La artista de Nueva Jersey, respaldada con guitarra, teclados y voces pregrabadas, aterrizaba en el escenario Estrella Damm para posicionarse como una de las voces más singulares de su generación. Su emo-rap de alta intensidad emocional fue recogido de primeras por el público Z congregado. Varias de sus letras parecen salidas de resacas químicas que terminan con giros sentimentales indeseados. Aprovechó su ascendencia dominicana para inquirir en su español la apertura de espacios para que se dieran pogos de concreción algo inofensiva. Por momentos parecía más preocupada en su labor de maestra de ceremonias que en interpretar un cancionero confiado en exceso en su propia voz pregrabada. Poco importa cuando en este se hallan piezas como “Honey”, “Guilty Conscience” o su colaboración con Fred again.., “Danielle (Smile On My Face)”. Aunque más que afección al baile, Danielle Balbuena transmite cierta aura trágica, que selló con su porte escénico y la estudiada realización que la siguió por el extenso escenario. Su show quedó truncado por sobrepasar el tiempo dispuesto, algo que no le impidió terminar a capela ante los acólitos que la arroparon pese a la abrupta finalización. Marc Muñoz
Fue difícil acceder a la Boiler Room para escuchar el set de Bill Kouligas, responsable de PAN (¿hace falta decir eso de “uno de los sellos más vanguardistas y estimulantes de la electrónica experimental”?, pues ya está dicho), pero lo logramos justo a tiempo. Había cierta curiosidad para ver si se atrevería con su dimensión menos acomodaticia y radical. Y no: su set fue bailable de principio a fin, acudiendo a varios de los sonidos que marcan la pauta del clubbing fracturado ahora mismo: raptor house (el tercer track fue de TSVI, con el máximo referente del género, DJ Babatr), techno percutivo, breaks inflamados, nuevo trance y hardcore latino. Eso sí, sin concesiones fáciles ni hits reconocibles y con absoluto dominio de la técnica y el tempo. Al salir, la fila de gente esperando bajo la lluvia para poder entrar a ver el Arca era una auténtica locura. Carles Novellas
Nada de Primavera Saturday freakies en este concierto, sino público de mediana edad conocedor de la discografía del grupo. Delante de mí, por su camiseta de My Morning Jacket, un espectador me recordó que, el año pasado, los norteamericanos tocaron en este mismo escenario Amazon, y que el sonido de los argentinos, con la experiencia de los años, había logrado una cohesión y solidez similar (o como la de The War On Drugs). Repartieron el set entre canciones del nuevo disco “Súper Terror” (2023) y las que en verdad deleitaron a los fans, básicamente extraídas de “La dinastía Scorpio” (2012) y “La síntesis O’Konor” (2017), aún esbeltas con pinta de brillo eterno. Un desarrollo in crescendo perfecto culminado con su rocanrol clásico “Mi próximo movimiento” y con los más entusiastas bailando desenfrenados. David S. Mordoh
La pantalla se tiñó de rosa, salieron cuatro bailarinas con ametralladoras estampadas y el lema “Pussy is a gun” y cayeron las primeras gotas de una tormenta que pronto nos iba a aguar la noche. Luego los graves hicieron temblar la explanada del Cupra y apareció ella, diosa total, pelo rosa y botas-calentadores furry a juego, para perrear desde el minuto uno: “¿Te gusta mi pussy? Lo muevo sexi”. La Zowi le dio al público lo que quería –“Mis putas lo mueven”, “Bitch feka”, “Ghetto confeti”, “Filet Mignon”–, y este reaccionó con entrega (y se escucharon los versos “A mí me da igual si no me quiere / (No) ‘toy anestesia’ y no me duele”). Nadie tiene la autoestima radical y la sexualidad brutalmente inteligente de La Zowi, en cuya indefinición fascinante reside el carisma inmenso de su personaje. Bruno Galindo
