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l culto alrededor de Kanye West es lo más parecido a una religión posmoderna que podemos conocer: no hay nada por encima del “yo” en su mensaje global.
Empecemos mirando hacia arriba. Lo que vemos es a un varón de 44 años ascendiendo por los aires mediante un número circense perfectamente calibrado: unos cables de un extremo a otro del Mercedes-Benz Stadium en Atlanta hacen levitar su cuerpo mientras suena “No Child Left Behind”. Sube de la tierra al cielo, llamado por una poderosa luz, para reunirse con su madre y abrazar el perdón de Dios.
Dado nuestro supuesto escepticismo, sabemos que lo de ascender y reunirse con Dios es un simple simbolismo. Una representación. Aunque, si ahora mismo se nos arrancara de la conciencia de dónde venimos y un cataclismo eliminara parte de nuestra historia, probablemente pasados los siglos pensaríamos que un tal “Ye” realmente pudo ponerse a la altura de alguna entidad superior.
Mientras ocurría el ascenso, el pasado 5 de agosto, cuando se celebró la segunda listening party previa a la publicación de “Donda” (G.O.O.D. Music-Def Jam-Universal, 2021), en alguna de las secciones del estadio una masa ingente de creyentes se agolpaba alrededor de los puestos de venta de merchandising, presionándose unos a otros.
Una camiseta de manga larga impresa por delante con una foto de Donda West, la malograda y adorada madre de Kanye West, por 120 dólares; una camiseta negra impresa por detrás con un símbolo de inspiración pagana por 120 dólares; un chaleco antibalas con las letras “DONDA” en el pecho por 250 dólares. Todos ellos “productos sagrados” derivados del imaginario del líder de un culto posmoderno que incluso algunos aprovecharon para revender en el mismo estadio.
Hay una fe cegadora impulsando a alguien dispuesto a pagar 50 dólares por unos chicken tenders en un evento de esta categoría. Una fe similar a la que lleva a alguien a seguir la palabra de John Coltrane décadas después de haber fallecido el saxofonista. Una fe absoluta en un mediador que nos promete todo aquello que define la era posmoderna: el deseo, el consumo, el “yo” por encima de todas las cosas y la verdad individual.
El culto a Kanye West y su mensaje global de “cualquiera puede ser un genio” (máxima que se transparenta en casi todas sus recientes entrevistas y apariciones públicas) se parecen mucho a una religión. Si nos ceñimos a la definición de religión de Émile Durkheim, esta suele tener “un sistema de creencias y prácticas unificadas” (los valores que unifican a los seguidores, colaboradores y clientes de West), “cosas sagradas y prohibidas” (los productos derivados de su simbología), así como una “comunidad moral llamada Iglesia” (las diversas comunidades que profesan el sistema de creencias de West). De hecho, en este interesante artículo, Mario Gabriele sostiene algo parecido sobre Tesla, Peter Thiel o el Bitcoin.
Al contrario de lo que podamos pensar si retrocedemos hasta la imagen canónica de “religión católica” que todos tenemos en la memoria, West no se hará responsable de aquellos que soportarán pisotones y cargas en las largas colas para adquirir sus productos. Este credo no tiene un lugar habilitado para la queja o el servicio a la comunidad: a la salvación y el perdón se llega consumiendo al propio Mesías y todo lo que genere su drama personal.
Asociarse con West al nivel que sea aporta una fe suprema en nosotros mismos y el futuro: desde Chance The Rapper cuando rapeó“I met Kanye West, I’m never going to fail” en “Ultralight Beam” hasta el enfermo de cáncer de colon que aseguró que un par de yeezys le salvaron la vida.
A juzgar por los eventos que Kanye West y su culto han ofrecido en los últimos años, cualquiera podría pensar que no existe una coherencia plástica/estética con la que podamos identificarlos. Recordemos el historial desde la fundación de su marca Yeezy (en partnership con adidas): zapatillas ultralimitadas de más de 300 dólares, prendas de inspiración cyberpunk a un precio similar, reuniones en ranchos, ropajes y túnicas inspiradas en las antiguas iglesias católicas, celebraciones de góspel dominicales, disfraces inspirados en “Akira” (Katsuhiro Otomo, 1988), símbolos satánicos, estrafalarias prendas creadas por Balenciaga que recuerdan a los cazadores de osos del Himalaya, medias en el rostro…
Como podemos ver, el imaginario de este evangelio está construido sobre los poderes de “superapropiador” de West, una capacidad que ha ejercido desde hace años y que ha acabado transmitiendo a algunos de sus discípulos (entre ellos, Virgil Abloh, miembro original del colectivo creativo fundado por West en 2012 también llamado DONDA y que ahora secuencia conceptos, símbolos y resignifica elementos de Louis Vuitton).
