PJ Harvey, de nuevo reinando. Foto: Óscar García
PJ Harvey, de nuevo reinando. Foto: Óscar García

Festival

Primavera Sound (1 de junio /1): gotas de felicidad

Rap con identidad, maestras de lo sublime, pop con responsabilidad y electrónica guadianesca, hardcore y caricias R&B… Tercera jornada en el Fòrum barcelonés –aquí el turno de tarde– con varios conciertos para el recuerdo.

02. 06. 2024

070 Shake

La artista de Nueva Jersey, respaldada con guitarra, teclados y voces pregrabadas, aterrizaba en el escenario Estrella Damm para posicionarse como una de las voces más singulares de su generación. Su emo-rap de alta intensidad emocional fue recogido de primeras por el público Z congregado. Varias de sus letras parecen salidas de resacas químicas que terminan con giros sentimentales indeseados. Aprovechó su ascendencia dominicana para inquirir en su español la apertura de espacios para que se dieran pogos de concreción algo inofensiva. Por momentos parecía más preocupada en su labor de maestra de ceremonias que en interpretar un cancionero confiado en exceso en su propia voz pregrabada. Poco importa cuando en este se hallan piezas como “Honey”, “Guilty Conscience” o su colaboración con Fred again.., “Danielle (Smile On My Face)”. Aunque más que afección al baile, Danielle Balbuena transmite cierta aura trágica, que selló con su porte escénico y la estudiada realización que la siguió por el extenso escenario. Su show quedó truncado por sobrepasar el tiempo dispuesto, algo que no le impidió terminar a capela ante los acólitos que la arroparon pese a la abrupta finalización. Marc Muñoz

070 Shake: emo-rap con exceso de ego. Foto: Gisela Jane
070 Shake: emo-rap con exceso de ego. Foto: Gisela Jane

Bill Kouligas

Fue difícil acceder a la Boiler Room para escuchar el set de Bill Kouligas, responsable de PAN (¿hace falta decir eso de “uno de los sellos más vanguardistas y estimulantes de la electrónica experimental”?, pues ya está dicho), pero lo logramos justo a tiempo. Había cierta curiosidad para ver si se atrevería con su dimensión menos acomodaticia y radical. Y no: su set fue bailable de principio a fin, acudiendo a varios de los sonidos que marcan la pauta del clubbing fracturado ahora mismo: raptor house (el tercer track fue de TSVI, con el máximo referente del género, DJ Babatr), techno percutivo, breaks inflamados, nuevo trance y hardcore latino. Eso sí, sin concesiones fáciles ni hits reconocibles y con absoluto dominio de la técnica y el tempo. Al salir, la fila de gente esperando bajo la lluvia para poder entrar a ver el Arca era una auténtica locura. Carles Novellas

Bill Kouligas, el hombre PAN. Foto: Òscar Giralt
Bill Kouligas, el hombre PAN. Foto: Òscar Giralt

Depresión Sonora

El nombre de la banda clava, solo en parte, lo que reflejan los textos de Marcos Crespo. Poesía urbana, sueños de barrio, amistad y amores al límite para intentar salir del túnel. Porque lo que podría inducir a un sonido miserable, en manos de su banda se convierte en un bloque mecánico –pulso vagamente entre Joy Division, The Cure y Motorama– capaz de aglutinar ilusiones por el mero hecho de exponer sentimientos que casi todos –en algún momento u otro, en la adolescencia o en la madurez– hemos padecido. Este regusto consigue que el público espante su soledad bailando en comunión mientras corea estribillos como “aunque sea una mierda, quiero vivir mi vida. Como todo el mundo”. Paradójicamente, un remedio sonoro contra la depresión del no future global de extrarradio, que sirve tanto para Sex Pistols como para la Mary del “Thunder Road” de Springsteen. De Vallecas al Steve Albini. Con actitud. David S. Mordoh

Depresión Sonora, sueños de barrio. Foto: Marina Tomàs
Depresión Sonora, sueños de barrio. Foto: Marina Tomàs

