algo muy sacrificado y en los últimos años se me atragantaba un poco, porque lo que más me gustaba era coger la guitarra, componer y cantar, no pasarme cinco horas practicando una posición”, explica, frente a la pantalla del móvil desde una cafetería de Madrid. “Al final todo esto te enseña un vocabulario. En los últimos meses también he trabajado con gente que no sabe nada de teoría musical, pero tiene oído y te entiendes perfectamente. No es imprescindible, pero ayuda a la hora de trabajar y agiliza muchos procesos. Incluso para el directo poder tocar bien un instrumento te da muchas herramientas. Estoy contenta de saber, aunque hoy en día, con internet, con los sintes, muchísima gente no ha estudiado música y hace cosas increíbles”.
Este primerizo repertorio armoniza elementos a priori contrapuestos con un sorprendente sentido del equilibrio. Y es el compendio de varios años de trabajo, algo muy común en los discos debut. La melancolía es uno de los tonos dominantes en “veinte”. Pero el colorido de las músicas confeccionadas por la entente gallego-estadounidense impide que las partituras se apoltronen en el atril. Dani reconoce en ellas un componente circunstancial –las canciones como correlato sonoro de momentos y lugares determinados–, pero también ciertos ingredientes esenciales que tienen que ver más con el carácter que con un estado de ánimo definido. “Según dice la gente, que tampoco me las quiero dar de tal, soy una persona tranquila, amigable, alegre, dulce. Pero en mi interior soy muy reflexiva, le doy ochenta mil vueltas a todo, me agobia todo. Al final las canciones por fuera, el embalaje, es bastante alegre, pero por dentro tienen pinceladas más oscuras o más melancólicas. Creo que se parecen bastante a mí”.
Como la inmensa mayoría de músicos, ha firmado pocos conciertos en los últimos meses y se ha quedado con las ganas de exprimir estas canciones en directo e incluso de hartarse de ellas. Pero no se queja solo porque la pandemia haya trastocado una prometedora agenda. Su análisis va mucho más allá e incorpora reflexiones sobre los efectos, las posibles secuelas y los inevitables daños colaterales del desastre con que intentamos lidiar. “No voy a decir que nos han robado dos años de vida, porque seguimos vivos, haciendo cosas. Pero un poco sí. La pandemia me ha quitado ciertas experiencias. A mí y a mucha más gente. Tengo suerte, sigo trabajando, pero me da pena no haber podido presentar bien el disco o haber experimentado lo que es una gira. A los niños les está quitando experiencias porque hay edades clave en que los chavales cambian muchísimo de un año a otro. Y al final están perdiendo vida. Creo que sí, que 2020 existió, pero fue un abrir y cerrar de ojos. Rapidísimo. Soy una rayada del tiempo, de lo rápido que se va todo. Y es difícil pensar ‘a saber cuantos años tendré cuando acabe la pandemia, a saber cuántas oportunidades perdí’… Es muy difícil para todos”. ∎
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