En Chapinería, en la Sierra Oeste de Madrid, se ha celebrado este pasado fin de semana (24-26 de septiembre) el Festival Brillante. Primera gran aventura de los promotores Sonido Muchacho, La Castanya y Mont Ventoux tras los conciertos del ciclo Madrid Brillante, ha resultado ser un certamen coqueto, honesto y pequeño pero con relativa ambición y posibilidades de crecimiento en contextos pospandémicos; con muchas cosas en contra, ha conseguido salir adelante y dejarnos con ganas de volver.
Las primeras veces son, por lo general, difíciles. Están los nervios, la presión, las expectativas, las comparaciones y hasta las inseguridades y los contratiempos. Ese beso tímido, esa mano aventurada, esa mirada cómplice pero inexperta… Por muy seguro que se esté, los debuts siempre parecen tener ese punto de épica atropellada, de “yo controlo” que se va de las manos. El Festival Brillante arrancaba, además, en un momento difícil por lo extraño. En el limbo de la pandemia, entre las dos tierras de la nueva y la vieja normalidad, una que a todos se nos ha olvidado pero que despierta, como una pulsión instintiva, en cuanto dos sonidos conforman un ritmo que podamos sostener. Y en el after del verano en la sierra oeste de Madrid, del 24 al 26 de septiembre, que es como jugar a la ruleta rusa con la inclemencia climática: que no llueva es casi un milagro. Y, sin embargo, yo mi primer polvo lo recuerdo con cariño. Entre todas las dificultades, se logra entablar una comunicación emocional que consigue que aquello fluya, funcione, y que exige una implicación de las dos partes. Todo podía salir mal en Chapinería. Y al final, sorpresa o no, salió bien.
La lluvia fue el primer gran obstáculo que el Brillante tuvo no ya que sortear, sino aceptar y bandear de la mejor manera posible. Los buses lanzadera desde Madrid se retrasaron el viernes, como los conciertos de la Plaza, y los artistas programados en el escenario Palacio tuvieron que cancelar sus actuaciones ante la imposibilidad de montar lo necesario a tiempo, reprogramándose a lo largo de las dos jornadas restantes. Entre el caos, los chubasqueros y la incertidumbre, finalmente a media tarde el sol comenzó a asomar y con él el dream pop ruidoso de Rayo, pero los horarios, descolocados, provocaron que Axolotes Mexicanos tuvieran que retrasar su actuación. Le cedieron la plaza a Depresión Sonora para dejar que Lucas (Confeti de Odio) cumpliera su papel como guitarrista de apoyo en la banda de la mexicana BRATTY, en la que también milita Elena de Yawners a la batería cuando pasan a este lado del Atlántico. Finalmente, los Axolotes se vieron en la tesitura de compartir horario con el mexicano Ed Maverick cuando el grueso del festival ya se había desplazado por completo al escenario Mirador. A partir de ahí todo fue rodado. Maverick arrasó en su segundo concierto en España (había actuado en el BAM tan solo un día antes), seguramente impulsado por su reciente colaboración con C. Tangana, pero también por su posición cada vez más importante como traductor del folk mexicano para las nuevas generaciones, y, pese a que echamos de menos un ritmo más fluido y alguna colaboración de BRATTY, el coro final de “Nos queda mucho dolor por recorrer” seguirá resonando como uno de los mejores momentos del primer Brillante.
Le siguió Sen Senra, que ha conquistado su primera gran cima artística en plena pandemia y que ha construido su fanbase desde el dormitorio, pero que en directo levanta un show de superestrella, sostenido por una bandaza en directo, los Blanco Palamera, intensos en su revisión del soul electrónico y de las texturas del UK garage, y por un setlist que quita el hipo. Es su forma de enfrentar el espectáculo, de espaldas al público y dubitativo en las transiciones, por instantes más desganado de lo que justifica el guion, lo que lo aleja de lo “Sublime”, pero también es muy representativo del momento en el que vivimos y genera una conexión que va más allá de lo estético y tiene más que ver con la mística de la idolatría. Aparte de consigo mismo, Christian Senra tuvo que lidiar con la seguridad del evento y con la guardia civil, firmes pero comprensivos en esa hosca labor que es mantener a la gente sentada y distanciada con la incidencia bajo mínimos, una tasa de vacunación que ronda el 80% y con los ejemplos cercanos y recientes de Reino Unido o Alemania… Es evidente que al sector de la música en vivo se le está exigiendo en nuestro país un esfuerzo ímprobo e innecesario en un momento en el que cines y teatros, por ejemplo, han recuperado los aforos completos en diversas Comunidades Autónomas. Mujeres, como era de esperar, lo sufrieron como ninguno: pogos en el lateral del recinto, entre las food trucks y los baños, y un océano de sillas vacías que ha sido, por desgracia, una de las imágenes más características del festival.
El domingo, con todo más rodado y el programa más completo, rubricó una primera edición notable, que podría redondearse con una oferta de bungalows y glamping en hipotéticas futuras ediciones. Por la mañana, brillaron en la Plaza el power pop de El Buen Hijo, el pop sintético de Chavales y, sobre todo, los riffs afilados de La Paloma, the next big thing madrileña, una de las patas más relucientes de la diáspora del sonido Valencia en la capital española. Entre unos y otros, en el Palacio, que se vio desbordado el sábado con Morreo y el siempre acertado y satírico Marcelo Criminal, Ikram Bouloum se confirmó como uno de nuestros valores más pujantes en el R&B, con la gravedad electrónica de Sevdaliza y lo ritual de sus raíces marroquíes, y el afrobeat soulero de Bikôkô dejó la gran sorpresa del festival. Ya en el escenario principal, Chill Mafia pusieron el listón por las nubes con su fiesta de frescura inclasificable, reflejo de unas calles en las que se cruzan sin complejos el vasco, el castellano, la influencia andaluza, el trap, el bertsolarismo, la verbena y el reguetón. Un listón al que no llegó un Rojuu algo más desconectado que en otras ocasiones y otros contextos y que cogió a Panda Bear literalmente en otro universo. Su set no recordó ni de lejos a sus mejores días en solitario como pervertidor del pop, y más bien me pareció ver a un tercio de Animal Collective sobre el escenario Mirador que al autor de “Person Pitch” (2007) o de “Mr Noah” (2014). Con todo, se agradece poder ir volviendo a entender como normal disfrutar de artistas internacionales en nuestros festivales (y en nuestras salas, pero ese es otro tema).
El broche final lo puso el ultrashow de Maria Arnal i Marcel Bagés, una fantasía de pop mutante y electrónica opresiva que progresa lenta pero implacablemente, que va creciendo y desbordándose entre coros orgánicos procesados con mimo por pura tecnología. Sin visuales, se apoya en un diseño de iluminación impactante, prácticamente lo único que compone la escenografía aparte de la propia coreografía circular de las coristas (Tarta Relena) y Arnal, y que simula la pulsión de los bombos mientras sostiene claroscuros que emulan el sonido mismo de la banda, celestial a la vez que apocalíptico, milenario y futurista. El mejor concierto del fin de semana y seguramente uno de los espectáculos más completos que podemos disfrutar ahora mismo dentro de nuestras fronteras, y una forma perfecta de cerrar el festival en el que volvimos a ponernos una pulsera, en el que volvimos a encontrarnos con más amigos de los que creíamos que teníamos, en el que volvimos a ponernos a la cola de un policlin. El festival en el que volvimos a ir de festivales. ∎
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