Eartheater

Alexandra Drewchin, también conocida como Eartheater, confesó en medio de su concierto que había estado hace algunos años en Primavera Sound con su banda anterior, Guardian Alien, que poco tiene que ver con su actual proyecto. Hoy está más cerca del techno hardcore, del folk y de la música de cámara. Sobre el escenario del Plenitude desplegó sin tapujos sensualidad y erotismo en la vestimenta, pero sobre todo en temas como “Crushing”, donde se acompañó de la base de su tema, como en casi todas sus canciones. También mostró su talento al coger la guitarra acústica y e interpretar solo con su voz “Below The Clavicle”, una voz que también provoca efectos inquietantes con sus graves y agudos abruptos en temas como “Split The Milk”, “Volcano” o “Supersoaker”, donde a veces encontramos reminiscencias de Nina Hagen. Daniel P. García

Eartheater: ecos de Nina Hagen. Foto: Christian Bertrand
Eartheater: ecos de Nina Hagen. Foto: Christian Bertrand

Él Mató A Un Policía Motorizado

Nada de Primavera Saturday freakies en este concierto, sino público de mediana edad conocedor de la discografía del grupo. Delante de mí, por su camiseta de My Morning Jacket, un espectador me recordó que, el año pasado, los norteamericanos tocaron en este mismo escenario Amazon, y que el sonido de los argentinos, con la experiencia de los años, había logrado una cohesión y solidez similar (o como la de The War On Drugs). Repartieron el set entre canciones del nuevo disco “Súper Terror” (2023) y las que en verdad deleitaron a los fans, básicamente extraídas de “La dinastía Scorpio” (2012) y “La síntesis O’Konor” (2017), aún esbeltas con pinta de brillo eterno. Un desarrollo in crescendo perfecto culminado con su rocanrol clásico “Mi próximo movimiento” y con los más entusiastas bailando desenfrenados. David S. Mordoh

Él Mató A Un Policía Motorizado, entusiasmo desenfrenado. Foto: Marina Tomàs
Él Mató A Un Policía Motorizado, entusiasmo desenfrenado. Foto: Marina Tomàs

Erika de Casier

Debo aclarar que esta crónica ha sido realizada desde detrás del enrejado que rodea el Boiler Room. Sin ningún tipo de deferencia para los medios, las largas colas de todos los días para poder entrar en este espacio hacían que te perdieras perfectamente un show de tan solo treinta minutos. Afortunadamente, Erika de Casier estaba subida a una plataforma y se podían apreciar desde el exterior los sutiles movimientos de la danesa mientras entonaba sus temas de sedoso y melancólico R&B (¿una saudade quizá debida a sus raíces portuguesas?), como “Test It”, “Polite” o “Photo Of You”. Ya al final de la actuación, con su rutilante megahit “Do My Thing”, se despertó la euforia (y el baile) tanto dentro como fuera del Boiler Room. Un set tan breve que apenas dio tiempo a paladear su delicado y brillante repertorio. Luis Lles

Erika de Casier: suave es la noche. Foto: Òscar Giralt
Erika de Casier: suave es la noche. Foto: Òscar Giralt

F.R.A.C. (Fundación de Raperos Atípicos de Cádiz)

El combo andaluz tuvo la mala fortuna de salir al escenario Steve Albini justo cuando apretaba la lluvia, un temporal que para nada aguó el entusiasmo del trío de MCs liderado por un simpático Karim, que se tomó con sardónica filosofía la situación: “¿no decíais que queríais agua en Barcelona…?”. El soundsystem de reggae y hip hop añejo de los gaditanos sentó las bases para una animada tunda de verdades (“endodoncias”, en sus palabras): cargaron contra la españolidad, el imperialismo cultural, el racismo, la masificación turística, la inflación, la monarquía, etc. Un torrente de crítica político-social (más una camiseta de Netanyahu Is A War Criminal expuesta con orgullo) que esquivó el populismo sermoneador gracias a la sinceridad DIY de la propuesta y sus ingeniosas letras, dignas herederas del ácido cachondeo de los carnavales de Cádiz. El humor, un flow competente y los estribillos pegadizos brillaron en puntos álgidos como la satírica “Trabajo: tortura de la Inquisición”, con la cantilena “¡queremos trabajar!” vociferada por un reducido pero entregado público. Xavier Gaillard