No una sola imagen, sino muchas. No una sola religión, sino muchas religiones en una. La “resignificación” de símbolos paganos con católicos, bootlegs mercantiles (en una de las prendas de su segunda listening party para “Donda” portaba esas letras imitando la tipografía de la marca HONDA), residuos artísticos y alta costura: todo se renueva, se vuelve cool y se articula a través de la “verificación” del iconoclasta West. Ya lo hizo comercializando prendas con la bandera confederada en el tour de “Yeezus” y lo volverá a hacer, signifique lo que signifique el símbolo que integre en su evangelio.
Kanye West y su entorno están diseñando una forma de Iglesia en la que de verdad encajen: heredando, aunque renovando, los símbolos y librándose de la austeridad de la fórmula clásica del catolicismo.
El culto de West comenzó como pueden comenzar todos los cultos: con reuniones dominicales de una pequeña comunidad. Sin previo aviso, en las redes sociales del clan Kardashian comenzaron a filtrarse imágenes de West rodeado de un pequeño coro de góspel que semana tras semana iba creciendo en número y atención a los detalles. Primero dentro de una cúpula con luces monocromáticas y más tarde al aire libre, a las afueras de alguno de los ranchos de West. Primero interpretando versiones de clásicos de Stevie Wonder o The Gap Band, después perfilando su propio estilo gracias a la dirección musical de Tony Williams.
Tras correrse la voz alrededor del Sunday Service, comenzaron a surgir diferentes declaraciones: “La misa de la Iglesia de West no sería como la tradicional de tres himnos y un sermón”, sino más bien “una forma de llevar a la gente a Jesús a través de las artes y de una comunidad de personas que se aman y se preocupan unas por otras", tal y como se desveló en este artículo.
Según trascendió, el interés inicial de West era simplemente la “curación” de su salud mental tras una turbulenta época, con variedad de supuestas hospitalizaciones y confusos diagnósticos (primero bipolaridad, después falta de sueño, para después volver a saberse que sí podría tener un trastorno bipolar).
En una intervención en el show “Jimmy Kimmel Live!” la propia Kim Kardashian dijo que en los Sunday Service “no hay oración, no hay sermón, no hay palabra, solo música, y solo un sentimiento, y es cristiano”.
Si seguimos tirando del hilo de la familia Kardashian, encontramos datos muy relevantes: en 2016, Khloé Kardashian escribió un ensayo para ‘Lenny Letter’ explicando su relación con la espiritualidad y la religión organizada. En él, se describió a sí misma como “espiritual” y “devota”, y explicó que su padre leería la Biblia todos los días. “Tocaba música góspel, tenía mucha alma, y eso le encantaba”. Por otro lado, en una entrevista con ‘Vogue’ en 2018, Kim aseguró que “en mi familia somos muy cristianos, y nuestra ética de trabajo y nuestra disciplina provienen de tantos años en la escuela católica”. La mujer de West incluso reveló que Kris Jenner envía cada mañana un versículo de la Biblia al chat grupal de la familia.
Aunque West y su entorno siempre han profesado un gran fervor por la fe católica, queda bastante claro que el clan Kardashian ha supuesto una gran influencia en el artista para “diseñar” una Iglesia a la altura de las necesidades de las nuevas celebridades. En otras interesantes declaraciones de Khloé Kardashian en “Jimmy Kimmel Live!”, comentó: “Tenemos muchos amigos que tal vez se sienten incómodos cuando van a la iglesia o algo así. Cuando vienen al Sunday Service, se sienten libres y seguros, es lo que dicen todos”.
El proyecto del Sunday Service de Kanye West alcanzó su cénit cuando en abril de 2019 Coachella albergó una de sus actuaciones en el segundo fin de semana del festival, coincidiendo con el Domingo de Pascua. En lo alto de una colina artificial construida para la ocasión, casi un centenar de miembros, entre cantantes, coristas, músicos y colaboradores, vestidos de color malva alrededor de un West triunfante. Por supuesto, hubo sudaderas y prendas a la venta a precios entre los 200 y 250 dólares, y hasta calcetines con inscripciones como “Jesus Walks” a 70 dólares.
Lo que hoy sabemos es que el proyecto Sunday Service tan solo fue el primer elemento presentado y utilizado públicamente de la Iglesia de West, un “instrumento” musical que lo acompañará en sus próximos años y que comenzó a diseñar el tipo de “organización” a medida que buscaban él y su gente: una en la que la mercantilización está primero, una en la que la fe es solo residual y la sensación de comunidad es tan solo ilusoria. Una Iglesia sin los pobres, sin la austeridad ni la humildad de la Iglesia proyectada en el Nuevo Testamento.
West es un Dios que necesita atención para sentirse como tal.