Dieciséis años después de su anterior presentación en una casa okupa en Badalona, cuando respondían al nombre de Lynched, la banda dublinesa volvió a mostrar esa amalgama de sonidos provenientes del folk irlandés, del metal y del post-rock que se funden en escena para generar algo parecido a una ceremonia celta con inflexiones progresivas y a veces psicodélicas. En vivo sonaron épicos, aunque parecían estar en familia charlando entre canciones. Cuando presentaron el segundo tema, “The New York Trader”, explicaron su trasfondo social y político al que asociaron con la causa palestina –a la que se adhirieron: bandera sobre el escenario–, cosa que se repetiría antes de “Bear Creek”. Su música rescata la clásica balada deprimente en la que se habla de desgracias y desvelos del pueblo irlandés –guerras, asesinos, pendencieros, penitentes, dolientes– y la resignifican a través de sonoridades rock, noise y metal, pero también con disonancias provenientes de influencias como Bartok o Saint-Saëns que le añaden fuerza, misterio y oscuridad a la interpretación. Igualmente, las repeticiones infinitas de ciertos pasajes de “The Young People” o “The Pride Of Petravore” otorgaron un sentido catártico a la sesión, más aún con el uso de un arco en la guitarra acústica para lograr un sonido estridente que contrastaba con el del violín. Todo lo anterior fue acompañado de una teatralidad proveniente del uso de luces y del acompañamiento físico de las canciones –palmas y zapateos–, lo que le dio un mayor sentido litúrgico al show, además del bombo enorme que retumbaba en todo el Auditori Rockdelux. Daniel P. García
Con túnicas negras y la bandera palestina marcando un compromiso reproducido en otros escenarios por artistas de distinto pelaje, el misterio que acompaña al cantante napolitano arrancó su show en el Pull&Bear con una percusión tribal en los primeros conatos de una jornada pasada por agua. Primera excursión genérica de una propuesta con un desorden de identidad acusado. Se dieron incursiones en la zapatilla desmedida, en el reguetón y en los ritmos latinos, e incluso en el jungle en su tramo final. Todo cabía en una batidora sin demasiado criterio pero apta para los ánimos fiesteros, especialmente para los que desafiaron a la lluvia. Fue, por lo general, un electro de confeti diferenciado por la voz en italiano y melodías en choque con esas bases rítmicas frenéticas y dispuestas para el uso lúdico. Marc Muñoz
Uno va a un concierto de Lisabö sabiendo que será excelente, pero no importa cuántas veces los hayas visto, porque el impacto y la experiencia siempre justifican la elección. En eso se parecen a Shellac, a los que todo el mundo ha echado de menos estos días en el festival. Entre ellos el propio colectivo de Irún: Karlos Osinaga se acordó de Albini cuando habló hacia el final del concierto (PJ Harvey hizo lo mismo unas pocas horas después). El guitarrista, siempre intenso y emocionado cuando habla, también quiso agradecer a todos los currantes del Primavera y su buen trato con la banda. Detalle muy Lisabö, comprometidos hasta el tuétano con una manera de entender el arte, la cultura, la política y la vida. Quedó claro desde el principio del concierto en el Cupra con la presencia de la bandera de Palestina fijada en la pantalla; y también al final, por si no era evidente su compromiso, con unos versos del poeta Mahmud Darwish leídos por Javi Manterola. A nivel sonoro, el concierto fue, una vez más, impresionante. Centrados en las canciones de su reciente álbum, “Lorategi izoztuan hezur huts bilakatu arte” (2023), empezaron con esas baterías in crescendo de “Urpekaritza baso kiskalian” que se rompen y se aceleran a los tres minutos, entre los gritos abrumadores de sus dos cantantes; y a partir de ahí ya no bajaron ni un segundo la intensidad, la potencia y la entrega. Si tocan Lisabö ahí hay que estar. Y no se hable más. Carles Novellas