F.R.A.C. (Fundación de Raperos Atípicos de Cádiz): guasa y mensaje. Foto: Rosario López
F.R.A.C. (Fundación de Raperos Atípicos de Cádiz): guasa y mensaje. Foto: Rosario López

HOFE X 4:40

Descamisado, con un espectacular mullet entre borroka y macarra, y con una frescura habitual en la escena navarra de la que procede (la de Ben Yart y Chill Mafia) pero que se echa de menos en otros entornos sonoros, salió Hofe (Igotz Méndez en su DNI) a la palestra al frente de su proyecto Hofe x 4:40, y al rato, ilusionado por tocar en Primavera Sound, soltaba que “yo nunca he tenido pasta para pagarme el abono”. Sinceridad ante todo. Combinando el castellano y el euskera de forma natural, fueron cayendo temas de hyperpunk (“Cada vez ke te pienso”), electropop fiestero (“Gremlin”), nihilismo romántico (“Si no te lo kiero decir”) o incluso de bachata makinera (¿de ahí quizá lo del 4:40 en su nombre?), como esa increíble versión de “Eso da pa’to” de Marino Castellanos. Terminaron su divertido y refrescante show sobre el Steve Albini con dos de sus hits: la mákina punkarra de “El Xokas” y el electropunk de “Vampireando”, grabado junto a La Élite. Luis Lles

Hofe X 4:40: frescura macarra. Foto: Marina Tomàs
Hofe X 4:40: frescura macarra. Foto: Marina Tomàs

La Zowi

La pantalla se tiñó de rosa, salieron cuatro bailarinas con ametralladoras estampadas y el lema “Pussy is a gun” y cayeron las primeras gotas de una tormenta que pronto nos iba a aguar la noche. Luego los graves hicieron temblar la explanada del Cupra y apareció ella, diosa total, pelo rosa y botas-calentadores furry a juego, para perrear desde el minuto uno: “¿Te gusta mi pussy? Lo muevo sexi”. La Zowi le dio al público lo que quería –“Mis putas lo mueven”, “Bitch feka”, “Ghetto confeti”, “Filet Mignon”–, y este reaccionó con entrega (y se escucharon los versos “A mí me da igual si no me quiere / (No) ‘toy anestesia’ y no me duele”). Nadie tiene la autoestima radical y la sexualidad brutalmente inteligente de La Zowi, en cuya indefinición fascinante reside el carisma inmenso de su personaje. Bruno Galindo

La Zowi, el carisma. Foto: Christian Bertrand
La Zowi, el carisma. Foto: Christian Bertrand

Lankum

Dieciséis años después de su anterior presentación en una casa okupa en Badalona, cuando respondían al nombre de Lynched, la banda dublinesa volvió a mostrar esa amalgama de sonidos provenientes del folk irlandés, del metal y del post-rock que se funden en escena para generar algo parecido a una ceremonia celta con inflexiones progresivas y a veces psicodélicas. En vivo sonaron épicos, aunque parecían estar en familia charlando entre canciones. Cuando presentaron el segundo tema, “The New York Trader”, explicaron su trasfondo social y político al que asociaron con la causa palestina –a la que se adhirieron: bandera sobre el escenario–, cosa que se repetiría antes de “Bear Creek”. Su música rescata la clásica balada deprimente en la que se habla de desgracias y desvelos del pueblo irlandés –guerras, asesinos, pendencieros, penitentes, dolientes– y la resignifican a través de sonoridades rock, noise y metal, pero también con disonancias provenientes de influencias como Bartok o Saint-Saëns que le añaden fuerza, misterio y oscuridad a la interpretación. Igualmente, las repeticiones infinitas de ciertos pasajes de “The Young People” o “The Pride Of Petravore” otorgaron un sentido catártico a la sesión, más aún con el uso de un arco en la guitarra acústica para lograr un sonido estridente que contrastaba con el del violín. Todo lo anterior fue acompañado de una teatralidad proveniente del uso de luces y del acompañamiento físico de las canciones –palmas y zapateos–, lo que le dio un mayor sentido litúrgico al show, además del bombo enorme que retumbaba en todo el Auditori Rockdelux. Daniel P. García