En la mitología de Kanye West, las referencias a Jesús y Dios van in crescendo. Podríamos mencionar tres grandes impactos en este sentido: primero fue la canción “Jesus Walks” en su primer álbum, “The College Dropout” (Roc-a-Fella-Hustle-Handprint Entertainment, 2004), ascendido a clásico casi de forma instantánea; luego su controvertida portada para ‘Rolling Stone’ (2006), donde posaba con una corona de espinas, y, por último, la resonancia que adquirió el concepto de “Yeezus” en 2013 (donde, entre otras canciones, aparece “I Am A God”).
La comparación del rapero con Dios se ha ido potenciando durante estos últimos años no solo por él, sino por entidades externas: West incluso sustituyó a Dios en “The Book Of Yeezus”, un libro lanzado en 2015 (editado de forma independiente) donde se reescribía el Libro del Génesis (Antiguo Testamento) reemplazando cada mención a Dios por Kanye o Yeezus. Allí se podía leer: “In the beginning Kanye created the heaven and the earth… And Kanye said: ‘Let there be light’, and there was light”.
La presunción de iluminación es la característica básica para que West se considere a él mismo un Dios (recordemos siempre: una mentira repetida infinidad de veces puede convertirse en verdad), aunque su proyección exterior haya divagado constantemente entre polaridades: como dice Simon Reynolds en un artículo en la revista ‘The Wire’ en 2016, “something between mess and messianic”, refiriéndose a las explosiones de éxito y a los ruinosos y viscerales momentos de escándalo público de West.
Pero si algo define la idea e imagen religiosa de Dios y más se ajusta a las cualidades de West como “entidad” son la “omnipresencia” y la “omnipotencia”: una vez más, y de forma indiscutible, el artista ha demostrado con el lanzamiento de “Donda” ser un auténtico “sacerdote de la viralidad”. Sacerdote referenciando la capacidad de West para moldear a su gusto las corrientes de atención global.
Aunque “Donda” ha sido intuido desde mayo de 2020 (y su concepción se remonta incluso más allá), su heterodoxa “campaña” de lanzamiento ha durado unos 39 días: desde finales de julio al 29 de agosto, día de su salida definitiva.
Durante ese fragmento temporal en este verano, West ha sido omnipresente: ha copado y colapsado el espacio aéreo de internet infiltrándose en redes sociales próximas y ajenas, utilizando el mundo de retransmisión descentralizada. Y todo sin decir o declarar ni una sola palabra: solo posteando algunas imágenes en su cuenta de Instagram y haciéndolas desaparecer poco después (West sabe que nada muere en internet, aunque el instante que la información haya ocupado en el ciberespacio sea minúsculo).
“Mi estrategia es que no tengo estrategia”, se ha jactado en varias ocasiones el Dios West, quien domina a su gusto lo “irracional” de la viralidad desde hace casi dos décadas: sabida es su capacidad de cortejar la controversia a través de arrebatos espontáneos (desde el incidente con Taylor Swift a la crítica del mismísimo Barack Obama). West es un Dios que necesita atención para sentirse como tal. Un Dios que tiene su hogar natural en el bullicio de internet. Un Dios que está por encima de una de las principales características de nuestra era: el gap de atención.
También ha demostrado ser omnipotente: en una realidad donde las grandes marcas son capaces de condicionar a los artistas, West es capaz de orquestar un multianuncio global uniendo su propia “empresa” a Balenciaga, Gap (empresa dentro de la que ha fundado su propia factoría, Yeezy Gap), Beats 1, Apple, Mercedes-Benz, adidas y, en menor medida, Nike. Y hacerlo sin parecer que su visión se altera o se somete al agresivo lenguaje de las marcas. Cualquier compañía desea cierta cuota de product placement en las recreaciones y representaciones del Dios West: porque a su paso, a su lado, a estas entidades las mira todo el mundo. Estas marcas adquieren, además, algo “sagrado”.
Kanye podría perfectamente crear su propia contramitología (como, por ejemplo, hizo en su momento Sun Ra, uno de los primeros músicos afroamericanos en discutir el influjo de Dios y el catolicismo), pero aun así prefiere elevarse “renovando” la identidad de marca de Jesús y del Dios católico, aprovechándose de esos símbolos y proclamando una nueva manera de “evangelización”.
Cualquiera puede utilizar, remezclar y extender la palabra del Dios West por un módico precio de 200 dólares.
El valor de un producto está en su proceso. Y la palabra del Dios posmoderno no iba a ser menos. Si prestamos atención a la foto de perfil tanto de Kanye West en Instagram como de su elusivo mánager Abou «Bu» Thiam, observamos un símbolo de “loading” circular, transmitiendo el mensaje de estar “en proceso constante”.