Su carisma natural es innegociable. Su temple a la hora de domar la calma tensa de su directo, indiscutible. Hay un punto de logrado equilibrio en la propuesta escénica de PJ Harvey tras siete años de ausencia de un festival y de un escenario que conoce muy bien: esa lona trasera que simula un trozo de piel cuarteada, esa silla y esa vieja mesita de madera provista de té y algunos cachivaches para recordarnos lo mucho que puede crujir su cancionero sin necesidad de apelar a los timbales y la disposición marcial, casi asamblearia, de giras anteriores. El formato es ahora más íntimo, siempre con John Parish –trasteando guitarra, teclados y algunas cosas más– como lugarteniente primordial y el Gallon Drunk James Johnston arañando cotas de dramatismo a su violín. Todos perfilando sobre el escenario Santander esa suerte de nuevo folk, ondulante y telúrico. Amenazante y hondo. Sostenido en un principio sobre esa nada complaciente trilogía que apela a su pasado común (“Let England Shake”, 2011), al conflicto exterior (“The Hope Six Demolition Project”, 2014) y a su pretérito íntimo en Dorset (“I Inside The Old Dear Dying”, 2023), su set deviene en una fórmula magistral a la que si algo se le puede reprochar es que su guion argumental (no tanto su resolución) sea muy parecido al de anteriores visitas. Ella ha ganado en versatilidad como vocalista (el escalofrío de su madurado semifalsete), y cada vez que aparca la guitarra acústica o el autoarpa para empuñar la eléctrica y remontarse a los noventa –primero con “50ft Queenie”, luego con “Mansize” o “Dress”, tras dedicarle una solemne y sentidísima “The Desperate Kingdom Of Love” a Steve Albini, uno de sus primeros mentores– es como si un seísmo amenazara con llevárselo todo por delante. Algo se mueve bajo tus pies. Las sinuosas “Down By The Water” y “To Bring You My Love” también nos recordaron, como ocurrió con Pulp un día antes, cuán importante fue aquel 1995 en cuyo otoño nos rindió su primera visita. La irrupción de una lluvia a la que nadie había invitado le dio un punto ligeramente épico a un bolo que, caso de haberse prolongado durante un cuarto de hora más y haber dispensado –pongamos– una “Rid Of Me”, hubiera traspasado la fina línea que separa lo altamente notable de lo memorable. En cualquier caso, sigue siendo la puta ama. Con perdón. Destilando una presencia tan intimidante como magnética, inasequible para cualquier otro mortal que pise cualquier escenario. Un punto y aparte ante el que solo cabe cuadrarse. Una vez más. Carlos Pérez de Ziriza
Todo lo que hay detrás del nuevo proyecto de Shabaka Hutchings, Shabaka a secas, parte de dos ideas: por un lado la inquietud genuina y el inconformismo, la necesidad de buscar siempre nuevos horizontes, nuevas posibilidades y nuevas vías de expresión; por otro, el instinto casi inocente en la persecución de una belleza sublime. Aparcando a un lado el saxofón y el clarinete, sus dos viejos amigos, casa y zona de confort, el británico se ha dejado llevar por un descubrimiento espontáneo de la flauta y de muchas de sus distintas realizaciones locales, pero –y esto es una constante en toda su carrera y, digo más, una máxima de su vida– la aproximación nunca es académica y siempre es emocional. El verdadero experimento de Shabaka es lograr volar libre sobre estructuras, ritmos y pasajes que no temen confortarse en la comodidad, que rehúsan ser inaccesibles. Y de nuevo lo hace en esta nueva forma, acompañado en directo –Auditori Rockdelux– de dos arpistas, una teclista y un pianista de cola con sintetizadores que dibujan para sus flautas, planeadoras, inspiradoras, cinemáticas, atardeceres con ánimo plenairista e intención meditativa, en sintonía con un minimalismo organicista que entronca las escuelas japonesa y angelina. Sus solos, improvisados e impredecibles, guiados por un impulso puramente intuitivo y acompañados únicamente por su audible respiración, se entrelazan con emocionantes construcciones colectivas que siempre surgen y terminan en mundos orgánicos, pero que también atraviesan secciones electrónicas, vigiladas siempre por un sutilísimo drone. Y es que lo que subyace a todo el conjunto es el poder de la evocación mental, del pensamiento, como motor para una acción posterior. Pensemos, entre todos, el cambio que queremos ver en el mundo. A veces pararse, y respirar, es la verdadera revolución. Diego Rubio
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