Lankum: ensanchando el folk. Foto: Marina Tomàs
Lankum: ensanchando el folk. Foto: Marina Tomàs

Liberato

Con túnicas negras y la bandera palestina marcando un compromiso reproducido en otros escenarios por artistas de distinto pelaje, el misterio que acompaña al cantante napolitano arrancó su show en el Pull&Bear con una percusión tribal en los primeros conatos de una jornada pasada por agua. Primera excursión genérica de una propuesta con un desorden de identidad acusado. Se dieron incursiones en la zapatilla desmedida, en el reguetón y en los ritmos latinos, e incluso en el jungle en su tramo final. Todo cabía en una batidora sin demasiado criterio pero apta para los ánimos fiesteros, especialmente para los que desafiaron a la lluvia. Fue, por lo general, un electro de confeti diferenciado por la voz en italiano y melodías en choque con esas bases rítmicas frenéticas y dispuestas para el uso lúdico. Marc Muñoz

Liberato, el misterio napolitano. Foto: Eric Pàmies
Liberato, el misterio napolitano. Foto: Eric Pàmies

Lisabö

Uno va a un concierto de Lisabö sabiendo que será excelente, pero no importa cuántas veces los hayas visto, porque el impacto y la experiencia siempre justifican la elección. En eso se parecen a Shellac, a los que todo el mundo ha echado de menos estos días en el festival. Entre ellos el propio colectivo de Irún: Karlos Osinaga se acordó de Albini cuando habló hacia el final del concierto (PJ Harvey hizo lo mismo unas pocas horas después). El guitarrista, siempre intenso y emocionado cuando habla, también quiso agradecer a todos los currantes del Primavera y su buen trato con la banda. Detalle muy Lisabö, comprometidos hasta el tuétano con una manera de entender el arte, la cultura, la política y la vida. Quedó claro desde el principio del concierto en el Cupra con la presencia de la bandera de Palestina fijada en la pantalla; y también al final, por si no era evidente su compromiso, con unos versos del poeta Mahmud Darwish leídos por Javi Manterola. A nivel sonoro, el concierto fue, una vez más, impresionante. Centrados en las canciones de su reciente álbum, “Lorategi izoztuan hezur huts bilakatu arte” (2023), empezaron con esas baterías in crescendo de “Urpekaritza baso kiskalian” que se rompen y se aceleran a los tres minutos, entre los gritos abrumadores de sus dos cantantes; y a partir de ahí ya no bajaron ni un segundo la intensidad, la potencia y la entrega. Si tocan Lisabö ahí hay que estar. Y no se hable más. Carles Novellas

Lisabö, siempre de frente. Foto: Óscar García
Lisabö, siempre de frente. Foto: Óscar García

Merina Gris

Ataviados con pasamontañas de tachuelas y un chaleco antibalas, Merina Gris salieron al escenario Pull&Bear performando el cabreo. Sara Zozaya, sobre una tarima cubierta con una tapa blanca, cantaba de forma impecable sin apenas moverse del sitio. Va con una visera plateada que le cubre los ojos, al más puro estilo La Casa Azul, pero oscura y maquinera. Todos ellos se van quitando aquello que oculta su rostro conforme va avanzando el show, de modo que en “sAIATEN nAIZ” los cuatro muestran su cara. Un sonido inmejorable, generado casi todo en directo (algo raro de ver para ser un grupo eminentemente electrónico), pasando por triggers en la batería, sintetizadores con subgraves al 100% y pedaleras múltiples. En el ecuador, una versión de “Dancing On My Own” de Robyn algo particular. Marta España

Merina Gris, a su manera. Foto: Rosario López
Merina Gris, a su manera. Foto: Rosario López