Lejos de ser una declaración de intenciones, esta metodología ha sido una constante en los procesos creativos de West, aunque comenzó a hacerse explícita con “The Life Of Pablo” (G.O.O.D. Music-Def Jam, 2016), álbum que se aprovechó de las posibilidades que brindaban los servicios de streaming para reinventar el concepto de “álbum” en sí mismo.
Kanye West pasará a la historia por activar la idea de que un álbum puede ser una obra sometida a actualizaciones constantes, estar vivo y cambiar en tiempo real. Fue en febrero de 2016, cuando a la escucha privilegiada de su séptimo largo de estudio en el Madison Square Garden unió la presentación de su colección Yeezy Season 3. Entre la versión que sonó aquel día a la versión definitiva que hoy podemos escuchar de “The Life Of Pablo” hay muchas diferencias: el álbum estuvo disponible en plataformas cuatro días después de su presentación, y a lo largo de las semanas cambiaron las mezclas, se incluyó una canción cuatro meses después y el track “Wolves” sufrió grandes cambios tras ser interpretado en “Saturday Night Live” (cambios que el propio West anunció con el legendario tuit “Ima fix wolves”).
Si la palabra del Dios West es su música, esta debe también tener cierto aire “sagrado”. Ha sido con los 39 días en los que West nos ha hecho partícipes de su contínuum creativo cuando hemos tomado contacto real con los equilibrios del artista entre la innovación y la excentricidad. Durante la campaña de “Donda” han circulado al menos seis o siete versiones del álbum, correspondientes a las filtraciones de las actualizaciones del contenido para las diferentes listening parties. Unido a rumores, confusiones infundadas y otras provocadas, la carrera de actualizaciones ha elevado al “trabajo definitivo” a una posición casi sagrada.
Ser testigos del perfeccionismo patológico de West (según contó a ‘Rolling Stone’ en 2006, el de Chicago podía pasar hasta 24 horas masterizando tracks) y haber sido conscientes del fine tuning en tiempo real dota al álbum que hoy bate récords en plataformas de streaming de un lugar especial sobre otros discos. Además de atraparnos en una extraña y eterna esperanza, tomamos contacto con la inconsistencia, la inseguridad y la expectación en un tiempo en el que la accesibilidad nos ha convertido en consumidores pasivos y anestesiados.
West juega abiertamente con el concepto de originalidad convirtiendo en público su proceso creativo: construye sobre la invitación a la deconstrucción y así nos traslada la idea inconsciente de que “nunca podremos experimentar completamente todo su talento”. Además, esta tendencia a la deconstrucción convierte sus discos (para bien y para mal) en colecciones de ideas. Ideas en movimiento, sujetas a la posible imprevisibilidad.
Con “Donda”, West también redefine el “trabajo colectivo”, una capacidad que ya había entrenado en sus anteriores álbumes pero que con este lanzamiento ha llegado a su punto álgido: entradas y salidas en featurings, artistas que aparecen y desaparecen, secciones instrumentales puestas y poco después extirpadas… El ideal del “creator-as-a-curator” alcanza peligrosos niveles con West a la cabeza: incluso su director musical, el genio Mike Dean, estuvo a punto de abandonar el barco durante este último proceso.
¿Y los creyentes? ¿Pueden también usar la palabra del Dios West o tan solo oírla? Por el módico precio de 200 dólares, podemos comprar el dispositivo Donda Stem Player, un gadget que aporta coherencia a la conducta creativa de Kanye West: con él podemos no solo escuchar al completo el disco, sino personalizar todas las canciones y convertirlas en stems para así alterarlas a nuestro gusto.
El dispositivo ya fue mencionado por West en 2019 durante su famosa entrevista con Zane Lowe y ha tenido varias actualizaciones hasta la versión que podemos comprar en su página web. Primero diseñado junto a Teenage Engineering y ahora etiquetado por Yeezy Tech x Kano, este “producto sagrado” brinda la posibilidad a cualquiera que lo desee de comportarse creativamente como West.
Así como los budistas tienen sus dispositivos con altavoz y diferentes rezos, los creyentes de Ye tienen un stem player. Pero… ¿es realmente la versión que Kanye West considera como definitiva? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que la música ha hablado por sí sola en este caso: West ni siquiera ha pronunciado una palabra en los 39 días, no ha cantado ni un solo verso en las tres listening parties y ha dejado claro que la música es simplemente el sustrato sobre el que construir todo lo demás.
West sabe que una imagen capaz de persistir en nuestro cerebro se puede comparar con un milagro.
Hasta el momento, ningún artista de nuestra historia había orquestado hasta tres macroeventos previos al lanzamiento de una obra musical. No a modo de concierto de presentación, sino simplemente como invitación a la escucha colectiva en modo estadio con un disco sin terminar (y que iba a variar en sustancia y detalles de un evento a otro).
