A lo largo de mi vida profesional he tenido delante de mi grabadora, solo o en compañía de otros, a los Ramones, a Patti Smith y a gente intimidadora de verdad, como Nick Cave, Rowland S. Howard, Genesis P. Orridge, Blixa Bargeld, Lou Reed o Michael Gira. Pero nunca a
Lydia Lunch (Rochester, Nueva York, 1959). Y eso que vivió en Barcelona varios años, a principios de siglo.
Lydia Anne Koch huyó de casa a los 16 años, harta de los abusos y el maltrato que recibía en su familia, y se convirtió en Lydia Lunch por su facilidad para proveer de alimentos –por los métodos que hiciera falta– tanto a ella como a sus amigos. Dejó su ciudad natal junto al lago Ontario y se marchó a más de quinientos kilómetros, a la degradada ciudad protagonista de novelas tan sucias como “Última salida para Brooklyn” (Hubert Selby Jr., 1964) o películas del mismo pelaje como “Malas calles” (Martin Scorsese, 1973), “Serpico” (Sidney Lumet, 1973) o “Taxi Driver” (Martin Scorsese, 1976). A Nueva York llegó a tiempo para ver nacer el punk y descubrir que ella era más punk que el propio punk, como se puede leer en su autobiografía “Paradoxia. Diario de una depredadora” (“Paradoxia. A Predator’s Diary”, 1997; La Máscara, 2000).
Por sí sola, Lunch encarna la no wave, el movimiento más nihilista y desencantado de la historia del rock. Desde sus inicios como líder de Teenage Jesus And The Jerks, en 1977, su trayectoria ha sido un constante trasiego de bandas de corta duración. Su enorme producción musical se encuentra distribuida bajo muchos nombres –Beirut Slump, 8 Eyed Spy, Devil Dogs, 13.13, Immaculate Consumptive, Big Sexy Noise, Harry Crews, entre otros– y en colaboraciones con The Birthday Party, Sonic Youth, Blaine L. Reininger, el videocreador español Marc Viaplana o el francés Marc Hurtado, fundador con su hermano Éric del dúo Étant Donnés.