Militarie Gun

Vete a saber si fue por la intensidad telúrica de la tremenda apisonadora folk de Lankum, todavía reciente, pero la propuesta de Militarie Gun se me antojó de peso muy ligero. La banda californiana está con un pie en el cruce de diversos caminos noventeros –skate punk melódico, pop-rock radiofónico, shoegazing–, pero en ninguno de ellos pisa con firmeza. Las prestaciones instrumentales de la banda son de una solvencia justita, la voz de Ian Shelton es impersonal y el riffeo que despliegan parece de banda de instituto. Singles con gancho como “My Friends Are Having A Hard Time” quedaron desdibujados por un sonido romo, algo que acentuó lo grande que les quedaba el escenario Pull&Bear. En definitiva, la sensación que produce casi una hora de Militaire Gun es la de un refrito de rock alternativo del año 2000, una ristra de canciones que podrían ser música de fondo para una “Malcolm” (Linwood Boomer, 2000-2006) de Hacendado. Ricard Martín

Militarie Gun: demasiada fórmula. Foto: Rosario López
Militarie Gun: demasiada fórmula. Foto: Rosario López

Mouth Water

El Aperol Island Of Joy se convirtió en una pequeña y joven Italia –como reza la letra de la canción aquella de The 1975, de hace un par de años, la de “la gente joven bebiendo Aperol”– gracias a Lawrence Fancelli, el músico florentino que responde al alias de Mouth Water. Identificando continente con contenido, tramó una sesión de electrónica que fue del cosmic disco (le intuyo heredero de su paisano Daniele Baldelli) a un house elegante, sin solución de continuidad. Así, lo que podría haber sido puro muzak para amenizar el atardecer, fue en realidad el motivo principal para poner a casi todo el mundo a bailar, gracias a cortes de cosecha propia como “Sixto”, “Exit” (en los que el DJ y productor canta algún tramo y toca la melódica), “Dr. House” o “Arrowhead”, una versión de “Slave To Love” (Bryan Ferry) que parece flotar en helio y el “Closing Shot” de Lindstrøm, uno de sus insignes remezcladores (otra conexión “cósmica”). El tipo tiene mucha clase. Carlos Pérez de Ziriza

Mouth Water: disco florentina. Foto: Rosario López
Mouth Water: disco florentina. Foto: Rosario López

Nala Sinephro

El muy congeniado a la vez que airoso cuarteto de la artista belga... afincada en Londres interpretó el álbum “Space 1.8” (2021), un apabullante concierto de nu jazz paisajístico dividido en dos largas piezas prácticamente ininterrumpidas, cuya específica instrumentación –ya fueran las fogosas trepidaciones de la batería, las alargadas ensoñaciones orientales al arpa de Sinephro, o la ausencia de piano– transcendió decisivamente el espíritu chill/ambient de la grabación en estudio. Más que relajarlo, mantuvieron al público en vilo absoluto, pintando un retablo sónico de colores, trazos y formas fluctuantes. Un ejercicio que, sorprendentemente, resultó más orgánico que sintético, a pesar del laboratorio de electrónica progresiva regentado por una concentrada Sinephro en su rincón, trapicheando con un par de sintetizadores para generar ruidos de 8 bits, envolventes texturas y un breve droneo catártico para poner punto final al hechizante recital en el Auditori Rockdelux. Xavier Gaillard

Nala Sinephro, hechizante. Foto: Sergio Albert
Nala Sinephro, hechizante. Foto: Sergio Albert