West ejerce una disrupción sin vuelta atrás no solo al concepto de “concierto”, sino a la idea de “interpretación”, dejando tanto la tipología como la categoría en un plano secundario, no esencial. La personalidad en el centro y la representación como atracción. West ha sustituido la idea de defender canciones ante un público por un ritual donde lo que realmente cuenta es sentir la experiencia de la escucha lo más dentro posible del “universo” del artista.
Caminar sobre las aguas. La multiplicación de los panes y los peces. Resucitar tras la crucifixión. Son algunos de los milagros que están en la memoria de la fe católica y son atribuidos a Jesús. En cuanto a West, no nos ceñimos únicamente al hecho de haber llenado de creyentes tres estadios de forma consecutiva sin haberse marcado ni una sola barra.
La ciencia del espectáculo del Dios West va más allá de la escenografía o la puesta en escena: en cada uno de sus “eventos” busca crear y diseñar imágenes que puedan perdurar en nuestras débiles memorias, quedarse grabadas en nuestra retina como si hubiéramos presenciado milagros.
Recuerdo perfectamente lo que pensé cuando vi la película de “Jesus Is King” (Nick Knight, 2019) y observé aquellas imágenes del coro de góspel y la luz del sol impactando a través del cráter de Roden, la obra inacabada de James Turrell. Esas imágenes, a pesar de convivir en una realidad saturada y contaminada de ellas, son de las que no se olvidan fácilmente.
22 de julio de 2021: un Kanye West vestido bajo la inspiración directa de “Akira” transita el suelo completamente blanco del Mercedes-Benz Stadium de Atlanta mientras se reproduce una versión inacabada de “Donda”. Con la cabeza cubierta totalmente por una media y estrenando prendas tanto de Yeezy como Yeezy Gap, West destaca sobre la inmensidad minimalista del escenario y dramatiza mientras se encadenan las canciones de su nuevo álbum. El poder visual y el contraste de colores consigue bloquear la atención del público.
5 de agosto de 2021: tras haber sido visto en los aledaños del Mercedes-Benz Stadium una semana antes (encarnando a un moderno Fantasma de la Ópera) y los rumores de que el artista ha vivido y “finalizado” su álbum en el interior del recinto, un nuevo streaming exclusivo en Apple Music comienza.
Bajo la dirección creativa de Demna Gvasalia (Balenciaga), la audiencia pudo observar a Kanye West en las 20/24 horas previas al evento dentro de la austera habitación en la que supuestamente se había recluido durante semanas para terminar “Donda”. A West se le pudo ver haciendo ejercicios, push-ups, contemplando a dos modelos vestidas con prendas de la firma de alta costura, grabando versos, recibiendo a colaboradores y amigos, ultimando detalles con su equipo de producción, durmiendo, despertándose y probándose las prendas exclusivas que iba a vestir en la representación.
Una brillante reflexión sobre el capitalismo de vigilancia, o quizá una prueba más de que el proceso está por encima del propio producto en el credo promovido por West. O ambas cosas. Una vez abandonada su habitación, West ofreció una performance digna de análisis: en el centro del estadio, una representación simbólica de la cárcel del “yo”, con el artista únicamente acompañado de sus objetos esenciales y un sencillo colchón.
Emulando o inspirado en figuras como la de Gandhi (recordemos que hubo un momento en que “Donda” iba portar como título “Yandhi”), West se presenta completamente de negro, vestido como un antiguo cazador de osos del Himalaya en el centro de un simulacro perfectamente diseñado: simbolizando una suerte de penitencia previa al encuentro con una entidad superior, West parece ejercitar su espíritu para recibir el perdón y renacer desde su tormento.
Mientras ocurre la dramatización, con West acompañado de diversos tipos de calzado y prendas prémium (que vienen a ser los “fetiches” del artista para acompañarlo en el calvario), una segunda versión no finalizada de “Donda” se presenta ante un estadio en sold out. Esta vez no son solo las imágenes derivadas las que lucen como milagros: un verso de Jay-Z parece resonar en la canción “Jail” ante la estupefacción de decenas de miles de creyentes. El West omnipotente ha conseguido que su relación con Jay-Z se reactive, insuflando nueva ilusión en una audiencia sedienta por una secuela de su álbum conjunto, “Watch The Throne” (Roc-A-Fella, 2011).
Por si fuera poco, antes de la finalización del evento, West comienza a levitar y asciende a los cielos del estadio mientras suena su voz recitando “he’s done miracles on me, he’s done miracles on me” y portando el nombre de “DONDA” en su pecho, simulando el reencuentro con su madre muerta.
26 de agosto de 2021: en esta ocasión en Chicago, Kanye West ofrece una tercera listening party retransmitida por Apple Music con “Donda” prácticamente acabado. Una reconstrucción exacta de la casa donde creció el artista aparece en el centro del estadio, portando un gran crucifijo y siendo rodeada y “escoltada” por el coro de góspel, diferentes modelos de automóviles negros y una legión de extras ataviados con el chaleco antibalas con las letras de DONDA.