PJ Harvey

Su carisma natural es innegociable. Su temple a la hora de domar la calma tensa de su directo, indiscutible. Hay un punto de logrado equilibrio en la propuesta escénica de PJ Harvey tras siete años de ausencia de un festival y de un escenario que conoce muy bien: esa lona trasera que simula un trozo de piel cuarteada, esa silla y esa vieja mesita de madera provista de té y algunos cachivaches para recordarnos lo mucho que puede crujir su cancionero sin necesidad de apelar a los timbales y la disposición marcial, casi asamblearia, de giras anteriores. El formato es ahora más íntimo, siempre con John Parish –trasteando guitarra, teclados y algunas cosas más– como lugarteniente primordial y el Gallon Drunk James Johnston arañando cotas de dramatismo a su violín. Todos perfilando sobre el escenario Santander esa suerte de nuevo folk, ondulante y telúrico. Amenazante y hondo. Sostenido en un principio sobre esa nada complaciente trilogía que apela a su pasado común (“Let England Shake”, 2011), al conflicto exterior (“The Hope Six Demolition Project”, 2014) y a su pretérito íntimo en Dorset (“I Inside The Old Dear Dying”, 2023), su set deviene en una fórmula magistral a la que si algo se le puede reprochar es que su guion argumental (no tanto su resolución) sea muy parecido al de anteriores visitas. Ella ha ganado en versatilidad como vocalista (el escalofrío de su madurado semifalsete), y cada vez que aparca la guitarra acústica o el autoarpa para empuñar la eléctrica y remontarse a los noventa –primero con “50ft Queenie”, luego con “Mansize” o “Dress”, tras dedicarle una solemne y sentidísima “The Desperate Kingdom Of Love” a Steve Albini, uno de sus primeros mentores– es como si un seísmo amenazara con llevárselo todo por delante. Algo se mueve bajo tus pies. Las sinuosas “Down By The Water” y “To Bring You My Love” también nos recordaron, como ocurrió con Pulp un día antes, cuán importante fue aquel 1995 en cuyo otoño nos rindió su primera visita. La irrupción de una lluvia a la que nadie había invitado le dio un punto ligeramente épico a un bolo que, caso de haberse prolongado durante un cuarto de hora más y haber dispensado –pongamos– una “Rid Of Me”, hubiera traspasado la fina línea que separa lo altamente notable de lo memorable. En cualquier caso, sigue siendo la puta ama. Con perdón. Destilando una presencia tan intimidante como magnética, inasequible para cualquier otro mortal que pise cualquier escenario. Un punto y aparte ante el que solo cabe cuadrarse. Una vez más. Carlos Pérez de Ziriza

PJ Harvey, poderosa sacerdotisa. Foto: Óscar García
PJ Harvey, poderosa sacerdotisa. Foto: Óscar García

Shabaka

Todo lo que hay detrás del nuevo proyecto de Shabaka Hutchings, Shabaka a secas, parte de dos ideas: por un lado la inquietud genuina y el inconformismo, la necesidad de buscar siempre nuevos horizontes, nuevas posibilidades y nuevas vías de expresión; por otro, el instinto casi inocente en la persecución de una belleza sublime. Aparcando a un lado el saxofón y el clarinete, sus dos viejos amigos, casa y zona de confort, el británico se ha dejado llevar por un descubrimiento espontáneo de la flauta y de muchas de sus distintas realizaciones locales, pero –y esto es una constante en toda su carrera y, digo más, una máxima de su vida– la aproximación nunca es académica y siempre es emocional. El verdadero experimento de Shabaka es lograr volar libre sobre estructuras, ritmos y pasajes que no temen confortarse en la comodidad, que rehúsan ser inaccesibles. Y de nuevo lo hace en esta nueva forma, acompañado en directo –Auditori Rockdelux– de dos arpistas, una teclista y un pianista de cola con sintetizadores que dibujan para sus flautas, planeadoras, inspiradoras, cinemáticas, atardeceres con ánimo plenairista e intención meditativa, en sintonía con un minimalismo organicista que entronca las escuelas japonesa y angelina. Sus solos, improvisados e impredecibles, guiados por un impulso puramente intuitivo y acompañados únicamente por su audible respiración, se entrelazan con emocionantes construcciones colectivas que siempre surgen y terminan en mundos orgánicos, pero que también atraviesan secciones electrónicas, vigiladas siempre por un sutilísimo drone. Y es que lo que subyace a todo el conjunto es el poder de la evocación mental, del pensamiento, como motor para una acción posterior. Pensemos, entre todos, el cambio que queremos ver en el mundo. A veces pararse, y respirar, es la verdadera revolución. Diego Rubio

Shabaka en el mar de la tranquilidad. Foto: Òscar Giralt
Shabaka en el mar de la tranquilidad. Foto: Òscar Giralt