Una representación con aire onírico en la que West parece tanto coquetear con sus demonios (en el porche van apareciendo personajes como Marilyn Manson, DaBaby, Don Toliver, etc.) como construir un ejército espiritual alrededor de lo que considera “su hogar”. Cuando llega el final de la reproducción de una nueva versión más pulida de “Donda”, West entra en su casa y simula prenderse fuego de forma espontánea junto a la construcción.
Del fuego, surge el “hombre renovado”, ya que el fuego ejerce la purga sobre el lamento y la enfermedad del espíritu. No será de nuevo el único milagro: tras la muerte y resurrección, West parece contraer matrimonio con una Kim Kardashian vestida completamente de blanco. Minutos después de que los creyentes hubieran escuchado una canción que hablaba de la “pérdida y la ausencia de la familia”, West parece milagrosamente reactivar su relación con la madre de sus hijos.
Nadie sabe a ciencia cierta hasta qué punto está todo orquestado o no, y ese es el tipo de seducción por el que nos atrapan los mitos. El Dios West concibe sus milagros en forma de simulacros e imágenes que quedan grabados como momentos culturalmente relevantes.
“Watching you ‘joystick the culture’ makes us all proud”.
En su cuenta de Instagram, Pusha-T fue claro: “Verte dominar la cultura nos llena de orgullo a todos”, comparando el poder de West sobre la cultura con el manejo de un joystick. El rapero y frecuente colaborador de West hace referencia a la capacidad de este para afectar al contínuum cultural, ya sea desde la reinvención, la apropiación, la disrupción o la necesidad de antagonizar con el mundo.
Esta última característica es otra que define la personalidad del Dios West y le hace impactar sobremanera en la conciencia colectiva. Desde acusar a su comunidad y raza de “victimizarse” ante la esclavitud a escoltarse en su tercera listening party de dos personajes “culturalmente cancelados” como DaBaby (por comentarios homofóbicos) o Marilyn Manson (por diversas acusaciones de abuso y maltrato): West construye parte de su conducta sobre la provocación que supone antagonizar, ser políticamente incorrecto: ¿Está el Dios West perdonando/curando a DaBaby y Manson? ¿Está acogiendo a los “discriminados” por la opinión pública? ¿Es aquella casa el “arca” del Dios West para los inhabilitados?
Como los grandes artistas performativos del siglo XX, West genera a partes iguales repulsión y atracción. Se ha hablado de la influencia de Joseph Beuys (“chamán” occidental recordado por su performance encerrándose durante varios días junto a un coyote) y David Hammons (uno de los artistas afroamericanos más influyentes de los últimos 50 años, quien basa parte de su discurso en el rechazo del propio valor artístico) en las recientes experiencias diseñadas por West. Ambas figuras enseñaron al mundo del arte que ya no hacía falta pintar cuadros para transmitir mensajes trascendentes y que el simple hecho de “antagonizar” ya podía considerarse una revelación artística.
Tanto por lo autorreferencial de su propuesta como por su deseo constante de disrupción, Simon Reynolds comparaba hace unos años al rapero con David Bowie, situándolo como posible representación contemporánea del glam. Denominándolo con el término de “mediatician”, el crítico y teórico inglés apunta que “hay un paralelismo en la forma en que Kanye es también una figura pública que convierte a los medios en una especie de escenario para sus psicodramas”.
Reynolds también apunta sobre la necesidad de omnipresencia de estos artistas: “También hay un impulso similar de expandirse a otros medios expresivos y a otras áreas de la creatividad, de ser un polímata”. En este sentido, West es ya más que un artista “360 grados”: ha transformado su vida en teatralidad artística, con las consecuencias culturales que esto conlleva.
West es el mayor idealista que ha dado el hip hop, un género antiidealista por naturaleza: un movimiento normalmente incapaz de imaginar el futuro.
“Si alguien me inspira y conecto con él, no tengo que creer en todas sus políticas”, dijo Kanye West cuando le preguntaron sobre Donald Trump y su sorprendente apoyo al político republicano y expresidente de los Estados Unidos. Además, en un evento en 2019, West añadió que era el estilo de hablar de Trump, no sus políticas, lo que resultaba tan atractivo para él: “Hay métodos no políticos para hablar que me gustan, que siento que son muy futuristas. Y ese estilo, y ese método de comunicación, ha demostrado que puede vencer a una forma de comunicación políticamente correcta”.
West y Trump tienen mucho en común: no solo representan una “culminación” de la cultura de la fama, sino que, más allá de su ideología y principios (en el caso de Donald) o su propuesta artística (en el caso de Kanye), su mayor preocupación es la atención y la adulación. Ambos son puro espectáculo, y juegan a desgastar el concepto de “verdad” a través de la provocación y el uso calculado del antagonismo. En este sentido, me tomo la libertad de citar a Charles Holmes, quien, refiriéndose a West, dice: “Hay algo hermoso en ver a un hombre negro ser tan egoísta e intransigente como un hombre blanco”.
Hace un año, cuando West se presentó como candidato para la presidencia de Estados Unidos, publicó una doble página en ‘The New York Times’ que llevaba como título “Querido Futuro”. West, supuestamente de puño y letra, afirmaba refiriéndose al futuro de su país que “todavía creo en ti. (...) Todavía creemos en ti. Incluso en nuestros momentos más oscuros, creemos. (...) Nuestro futuro feliz y saludable parece el nuevo Jardín del Edén con niños corriendo y ancianos rebosantes de alegría por lo hermoso que se ha vuelto nuestro mundo”, escribió, entre otras cosas, junto a un solemne dibujo de la paloma de la paz.
Kanye West tiene y ha tenido siempre su pensamiento puesto en el futuro. Por ello es el “mayor idealista del hip hop”, un estilo antiidealista por naturaleza, condenado a describir el duro presente e incapaz de imaginar (en su mayoría) futuros mejores o alternativos. En la medida en la que tanto el hip hop como la música contemporánea están adentrándose en lo que llamamos las “realidades sintéticas” y anteponiendo la creación de imágenes a la propia música, West es el Rey.
Entendemos como realidades sintéticas el concierto en “Fortnite” de Travis Scott, la capacidad cinematográfica para imaginar realidades de Kendrick Lamar, el maximalismo psicodélico e imaginario excesivo de artistas como Trippie Redd. Poco a poco, el valor de este tipo de artistas es la forma en la que consiguen expandir o traducir su personalidad a universos/metaversos imaginarios.
Lo que hemos experimentado con la performance de “Donda” es la puerta de entrada al metaverso ideado por Kanye West: hemos accedido a su videojuego y consumido no solo su simbología, estética, narrativa, conducta y proceso creativo. En última instancia, hemos consumido su personalidad.
Ciertamente, esa es la gran paradoja del hip hop: se trata de una forma de entretenimiento basada en “las personalidades”, y estas, si lo miramos de forma objetiva, quizá son personalidades de las que te alejarías en la vida real.
¿Cuántas estampitas con la imagen de Jesús se venden al año en El Vaticano?
Un Dios no es Dios sin los que creen en él. Y Kanye West no sería absolutamente nada sin los fanáticos. Aquellos que creen ciegamente en él: aquellas decenas de miles de personas que con poca antelación agotan las entradas de estadios completos para simplemente participar en una conversación pública sobre cómo podría sonar la música del artista.
En la segunda y tercera listening party, West tuvo a extras y colaboradores dando vueltas en círculos mientras rodeaban su performance, como si de un antiguo ritual para entrar en trance se tratara. Esta acción imita a otras religiones más minoritarias y sirve como metáfora para imaginar a los fans del artista: girando en círculos sin parar, adorando la divinidad en trance y expandiendo su palabra allá donde vayan. Es lo que el ya mencionado Émile Durkheim llama “efervescencia colectiva”.
Estos fanáticos pueden compararse a aquellos que, aún hoy, siguen yendo a la iglesia los domingos y aportando sus donativos cuando, en misa, les llega la cesta. West, quien ha dado con la fórmula para monetizar la incertidumbre que provoca su proceso creativo, genera unas abominables ganancias con performances como la de “Donda”.
Según las cifras que surgieron hace unas semanas vía ‘Billboard’, West ha podido generar un total de 12,75 millones de dólares entre ganancias a través de la compra de “productos sagrados”, el streaming de su discografía y de los eventos o el ticketing. Estas cifras están a la altura del acontecimiento más rentable de los últimos tiempos en el mundo del hip hop: la ya citada aparición de Travis Scott en el videojuego “Fortnite”.
¿Qué mejor homenaje para una madre que conseguir que una legión de creyentes se peleen en el mundo físico y digital por portar un chaleco antibalas con su nombre en el pecho?
Pero… ¿Quién es Donda? Se trata de Donda West, nacida en Oklahoma en 1949, profesora y madre de Kanye West, quien lo crió sola desde los 3 años y que murió en noviembre de 2007 a causa de un fallo cardíaco derivado del posoperatorio de una liposucción, una abdominoplastia y una reducción de pecho (este suceso dio pie a que Arnold Schwarzenegger, gobernador de California, impulsara en su momento la ley “Donda West”, que requería chequeos previos a someterse a intervenciones estéticas).