Slow Pulp

Comparece Emily Massey radiante al frente de la banda en el Plenitude con su híbrido de rock alternativo/americana que también conecta con los postulados de artistas femeninas como Snail Mail, Soccer Mommy, etc. Por entre las guitarras abrasivas, su voz en directo –mejor desenvuelta en tramos ensoñadores, como en una “Falling Apart” sin la presencia del violín de Molly Germer– queda un poco anegada entre el fragor de algunos tramos. Siguieron el setlist habitual con tres piezas del primer álbum y el resto de su reciente “Yard” (2023). La comparación con Wednesday se sigue manteniendo por el nutriente de las tres guitarras, los altibajos viscerales y ciertos guiños al country (Emily sacó la armónica en las postrimerías en una “Broadview” coja sin la slide), aunque ella sea más de Gap y Karly Hartzman de ropa de mercadillo. David S. Mordoh

Slow Pulp, colinas de americana. Foto: Rosario López
Slow Pulp, colinas de americana. Foto: Rosario López

Tercer Sol

Empiezan en el Plenitude con acordes graves dibujando la parte densa de su psicodelia, para enseguida abrir el abanico con el pop exultante de su canción más conocida, “Hoy”. Ambas sirven para perimetrar el radio de acción actual de los valencianos, con canciones que progresan tranquilas para endurecerse a medida que se estiran. El punto de languidez existencial de “Presentimiento” –canción y álbum– bascula entre el contraste de la oscuridad y la luz cegadora; entre revolverse en la cama cuando no se puede dormir y salir a la calle. Ambivalencia sensorial incluso en los detalles, cuando siempre una brizna de vulnerabilidad –por ejemplo un solo de guitarra más fino que tóxico– contrasta con la crudeza del bajo y la batería, algo que en sus inicios parecía improbable pero que ahora parece señalar el camino a seguir en busca de oxígeno. David S. Mordoh

Tercer Sol, meandros post-rock. Foto: Marina Tomàs
Tercer Sol, meandros post-rock. Foto: Marina Tomàs

Tronco

Los hermanos Herrero no se terminan de saber muy bien sus canciones. Dos voces, una guitarra y un ruido infernal que se colaba en el Aperol Island Of Joy desde The Lemon Twigs era todo lo que necesitaban (o se escuchaba sin querer). Fermí le chiva la letra a Conxita en “Lo que pasó cuando te tuiste” y, cuando su hermano no le pilla a mano, lleva un libro de tapa dura y una libreta para ir leyendo los versos que alguna vez compuso. Se equivocan constantemente y presentan todas las canciones, pero esa es parte de su esencia. Tanto, que no se sabe si fingen equivocarse para generar esa particular catarsis en su show. Versionan “Tranvía” de Julio Bustamante y hacen un mash up entre “La revolución sexual” de La Casa Azul y “Abducida por formar una pareja”, su greatest hit. Para cerrar, “La fiesta”, un tema con mucha y muy difícil letra que versa, en definitiva, sobre el amor fraternal, y por tanto emociona a cualquiera en una banda que existe por su condición de sangre. Marta España

Tronco, encantadora hermandad. Foto: Óscar García
Tronco, encantadora hermandad. Foto: Óscar García

Wolf Eyes

Compuesta por Nate Young y John Olson, la agrupación escapa de toda ortodoxia para plantarse como art music o música academicista, pero desde la electrónica experimental. El corazón de su música –si la podemos llamar así– es un proceso de deconstrucción de la misma a partir de elementos electrónicos –sintetizadores, Moog, Auto-Tune, etc.–, que impactan sobre una base sonora de manera incidental o caótica, generando una serie de paisajes o ambientes sonoros que cambian los estados de la audiencia. Esto genera sensaciones que evolucionan a lo largo del concierto. Para ello bastaron cuatro temas: “Envelopes”, de más de media hora de duración, “Zhuel” partes 1 y 2, de un poco más de veinte minutos, “Psychoplasmic Plunger” y “Days Decay”, frente a una audiencia tan interesada como desconcertada en el Auditori Rockdelux. Daniel P. García

Wolf Eyes: ruido con fondo. Foto: Óscar García
Wolf Eyes: ruido con fondo. Foto: Óscar García
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