La devoción de West por su madre no se ha ocultado nunca, ni antes ni después de su muerte: en el segundo disco del artista, “Late Registration” (Roc-A-Fella, 2005), incluyó “Hey Mama”, una canción donde el músico pone de manifiesto el orgullo que siente hacia su progenitora e interpretó delante de ella en el programa de Oprah Winfrey en 2005. Después de su muerte, West rescató la misma canción en los premios Grammy posteriores al accidente incluyendo nuevos versos (“Anoche te vi en sueños, ahora estoy impaciente por volver a dormir”).
West también ha declarado en varias ocasiones sentirse culpable por el fallecimiento de su madre: primero atormentado por creer que si él no se hubiera mudado a Los Ángeles, ella seguiría viva, y más tarde proyectando su odio contra el cirujano plástico que se encargó de la intervención (de hecho, una de las primeras veces que se anunció “Donda” fue precisamente con una foto del médico en Twitter).
Antes que un álbum, Kanye dedicó un videojuego a su madre: donde ella aparece levitando y surcando los cielos de Chicago. Aunque… ¿Cuál es el mejor tributo que alguien como el Dios West podría haber imaginado para su difunta madre, 14 años después de su muerte? Una legión global de creyentes peleándose en el mundo real y el digital por conseguir un chaleco antibalas con el nombre de una mujer que ni siquiera conocieron parece una gran idea. Al menos viniendo de un Dios que necesita atención para, como hemos dicho, sentirse vivo.
O quizá simplemente quería diseñar el funeral a medida (a la altura de una ceremonia de los Juegos Olímpicos) que Donda merecía, y la segunda listening party fue precisamente eso: el hijo, afligido tras años de culpabilidad, se reencuentra con su madre en los cielos.
Aunque “Donda” no es un disco de homenaje para ser reproducido en un funeral, por mucho que también pueda interpretarse así. Más bien, yo lo consideraría un Libro de Salmos, casi como los Salmos del Rey David: un disco lleno de lamentos transformados en “canciones”. La adoración a su madre apenas se filtra entre los versos del álbum, mientras que lo autorreferencial y la lástima por sí mismo sí lo hace.
Pero, ante todo, yo definiría “Donda” como un “disco de iglesia”. Uno colaborativo, participativo, donde todos los colaboradores de West tienen su lugar y su espacio. Uno hecho por una Iglesia apenas sin mujeres (o, al menos, ninguna en un papel principal). Un disco donde realmente él es el lastre: muchos jóvenes y veteranos raperos tienen increíbles momentos a lo largo de las casi dos horas de metraje, mientras que Kanye apenas brilla por su palabra o entonación.
West es el director de orquesta, aquel que hace y deshace, aquel que intenta dar cohesión a todo el talento a su alrededor sin que su palabra y personalidad se diluya. Porque West sabe que la “comunión” es lo más importante, pero él está por encima de todo en su religión.
A nivel musical, en el disco destacan varias cosas (para bien y para mal): la ausencia de “compactación” (básicamente, es una colección de buenas ideas tanto rítmicas como líricas y melódicas bien ejecutadas aunque ordenadas pensando en una narrativa que no es la de un álbum, sino la de una representación) y el minimalismo (este es el disco de West que mejor aplica la fórmula del “menos es más” a nivel sonoro: apenas existen samples, y todo se basa en percusiones muy poco decoradas y melodías de piano, órgano y sintetizador).
En “Donda” hay momentos estelares, algunos de los mejores coros arreglados en los últimos años y un buen puñado de buenas canciones. Hay una marcha casi religiosa partida en dos (“Jesus Lord”) que funciona como escaparate para la Iglesia de West y un inicio en el que la palabra “Donda” se transforma en un mantra, y un pattern de percusión en un latido que inicia el trance en el que West nos quiere sumergir.
“Donda” es la más reciente “culminación” de lo que comenzó en “The Life Of Pablo” con “Ultralight Beam”: canciones que reinventan los espirituales sin perder todo aquello que las hace pertenecer al hip hop. También encuentro un paralelismo con“BED”, la composición que Kanye West diseñó para presentar la Yeezy Season 5 a partir de unos vocales perdidos de The-Dream.
Parafraseando a un buen amigo: “West se mide con la historia, no con el presente”.
Intentar analizar el sustrato musical de Kanye West sin tener en cuenta la dimensión de su impacto cultural y el aspecto del “nuevo evangelio” que ha estado construyendo en los últimos años resulta insuficiente. Por eso la propia música que convive en “Donda” es lo último tratado en este artículo: porque son los pilares del culto, pero sin duda es lo menos importante.
En este sentido, el artístico y global, West no se puede medir ni comparar a nada, sea un desastre o una genialidad lo que estemos juzgando; “Donda”, en efecto, transita ambas aguas con la autoridad que solo se concede a los dioses. A aquellos que se consideran Dios. ∎
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